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24/04/2025

“El óptico del Papa”: la intimidad de las visitas de Francisco al local de ocho metros cuadrados donde le arreglaban los anteojos

Fuente: telam

El Sumo Pontífice fue por primera vez en septiembre de 2015 y regresó en julio de 2024 a la Óptica Spiezia, un tradicional y humilde reducto en Roma administrado por Alessandro y su hijo Luca. Los recuerdos, las anécdotas y el dolor de quienes conocieron al Papa en un ámbito privado y distendido. “Entró en el corazón de la gente por esta sencillez”, dicen a coro

>El lugar tiene apenas ocho metros cuadrados, una puerta pequeña, dos ventanas a ambos lados de la única vía de acceso, dos carteles de neón en letras amarillas y la decoración de unos anteojos del mismo color. Está emplazada sobre la vía del Babuino, en la dirección 199, a metros de la basílica de Santa Maria in Montesanto, enfrente del Hotel Russie -donde se hospedó Mauricio Macri en 2016 en su visita presidencial a Roma y el Vaticano-, a minutos de la Plaza de San Pedro y de la Casa Santa Marta, residencia del papa Francisco durante su pontificado. Es la historia de un comercio, de una familia bendecida y de un Papa que entendía que los anteojos se cambian en las ópticas, no en otro lado.

Infobae visitó este rincón de Roma escondido a dos kilómetros de la residencia donde el lunes por la mañana falleció Jorge Mario Bergoglio. Alessandro y su hijo Luca están vestidos de traje, y en honor a sus antepasados del sur italiano, acompañan a las palabras con los ademanes de sus manos, en un rasgo absorbido por la cultura argentina. El padre es el que cuenta cómo empezó todo. “En 2015, el Monseñor Karcher viene y me dice que su Santidad necesita anteojos. Y le dije: ‘Entonces vamos a Santa Marta’. Al día siguiente, vuelve y me dice: ‘mire Alessandro, el Santo Padre ha decidido venir al local porque, según su punto de vista, las gafas deben hacerse en la óptica. No es el óptico el que tiene que ir’”.

Era un lunes. Al mediodía los llamaron y le confirmaron que el Papa iría entre las siete y media de la tarde y las siete y treinta y cinco minutos. “Conociendo el tráfico en Roma, me sorprendió que comunicaran el horario con tanta precisión”, le contó al Corriere della Sera. Llegó en punto, a bordo de un auto modesto, sin seguridad, sin escolta, vestido de blanco. “Lo primero que me dieron ganas de decir fue ‘Santidad, bienvenido a casa’. Y él me dio esa maravillosa sonrisa como me ha dado en tantos años. Vino, medimos la vista, todo. Pero mucha gente no creía que su Santidad pudiera estar en una tienda haciendo anteojos”, relata en diálogo con Infobae.

Contó que estaba serio, que sonrió cuando le enseñó la foto de sus hijos y cuando descubrió que en la calle se había reunido un grupo de curiosos. El trabajo consistió en preparar lentes multifocales porque padecía hipermetropía y presbicia, pero no quería que le cambiara los marcos. Se probó monturas pero prefirió que solo fuese un reemplazo de los cristales. Según su relato, el Papa le argumentó que mejor no reemplazar la montura así “ahorramos dinero” y le dijo que prefería conservarlo hasta que se rompieran. “No quiero gastar mucho”, expresó. Alessandro le ofreció, además, otros anteojos de lectura que fueron rechazados y le preguntó, preso de su curiosidad, por qué había elegido su local: tanto el oftalmólogo como un monseñor le habían recomendado la óptica Spiezia.

El primer encuentro duró poco más de cuarenta minutos. Antes de irse, Francisco les advirtió: “Cuando estén listas las gafas mándenme la factura, por favor. Quiero pagarles lo que les debo o no voy a volver”. Volvió. La relación fluyó y creció con los años. Los Spiezia asistían con cierta periodicidad a Santa Marta para calibrarle las gafas. El 3 de julio de 2024, nueve años después de la primera visita, recibió un llamado del propio Papa: “Alessandro, buenos días, soy Francisco”. Le dijo que tenía que renovar sus anteojos y el italiano se ofreció a ir a visitarlo. “Ya han venido varias veces, no quiero molestarlos”, le respondió el Santo Padre. “Es decir, un hombre poderoso de la tierra, un Papa, nos dijo ‘no quiero molestaros’”, insiste Alessandro en valorar la investidura moral del pontífice.

Volvió a los pocos días, de nuevo sin escolta, sin seguridad, con apenas un acompañante, pero esta vez en silla de ruedas. Llegó a las cinco de la tarde en punto, se puso de pie y caminó con cierta dificultad hacia el local. Estaban Luca, el hijo de Alessandro, y Anna María, la esposa, a pedido de Francisco, que quería conocerla. Para entonces ya habían confeccionado una relación de cariño y amistad. Esta vez, dijo el óptico, el Papa estaba más tranquilo, más sereno, “como si estuviera en casa”, definió. Hizo chistes, repartió golosinas, dedicó tiempo a saludar y acariciar a quienes se habían acercado a verlo. Y se cambió los lentes.

“Nunca le cambiamos las monturas de las gafas porque él no quería, tenía sus propias monturas. El primer par de gafas lo reparamos cinco o seis veces. Yo le dije ‘ni hoy ni mañana, pero estas gafas ya nos van a dejar pronto’. Entonces él del bolsillo sacó otro par de anteojos y dijo ‘menos mal, son dos pares por si pasa algo…’”, rememora Alessandro. Habló con él, con su esposa, con su hijo.

Insistió en pagarle cada uno de sus servicios. “‘Alessandro, Luca, quiero pagarles las gafas’, nos decía. Entonces me enviaba a la persona encargada con el dinero. Luego, al cabo de unos días, yo tomaba el mismo dinero, lo metía en un sobre con una nota mía que decía ‘Santidad, este dinero es para los pobres’. Él estaba contento con esto, porque ayudaba a los humildes, ayudaba a los menos ayudados. Por eso se alegró, quizás si me dio tanto afecto y cariño es porque entendió que yo compartía con él el mismo pensamiento de ayudar a los más pobres. Una vez me dio las gracias por el dinero que le había enviado y en un segundo de silencio me dijo ‘eres una buena persona’. ¿Qué más queremos de la vida? Más que esto no puedo tener”.

Luca también rescata otra anécdota que grafica la intimidad del vínculo y la simpleza de Francisco. La historia ocurre en uno de los encuentros en Santa Marta. Cada vez que iban, recibían de regalo caramelos, dulces, libros, rosarios. “Una vez estamos sentados, me doy la vuelta, miro al Santo Padre y le digo ‘dígame sinceramente, ¿qué desearía usted en este momento?’. Pasan diez segundos, se pone derecho, abre los ojos y dice ‘una pizza’. ‘Santo Padre, ¿de qué sabor?’, le pregunté. ‘No, no, no, no importa. No, no, nada’. Si me hubiera dicho lo que quería, me hubiera ido de Santa Marta, hubiera ido a buscar la pizza y se la hubiera llevado porque él siempre te daba todo pero nunca quería nada. Y esta confianza que yo me permitía con el Santo Padre era gracias a él, porque era el que nunca dejaba que le pesara el hecho de ser Papa, sino que era una persona normal como todo el mundo. De hecho, que se presentara no como el papa Francisco, sino diciendo ‘mucho gusto, soy Francisco’ dice mucho. Entró en el corazón de la gente por esta sencillez”.

Fuente: telam

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