Domingo 18 de Mayo de 2025

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18/05/2025

Cafetines de Buenos Aires: un rincón de Boedo donde el ruido de las conversaciones se transforma en silencio musical

Fuente: telam

El Margot abrió en 1994 y desde entonces congrega a una feligresía de gente del barrio, una zona de la ciudad que tiene una enorme identidad porteña y por ende, cafetera

>En las dos primeras décadas de este siglo viví en Boedo. Fueron dos oportunidades, en dos domicilios diferentes, pero tuve un único café: Margot.

Durante esas primeras visitas me enteré de que, como tal, ese cafetín de Boedo había abierto en 1994. Es decir que cuando lo empecé a frecuentar no llevaba más de 10 años de existencia. Mérito de sus dueños que supieron darle un aura hogareña. Tampoco es que crearon un entrañable rincón de la nada. La esquina tenía lo suyo. Paso a contarlo.

El local comercial comenzó siendo una fonda con despacho de bebidas. A partir de 1920 se convirtió en bombonería. Y, más tarde, fue la Confitería Trianón. Esa que, cuenta la leyenda, inventó en la dácada de 1940 el sánguche de pavita que degustaba el General Perón, por entonces, presidente de la República. El Trianón luego se mudo a unos pocos metros de la esquina, sobre la misma avenida Boedo.

En el Café Margot el paso del tiempo no se disimula. Está a la vista. El techo luce la bovedilla original de ladrillos. También es de ladrillos a la vista una de las paredes del salón. La sensación acogedora de la que hablé antes está relacionada con la decisión de dejar expuesto este noble material. Como también la madera de sus mesas y sillas.

El resto de la materialidad del espacio se conforma de una puerta doble de madera como entrada, las ventanas guillotina, publicidades de antiguas marcas comerciales, cartelería pintada con filete porteño, pantallas ferroviarias, vitrinas con botellas viejas y una biblioteca de pared.

En la trastienda del café existe otro pequeño salón, que mira a San Ignacio, con fotografías enmarcadas de personalidades que pasaron por el lugar o pertenecieron al barrio. El saloncito también luce un gran espejo y más carteles publicitarios. Ese rincón huele a “casa de los abuelos”. En toda la superficie de ambos espacios el piso tiene forma de damero en blanco y negro. O sea, el Margot tiene aprobadas todas las asignaturas de un auténtico cafetín.

¿Y qué se puede decir de Boedo y su historia cafetera?

En mi anterior relato, cuando escribí sobre el Continuando esa argumentación sostengo que existen rincones de Buenos Aires que parecen más Buenos Aires. Y que las cuatro cuadras de Boedo que van desde Independencia hasta San Juan, son un plano secuencia que registra el latir de un vecindario conformado por una clase media porteña hasta la médula y amante de los cafés.

Ya no está el Café Dante (Boedo 745), famoso enclave de jugadores, ex jugadores y fanáticos del Club San Lorenzo de Almagro. Tampoco El Japonés (Boedo 873), donde se reunían los intelectuales del Grupo Boedo. No está más El Atlántico, luego Biarritz donde funcionó la Peña Pacha Camac (Boedo 868). La pizzería Florida –vaya nombre comercial– (Boedo 944) cambió de dueños y viró hacia una pizzería de cadena y el viejo Aeroplano, que luego fue el Nippón donde el gran Homero escribió el tango Sur, hoy es la imponente Esquina Homero Manzi, de la que ya hablamos Esas pérdidas no significaron una merma en la oferta. Muchas fueron reemplazadas por franquicias. O mutaron a nuevas propuestas que aseguran mantener el abastecimiento que responda a la necesidad de reunión que reclama el pueblo boediano.

Pero la cosa era los sábados. Ese día ir al Margot significaba una experiencia militante. En sus mesas se reunían los miembros de la Junta de Estudios Históricos de Boedo con colegas de otros barrios. Entre historiadores, la tenida reunía a músicos, artistas, escritores y periodistas. En la vereda, sobre la avenida, los responsables del periódico gratuito “Desde Boedo” armaban una mesa con un tablón donde distribuían su publicación y también ofrecían a la venta libros usados y publicaciones recientes referidas al barrio.

La más maravillosa música generada por las charlas animadas, choques de loza, el motor de la cafetera y el sonido de las puertas vaivén de la entrada retumbaba en el Margot.

Uno de esos sábados, en 2009, me regaló una clase escolar discepoleana. Una lección reveladora. Esa mañana lo invité a mi mesa con la intención de convocarlo a disertar en una charla que estaba coordinando y que incluía la presencia de Acho Manzi, hijo de Homero, y cerraría con la presentación del célebre cantor de tangos Alberto Podestá. Diego monopolizaba la conversación improvisando su futura conferencia cuando se produjo un silencio general. Uno de esos mutismos repentinos que parecen congelarlo todo. El hecho me resultó curioso y se me ocurrió comentarlo. Y Diego me respondió: es música.

Volví al Margot, a dos décadas de mis visitas iniciáticas, para escribir este relato. Fue un día de mitad de semana, a la hora de la siesta. Me pesó la idea de pasar durante las primeras horas del día. Tampoco pude retornar una mañana de sábado luego de la muerte de Diego Ruiz.

En el recuerdo que me viene a la mente Diego continúa tirando datos importantes que no supe retener. Sin embargo, conservo lo más valioso de su generosa lección: la lectura que tuve de cada bar y de la ciudad a partir de entonces.

Instagram:@cafecontado

Fuente: telam

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