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06/07/2025

La Masacre de Palomitas: la noche en que la dictadura simuló un tiroteo para encubrir el fusilamiento de once presos políticos

Fuente: telam

Cinco mujeres y seis hombres fueron sacados del penal de Villa Las Rosas, en Salta, la noche del 6 de julio de 1976. Los llevaron en un camión del Ejército hasta un paraje desierto y los fusilaron para luego disfrazar sus muertes como el resultado de un tiroteo durante un intento de fuga

>“Días antes, Braulio Pérez, entonces director de la cárcel, acompañado de su hijo y otros carceleros, en una de sus habituales visitas a nuestro pabellón nos había dicho mientras sonreía cínicamente: ‘los militares vienen quinteando’. ‘¿Y qué quiere decir eso?’, le preguntamos, y respondió con otra sonrisa: ‘uno, dos, tres, cuatro, cinco… al paredón… Ese paredón fue el de Palomitas. Al día siguiente lo confirmamos. Había dentro del penal algunos empleados sensibles, gente que aún no se había deshumanizado y que no querían avalar el crimen. Ellos rompieron el silencio. Conocimos detalles, de cómo los sacaron, de cómo los obligaron a salir del vehículo para simular un intento de fuga, de cómo fueron cayendo uno a uno entre ráfagas de ametralladoras que rompían el silencio de la noche”. Treinta años después, sentada frente a una hoja en blanco, la ex presa política Graciela López reconstruyó en una carta desgarradora los hechos ocurridos la noche del martes 6 de julio de 1976 en el penal de Villa Las Rosas, cuando un grupo de oficiales del ejército sacó a un grupo de detenidos para fusilarlos.

Todo fue cuidadosamente preparado para que las ejecuciones de esos detenidos indefensos parecieran muertes ocurridas en un tiroteo durante un intento de fuga. La mañana del 6 de julio de 1976 Braulio Pérez, director del penal de Villa Las Rosas, en la provincia de Salta, fue convocado al despacho del jefe de la guarnición militar, coronel Carlos Alberto Mulhall, para recibir una orden directa. El militar le dijo que esa tarde se realizaría un traslado de presos, sin aclararle la cantidad ni la identidad de los trasladados. Simplemente le ordenó que siguiera las instrucciones del oficial a cargo de la diligencia.

Hacía rato que había oscurecido a las 19.45 cuando llegó al penal un grupo de militares al mando del capitán Hugo Espeche, que le entregó a Pérez una orden escrita y la lista de los detenidos que debía trasladar. Era evidente que los uniformados eran oficiales del Ejército, pero no llevaban insignias que permitieran determinar sus grados. En cuanto a quiénes eran, salvo en el caso de Espeche era imposible saberlo, porque se llamaban entre sí por apodos.

Aunque no tuviera insignias en el uniforme, quedaba claro que Espeche era el encargado de dar las órdenes a todos, incluido el director de la cárcel. A Pérez le dijo que debía sacar de sus puestos a todos los penitenciarios encargados de controlar el acceso a la cárcel, con la excepción de los guardias de los muros; también debía apagar todas las luces del lugar, salvo las del lugar donde estaban los presos que iban a ser trasladados. También le dio una lista con once nombres, los de los hombres y las mujeres que se llevaría: Celia Raquel Leonard de Ávila, Evangelina Botta de Nicolai, María Amaru Luque de Usinger, María del Carmen Alonso de Fernández, Georgina Graciela Droz, Benjamín Leonardo Ávila, Pablo Ouetes Saravia, José Ricardo Povolo, Roberto Luis Oglietti, Rodolfo Pedro Ussinger, y Alberto Simón Zavarnsky.

Los sacaron de las celdas, uno detrás del otro, con solo la ropa que llevaban puesta. A Celia Leonard de Ávila le quitaron el hijo de meses que tenía en sus brazos y se lo entregaron a su hermana Nora, que también estaba presa en el penal. En medio de la oscuridad, los empujaron por los pasillos hasta el patio, donde los subieron a un camión que ya estaba con el motor en marcha. El camión cargado de presos salió del penal y se sumergió en las tinieblas rumbo al lugar elegido para perpetrar la masacre.

Casi al mismo tiempo que el grupo al mando del capitán Espeche sacaba a los presos del penal de Villa Las Rosas, a pocos kilómetros de ahí un grupo de uniformados realizaba un control de vehículos en la ruta que une la localidad de Güemes con la capital provincial. En realidad, necesitaban robar autos para montar una escena que les permitiera encubrir un asesinato en masa a sangre fría.

Primero detuvieron un Torino conducido por Héctor Mendilaharzu y poco después a una camioneta Ford F-100 donde viajaban Martín Julio González y su hermano. En los dos casos los hicieron bajar y, apuntándoles con armas largas, les dijeron que eran un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y que necesitaban los vehículos para una operación de rescate. Los ataron, los amordazaron y los llevaron a un monte cercano, donde quedaron custodiados durante aproximadamente dos horas, hasta que los dejaron ir. Los tres liberados corrieron a campo traviesa, sin mirar atrás.

La mañana del 7 de julio, por aviso de alguien que pasaba por allí, el Torino y la F-100 fueron “encontrados” a la vera del camino. Había cápsulas servidas por doquier. Las carrocerías tenían muchos impactos de bala y manchas de sangre. En uno de los asientos de la F-100 se encontraron restos de masa encefálica y una falange.

A primera hora de la tarde, un comunicado de la Guarnición Militar Salta informó sobre un “enfrentamiento con fuerzas subversivas” que habían intentado rescatar a los detenidos mientras los trasladaban. Era un discurso que se empezaba a repetir y que pronto se convertiría en una sangrienta caricatura: los “subversivos” morían en combate mientras que, llamativamente, nunca se contaban bajas entre las “fuerzas legales”.

Las investigaciones posteriores dejaron en claro que ninguno de los militares que participaron del supuesto “enfrentamiento” en Palomitas había recibido heridas y que ninguno de los vehículos que formaban parte del convoy de “traslado” tenía impacto de balas. En cuanto a los supuestos integrantes del comando del ERP que secuestró las camionetas para rescatar a los presos, nunca más se supo de ellos. Los únicos cadáveres que se encontraron eran de los presos que supuestamente iban a ser trasladados.

Julio de 1976 fue un mes clave en la aceleración y la profundización de la escalada del plan sistemático de exterminio de la dictadura. Dos días antes de la masacre de Palomitas, un grupo de tareas irrumpió en la Iglesia de San Patricio, en el barrio porteño de Belgrano, y ejecutó a balazos a tres curas y dos seminaristas relacionados con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.

Por entonces, el jefe de la Policía Federal, general Arturo Corbetta, se negaba a que la fuerza se sumara a la represión ilegal y pretendía que actuara “con el Código Penal en la mano”. Después de la masacre de los curas palotinos, no solo se mantuvo en esa postura, sino que desplazó a dos jefes policiales sospechados de haber liberado la zona para que el grupo de tareas pudiera actuar sin ser molestado. Luego de eso, Corbetta fue desplazado y reemplazado por el general Edmundo Ojeda, dispuesto a actuar en el marco del plan sistemático.

El fusilamiento de los once presos en Palomitas se produjo el mismo día de ese reemplazo, y no demoró en ser leído como otra represalia por el atentado contra la Superintendencia de Seguridad Federal.

La Masacre de Palomitas fue uno de los hechos aportados como prueba en la Causa 13/84, el juicio a las Juntas militares. Pero para que se avanzara sobre al menos algunos de los responsables locales hubo que esperar mucho más. La primera sentencia llegó recién en 2010. Ese año, Mulhall, Gentil y Espeche fueron condenados a reclusión perpetua.

Luego de esas dos sentencias, se inició otra investigación, llamada Palomitas III, donde quedaron imputados el ex jefe de Logística del Regimiento 5º de Caballería, Luis Dubois; los ex guardiacárceles Napoleón Soberón, Vicente Agustín Puppi, Víctor Manuel Rodríguez, Juan Salvador Sanguino, y los militares Joaquín Cornejo Alemán y Ricardo Benjamín Isidro de la Vega, subjefe del Ejército en Salta el primero y jefe de Personal el segundo, integrantes de la plana mayor.

Los testimonios escuchados en los tres juicios no dejaron dudas de que los once presos sacados de la cárcel de Villa Las Rosas la noche del 6 de julio de 1976 sabían que los iban a matar. También la carta escrita por la ex presa Graciela López lo confirma. Allí dice:

“Treinta años, sí 30, ese es el tiempo que ha transcurrido desde aquella noche de invierno en que sacaron a nuestras compañeras del pabellón donde yo estaba con ellas.

“Así, con lo que llevaban puesto dentro del pabellón, sin más abrigo para protegerse del frío exterior desaparecieron ante nuestras miradas impotentes y nuestras preguntas, que quedaron sin respuesta ¿Adónde las llevan? ¿Por qué se las llevan? ¿Cuándo regresan?

Fuente: telam

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