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11/09/2025

Trucos y secretos de los mozos del restorán porteño más antiguo: cómo mejoran la propina y qué pasa si un plato vuelve a la cocina

Fuente: telam

Son hermanos y atienden las mesas de El Imparcial, en Congreso, hace más de treinta años. Revelan cómo equilibrar el cuidado del cliente y de la empresa

>Doscientas diez personas comiendo al mismo tiempo. Esa es la capacidad máxima de El Imparcial, que abrió sus puertas en 1860 y que, de todos los restoranes que funcionan en Buenos Aires, es el más antiguo. Es difícil que estén todas las sillas de todas las mesas ocupadas: no siempre hay cuatro personas en una mesa para esa cantidad de gente. Pero en las “horas pico” de El Imparcial, que nunca está tan lleno como los domingos al mediodía, puede haber entre 160 y 170 comensales esperando alguna especialidad española como la cazuela de pulpo o el puchero de gallina, o tomando el café de la sobremesa. Y alguien tiene que ocuparse de toda esa gente.

Javier Arredondo, el hermano de José, sí se acuerda la fecha exacta de su llegada: fue el 1º de febrero de 1992. “Me vine de Entre Ríos, pasé a saludar a mi hermano y me quedé. No me fui nunca más”, le cuenta a Infobae. Sentados en una mesa del restorán en el que son mozos desde hace décadas y en el que aprendieron cada detalle del oficio, cuentan sus trucos, sus secretos y sus mejores y peores días vestidos con su chaleco negro y a cargo de las bandejas plateadas de este rincón porteño de culto.

Los cuatro entrerrianos descendientes de españoles fueron viniendo de a uno de Mojones Norte a esta esquina del barrio de Congreso, Hipólito Yrigoyen y Salta. Vinieron y se fueron quedando. Hasta hoy, que van y vienen por el enorme salón conociendo cada baldosa, cada uno de los mosaicos que forman murales andaluces, cada cliente de los que reinciden con mayor o menor frecuencia en las mesas más antiguas de Buenos Aires.

El restorán nació en 1860, hace 165 años, sobre un solar de la entonces calle Victoria, que se convertiría después en Hipólito Yrigoyen. Lo fundó Severino García, un inmigrante español que, como tantos de sus compatriotas afincados en Buenos Aires, vio en la gastronomía un posible futuro laboral. En los años de las grandes oleadas migratorias que llegaban desde Europa, era habitual que quienes llegaban desde España abrieran un almacén, una panadería o un restorán, y Severino García eligió ese destino.

Después de su primera ubicación, se mudo a Bernardo de Irigoyen e Hipólito Yrigoyen primero, y en 1933 se instaló en la esquina en la que ya lleva prácticamente un siglo, a apenas tres cuadras de la Plaza de los Dos Congresos.

El restorán no siempre se llamó como hoy. Su nombre actual es una consecuencia de la Guerra Civil Española. Es que a apenas a una cuadra, en la esquina de Avenida de Mayo y Salta, funcionaban El Español y el Bar Iberia, que todavía subsiste. En El Español se reunían los franquistas, y en el Iberia, los republicanos. Las discusiones eran frecuentes y, en algunas ocasiones, encarnizadas: en las más violentas, hubo sillas que volaban de un bar al otro con el objetivo de romper algunos vidrios y lastimar a algún contrincante político.

“Esta es como nuestra casa. Nos quedamos acá porque nos sentimos cómodos”, dice Javier, pero enseguida advierte: “Lo que tiene nuestro oficio es que es muy sacrificado por el horario cortado. Faltás a los cumpleaños de la familia, al primer día de clase de los chicos, y eso es duro”. “Todo lo que ponés acá lo sacás de la vida personal”, completa José. Los hermanos viven en Quilmes. Antes de las 11 de la mañana salen de sus casas para viajar hasta el restorán, y vuelven cada noche pasada la 1 de la madrugada.

“No vale la pena volver a casa por las horas que tenemos entre el mediodía y la noche: si lo hiciera, me cansaría todavía más y es un gasto de plata”, dice Javier. En las mesas del restorán le sirvieron abadejo a la plancha a Raúl Alfonsín, un comensal “que siempre se acordaba del nombre de cada mozo”, y también arroz con mariscos a Arnaldo André. Vieron pasar por las mesas a las que dedican su vida a Mirtha Legrand y a Amalita Fortabat.

José recuerda los meses más quietos de la pandemia como otro de los momentos más difíciles de su carrera de mozo, “aunque no llegó a ser como 2001”, advierte. Por estos días, los miércoles son días más tranquilos de lo que quisieran: “Con la marcha de los jubilados y la represión, mucha gente evita esta zona, en el salón lo sentimos”, cuenta el mayor de los Arredondo, rodeado del ruido que viene de una cocina en plena preparación para el turno noche.

“Hoy está difícil, la gente la está pasando mal económicamente y cuida más el bolsillo. Hay clientes que venían todos los días y ahora vienen una o dos veces por semana, y los que venían semanalmente ahora vienen cada quince días. Además, cayó mucho el turismo de afuera. Pero el que es leal, es leal. Vuelve siempre”, define Javier, y empieza a revelar el primero de los trucos del oficio que empezó a aprender el día que pasó a saludar a su hermano y se quedó para siempre.

José se anima a responder sobre si los mozos siempre recomiendan lo que efectivamente “está más rico” en la cocina, sobre todo en la parrilla. “Hay que saber vender, equilibrar lo que está más atrás con lo que recién salió. Todo el tiempo nuestro trabajo es dar un servicio completo y de calidad al cliente, entonces recomendarle bien es parte de ese servicio de calidad, pero no perdiendo de vista que hay que vender lo que está en la cocina de la forma más equilibrada posible”.

No se hicieron mozos enseguida los Arredondo. Fueron aprendices, pasaron por la cocina, por la barra, por la bacha. Hasta que se calzaron el chaleco, la bandeja, la sonrisa y la paciencia, y salieron a ese salón que conocen de memoria. “Conocer todas las partes del trabajo, sobre todo el funcionamiento de la cocina, te hace dar el mejor servicio en la mesa. Y la forma de ganar una buena propina es lograr que el servicio sea el mejor: para eso hay que confiar en que la comida va a estar bien, ver que esté bien presentada, servirla bien al cliente, estar atento a lo que necesite todo el tiempo”, describe Javier. Su hermano suma: “Para la buena propina importa todo”.

Hay que cuidarles, entre otras cosas, el bolsillo. “En épocas económicas más difíciles, como ahora, una forma de ganarse una buena propina es recomendando bien al cliente para que el ticket no se le vaya mucho de precio. Por ejemplo, si ves que apunta a un plato muy caro, recomendar un complemento que no salga tanto, o advertir cuando están pidiendo mucho para que compartan alguna de las opciones”, suma Javier, y vuelve sobre algo que los hermanos enfatizan una y otra vez: “Por ahí en esa compra la propina no es mucha, pero si lo cuidás, ese cliente probablemente vuelva”.

Las propinas que alcanzan el 15% o incluso el 20% del ticket vienen de las mesas más grandes, en las que el servicio es más exigente por la cantidad de personas a las que hay que atender. “Si una mesa da muchísimo trabajo por la cantidad y la variedad, se espera una propina por encima del 10%. Diría que si es el 10%, en esos casos se queda medio corto”, describe José.

En los mejores meses de trabajo, la propina puede llegar a triplicar el sueldo que cobran los Arredondo. Pero lo habitual es que la propina duplique el sueldo. “Es una parte importante de lo que llevamos a casa, por eso hay que dar el mejor servicio para que el esfuerzo valga la pena”, suma el hermano mayor. Según los hermanos, hoy el salario básico por convenio de un mozo es de 1.050.000 pesos. “A eso a los que estamos en blanco hay que sumarle la antigüedad, pero a la vez hay muchos chicos en el rubro gastronómico a los que hacen trabajar en negro por la mitad de la plata”, cuenta Javier.

Los dos se consideran “mozos de la vieja escuela”, de los que pasaron por todos los puestos del restorán, tuvieron maestros y también fueron maestros de otras generaciones. “Los chicos más jóvenes no tienen tanta paciencia para formarse, quieren que todo vaya más rápido. E incluso tampoco se acuerda tanto los pedidos grandes”, cuenta José. Él todavía toma cada pedido de memoria: “Sigo hasta que esta deje de funcionar”, dice sonriente, y se golpea despacito la cabeza. Javier, en cambio, se acuerda de casi todo pero anota los pedidos en las largas mesas de oficinistas que piden menú ejecutivo: “Es que son muchos pedidos, si vienen en la hora de almuerzo están apurados, y ya no me quiero quemar la cabeza para recordar eso, así que tomo la comanda”, cuenta.

El mito sobre lo que le ocurre al plato de un cliente cuando, por alguna queja, vuelve a la cocina, se agigantó con el correr de los años. Las descripciones populares sobre las posibles represalias tras bambalinas van desde detalles que no pasarían ninguna prueba de bromatología hasta, directamente, escenas escatológicas.

Los Arredondo no dudan en responder sobre esa sospecha que late en el inconsciente colectivo. “Llevar el plato de nuevo a la cocina es una oportunidad para mejorar y para que la cocina y todo el servicio que brindamos se reivindique. Es mucho mejor que el cliente me devuelva el plato cuando apenas lo prueba que una queja cuando ya terminó, porque entonces yo tengo la posibilidad de que ese plato mejore, que si hace falta se haga de vuelta, y que el cliente quede satisfecho”, describe Javier. Y responde:

—No debería ocurrir.

—Puede ser que ocurra, pero no debería.

Van a volver al ruedo cuando los próximos clientes lleguen, a la hora de la cena. Van a atenderlos con la experiencia que construyeron durante más de tres décadas y van a jugar su mejor carta: hacer todo lo posible para que esos comensales vuelvan. Tal vez los años los conviertan, además de en clientes regulares, en algunos de los amigos de la vida que conocieron en este salón por el que van y vienen desde que eran dos pibes. Este salón enorme al que los dos llaman, sin ninguna duda, “casa”.

Fuente: telam

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