24/04/2025
Sara Rubin, la sobreviviente del Holocausto que burló a los nazis con un cálculo perfecto: “Elige a tu verdugo y la hora de tu muerte”

Fuente: telam
Condenada a muerte por robar una papa, negoció con sus verdugos y eligió las 10 de la mañana para su ejecución. Un bombardeo aliado la salvó en el último segundo. Su vida, entre Auschwitz e Israel, es un testimonio de astucia, fe y resistencia
>Sara Rubin, una mujer marcada por los años, tuvo una vida que se enlaza con uno de los episodios más oscuros de la humanidad: la Shoá, la forma como se le conoce al holocausto en hebreo, lo cual se traduce literalmente como “catástrofe.
Nació en Polonia a principios de los años 30, en una familia acomodada que vivía de su fábrica textil. Su casa, grande y luminosa, era un templo familiar que prometía un futuro tranquilo. Pero todo se quebró muy pronto: su padre falleció cuando tenía apenas cuatro años, y a los once, en 1939, vio cómo su pueblo colapsaba bajo la invasión nazi.
Cuando fue deportada a Auschwitz con su hermana mayor, el horror tomó forma tangible. Ya no era una persona; pues le arrebataron de su nombre y pasó a ser simplemente un código, ahora era A-14013, un número que los nazis tatuaron en su piel para despojarla de su identidad. Durante un año y medio en el campo, ambas hermanas aprendieron a sobrevivir juntas en medio de las condiciones inhumanas.
Sin embargo, el horror no terminaba ahí: durante su estadía en Auschwitz, también enfrentaron la infame “marcha de la muerte”, el traslado masivo de prisioneros hacia otros campos en Praga y Austria. Estas travesías forzadas, realizadas sin alimentos ni respiro, acababan con quienes desfallecían por el camino. Pero ellas persistieron, sosteniéndose con un hilo de resistencia.
Las hermanas fueron internadas en un orfanato. La pequeña, se aferró a su hermana mayor como única conexión y su protección en un entorno hostil. Para mantenerlas juntas, la hermana mayor la escondía, protegiéndola de los soldados nazis que realizaban rigurosos controles para evitar cualquier irregularidad. Sin embargo, una noche, ambas fueron descubiertas, y un oficial nazi las amenazó con matar a la menor.Desesperadas por salvarse, las hermanas trabajaron en secreto durante las noches, robando suéteres de otros huérfanos y deshaciendo las telas para usar la lana como materia prima. Usaron agujas improvisadas para tejer el encargo, cuidando cada detalle. Al cumplir con la entrega, sus vidas fueron perdonadas. Este extraordinario acto de valentía e ingenio marcó un punto de inflexión. Desde ese momento, las hermanas dedicaron sus días a la labor textil, convirtiendo la costura en un acto de supervivencia silenciosa y un vínculo inquebrantable entre ambas.
Uno de los episodios más conmovedores de su testimonio ocurrió en el campo de trabajo austríaco Eisenstadt. Allí, en medio del hambre y la vigilancia constante, la hermana mayor se encontraba descargando un camión entero de papas, una de las tareas forzosas que le obligaban a hacer, en medio de la actividad tomó tres papas que habían caído del camión y las escondió en la bolsa de su abrigo. El acto no pasó desapercibido: los nazis descubrieron que alguien había tomado alimento, ya que encontraron una de las papas en los papas en los pasillos, pues se le cayó producto del desgaste del abrigo y advirtieron que asesinarían a diez prisioneras inocentes si nadie se declaraba culpable.Rodeada de miradas inquisitivas y bajo la sombra de la muerte inminente, Sara enfrentó un dilema escalofriante que la obligó a negociar con sus propios verdugos. Habían pasado tres días desde que fue condenada a morir por haber tomado una papa del camión de provisiones. Ese día, los oficiales nazis reunieron a los prisioneros para llevar a cabo la ejecución, pero antes de proceder, le ofrecieron un macabro privilegio: podía elegir quién sería su verdugo y cuándo deseaba morir.
La propuesta, que para los nazis era una burla más al despojarla de cualquier vestigio de dignidad, la detuvo unos segundos. Inspirada por una mezcla de instinto y esperanza, escogió a un oficial italiano que se había ganado la fama de ser menos cruel que los demás. En lo que respecta a la hora, respondió con voz firme que sería a las diez de la mañana. Aquella elección no fue hecha al azar, sino calculada: los bombardeos de los Aliados solían comenzar cerca de esa hora, desatando el caos en el campo y distrayendo a los comandantes. La pregunta final quedó grabada en la memoria de quienes estaban presentes: “¿Por qué a esa hora?”, a lo que ella respondió simplemente, “Porque creo en los milagros”.Cuando el reloj marcó aproximadamente las diez y media, justo antes de que el oficial ejecutara el castigo final, las primeras bombas aliadas comenzaron a caer en las cercanías del campo. Los soldaron nazis, alarmados por el estruendo, abandonaron la ejecución y corrieron a buscar refugio. En aquel momento de confusión, varias prisioneras aprovecharon para correr hacia ella, cortaron las ataduras con cualquier herramienta improvisada que encontraron y la ocultaron entre un grupo de detenidas. Los bombardeos devastaron una parte del sector donde estaban los oficiales, dejando al campo en absoluto desorden durante horas.
Herida, deshidratada y al borde del colapso, Sara fue trasladada por sus compañeras a un rincón del campo. Cuando finalmente despertó, no entendió dónde estaba. Entre susurros, llegó a preguntar si había muerto, pues pensó que estaba en el más allá. Pero al abrir los ojos y encontrarse con los rostros familiares que la cuidaban con ternura, entendió que seguía con vida.Días más tarde, el avance aliado llevó a la posterior liberación del campo, abriendo un camino hacia una libertad inesperada para aquellos que tanto habían sufrido. Sara nunca olvidó los rezos que alargaron su vida ni la enseñanza de que un acto de fe, incluso en el umbral de la muerte, podía ser la clave para sobrevivir frente a las fuerzas más destructivas de la humanidad.
En medio de los ataques, las prisioneras liberaron a su hermana, salvándola de una muerte segura. Fue un instante de vida entre ruinas.Tras la liberación, las hermanas decidieron regresar a Polonia con la esperanza de recuperar algo de su hogar. Lo que encontraron, sin embargo, fue un país hostil hacia los pocos judíos que habían sobrevivido. Esa misma noche, cuatro de sus primos fueron asesinados por vecinos que resentían la permanencia de los sobrevivientes judíos. Las hermanas huyeron nuevamente: prometieron que nunca volverían a Polonia.En Israel, tras pasar por un orfanato, ambas encontraron su lugar. Habían prometido durante la guerra que, si sobrevivían, se dedicarían a crear cosas útiles para la vida. Cumplieron esta promesa abriendo talleres de costura, un oficio que las unió durante décadas.
En sus últimos años, dedicó su tiempo a compartir su historia en escuelas y comunidades. En cada charla, insistía en la importancia de recordar los horrores del pasado para evitar que se repitieran. Cada Día de la Shoá, cosía una estrella amarilla en su ropa y pedía a los estudiantes que escribieran en ella: “Yo soy judío”.
En sus propias palabras: “A quienes buscan felicidad fuera de esta tierra, les digo que la verdadera felicidad está aquí, en Israel, en nuestra casa. Aquí es donde nuestra historia, nuestro presente y nuestro futuro convergen”.Sara falleció en 2021 a los 92 años, su testimonio permanece como un recordatorio vivo: no solo de los horrores que vivió, sino de la capacidad del ser humano de levantarse, proteger su identidad y transformar el dolor en amor y creación.
Fuente: telam
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