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08/08/2025

El día que Virginia Woolf eligió la vida: la mudanza a Bloomsbury, la mediana edad y el nacimiento de una obra inmortal

Fuente: telam

Un cambio de escenario transformó la existencia de la escritora y dio impulso a su novela más profunda. La ciudad, la fiesta y el pulso de la modernidad

>“Pero basta de muerte: lo que importa es la vida.” Con esa frase, Virginia Woolf selló en su diario una resolución que, a la distancia de un siglo, resuena como el núcleo vital de Mrs. Dalloway, la novela que cumple ahora cien años y que sigue siendo una de las exploraciones más agudas de la crisis de la mediana edad. Woolf, entonces en plena madurez creativa, había atravesado el aniversario de la muerte de su madre —un episodio que la marcó desde la adolescencia— y, lejos de sucumbir al peso del duelo, eligió volcarse a la celebración de la existencia, incluso en sus gestos más simples: “cómo la belleza me inundó y empapó mis nervios hasta hacerlos vibrar”, escribió sobre la experiencia de arrancar malas hierbas en el jardín. Esa vitalidad, ese contraste entre la sombra de la muerte y el goce de lo cotidiano, impregna cada página de la obra y define la travesía de su protagonista, Clarissa Dalloway.

La novela, publicada en 1925 y ahora objeto de reediciones y homenajes, se ha interpretado de muchas maneras, pero rara vez se ha subrayado su condición de “obra maestra de la crisis de la mediana edad”. Woolf tenía 40 años cuando comenzó a escribirla, una década menos que Clarissa, pero ya se reconocía en lo que llamaba su propia “edad media”. En su diario, Woolf describía ese periodo como un momento para sopesar lo que se ha hecho y lo que aún se puede hacer con la vida. Esa introspección no la paralizó; al contrario, encendió en ella una energía creativa inusitada. En el verano de 1923, a mitad del proceso de escritura, anotó: “Mi teoría es que a los 40 uno o acelera el paso o lo reduce. No hace falta decir cuál deseo”. En ese tiempo, Woolf se sumergió en una serie de proyectos: ensayos sobre Chaucer, revisiones de textos antiguos, lecturas “serias” y, sobre todo, una producción de ficción que avanzó a un ritmo vertiginoso. Entre el otoño de 1922 y 1924, logró plasmar Mrs. Dalloway en papel, enfrentando en la escritura la misma incongruencia de la mediana edad que vivía en carne propia.

La indefinición es la marca de ese tramo vital: no es juventud, pero tampoco vejez. ¿Es 40 una edad joven o vieja? ¿Y 50? La mediana edad puede ser para algunos una etapa de estabilidad y balance, para otros, un tiempo de riesgos y reinvención. La literatura contemporánea ha multiplicado los ejemplos de mujeres que, como Clarissa, revisan sus elecciones a mitad de camino —autoras como Rachel Cusk, Tessa Hadley o Miranda July, según analiza Hillary Kelly en The Atlantic, deben algo de esa mirada a la novela de Woolf—, pero ninguna ha capturado con tanta inmediatez la textura de ese tránsito.

El arranque de la novela, con su célebre primera línea —“Mrs. Dalloway dijo que compraría las flores ella misma”—, sitúa al lector en el centro de la vida de Clarissa, en “la vida; Londres; este momento de junio”. Es un miércoles de 1923, bajo la sombra de la Gran Guerra y una pandemia de gripe, y Clarissa sale a comprar flores para la fiesta que ofrecerá esa noche. El relato sigue, a través de monólogos interiores, a varios personajes: Clarissa, que se prepara para recibir a sus invitados; su antiguo amor, Peter Walsh, que se pregunta si su vida ha sido un éxito; el veterano de guerra Septimus Warren Smith, que se precipita hacia la locura; y otros londinenses que, en el transcurso de ese día de junio, reflexionan sobre sí mismos y su entorno.

Clarissa, esposa de un miembro del Parlamento, ha optado por una existencia cómoda y un compañero estable, quizás a costa de aventuras más arriesgadas. En su juventud, estuvo a punto de casarse con Peter y tomar un rumbo menos convencional. Ahora, mientras recorre la ciudad, su mente salta entre el pasado y el presente, evaluando sus decisiones a la luz de su edad. Al caminar para comprar las flores, se reconoce “muy joven; y al mismo tiempo indeciblemente vieja”. La visita inesperada de Peter, tras años en la India, desata en ella la duda de si ha dejado atrás sus mejores días: “Todo había terminado para ella”, piensa. “La sábana estaba extendida y la cama, estrecha”. Al prepararse para la fiesta, experimenta un sobresalto físico: “tuvo un espasmo repentino, como si, mientras meditaba, las garras heladas hubieran tenido la oportunidad de aferrarse a ella. No era vieja todavía. Acababa de entrar en su quincuagésimo segundo año. Meses y meses aún intactos. ¡Junio, julio, agosto! Cada uno seguía casi entero”. La edad, con sus renuncias y esperanzas, ha desencadenado una crisis interna en Clarissa.

El texto sugiere que Clarissa ha entrado en la menopausia, lo que Woolf denominó en su diario “T of L” (“Time of Life”). Clarissa ha estado enferma recientemente, pero al desviar la conversación sobre los “males femeninos” de una amiga, deja claro que no hablará de ese tema. Se percibe a sí misma como “marchita, envejecida, sin pechos”. El cambio físico, el paso de ser portadora de vida a mujer estéril, alimenta la crisis de identidad. Pero el temor más profundo de Clarissa es el de haber perdido, a los 51 años, la oportunidad de una vida más plena, de que otro camino la habría llevado a una versión más feliz de sí misma. El estilo de Woolf, con su flujo de conciencia, disuelve las fronteras entre pasado, presente y futuro: Clarissa no rememora su pasado, sino que lo habita. Los hitos de su juventud —un beso de su amiga Sally Seton, una noche trascendente en la terraza de una casa de campo, el casi compromiso con Peter— están tan vivos como las tareas domésticas de esa mañana o la soledad que imagina para su vejez.

Esa inmediatez es la que da vida tanto a la prosa de Woolf como a su heroína. Clarissa, en un momento de la jornada, se abandona al gozo puro de “que un día siga a otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; que uno despierte por la mañana; vea el cielo; camine por el parque”. Sus recuerdos, se dice, son en su mayoría buenos. Aunque en el transcurso del día piensa que “la mediana edad”, para ella, es “mediocridad”, logra imponerse con su “indomable vitalidad para dejar todo eso de lado”. El corazón de la novela es la constatación de que la vida sucede en presente, y ahí es donde debe estar.

La escritura de Mrs. Dalloway coincidió con un punto de inflexión personal para Woolf. En 1924, se mudó de una casa georgiana en los suburbios de Richmond a una vivienda en el bullicioso barrio londinense de Bloomsbury, donde su vida social se intensificó. Había buscado Richmond por la tranquilidad que le recomendaban médicos y esposo, pero pronto inició una campaña para regresar a Londres, donde, según sus palabras, podía “entrar y salir y refrescar mi estancamiento”. Londres era una de sus grandes pasiones, y la atmósfera vibrante de la ciudad, tan presente en la novela, era también la suya. El cambio de escenario la liberó para entregarse a su arte y, pese a las dudas persistentes sobre su talento, pudo finalmente sentir orgullo por su ficción. Aunque solo viviría 17 años más —se suicidó en 1941—, ese periodo marcó el inicio de su madurez, una etapa de fecundidad antes de que la enfermedad mental la doblegara, y en la que produjo su obra más profunda.

El reloj marca la hora, la fiesta se dispersa, la anciana del edificio de enfrente apaga la luz para dormir y Clarissa Dalloway observa: “¡Qué noche tan extraordinaria!” Qué día tan extraordinario.

Fuente: telam

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