23/05/2025
Una maestra la golpeó, una profesora la “salvó” y un diagnóstico le cambió la vida: “Perdón, es que soy disléxica”

Fuente: telam
Ana González y Méndez entendió lo que le pasaba a los 19 años. Ahí supo que podía ir por más si encontraba otras formas de aprender. Ahora es médica
>Tenía 11 años y fue fuera del aula en la que cursaba la escuela primaria. La maestra de matemática, que siempre le gritaba, volvió a gritarle. Volvió a zamarrearla. La golpeó. “A ella le molestaba que yo no entendiera lo que ella explicaba. Le molestaba tanto que terminó golpeándome”. La violencia extrema de esa maestra contra Ana Milagros González y Méndez no sería la única que le tocaría padecer.
Pero a diferencia de aquel día en que la maestra la había golpeado, Ana ya sabía porqué le costaba decir algunas palabras, hacer alguna cuenta, leer un texto sin sobresaltos: tiene dislexia, discalculia y dislalia.
Terminó la escuela primaria en medio de la incertidumbre por esos errores ortográficos que se repetían algunos renglones después de haber escrito bien esa misma palabra, y de ecuaciones que no llegaban al resultado indicado porque en el medio cambiaba de lugar algún número, o un menos por un más. Eso la expuso a burlas y distancia por parte de sus compañeros, al desconcierto del gabinete psicopedagógico y de sus padres, e incluso a reacciones extremas como la de aquella maestra.
Terminó de cursar la escuela secundaria en medio de esa misma incertidumbre, aunque con una coraza. “Yo ya había construido una personalidad en la que les podía dejar claro a mis compañeros que no me molestaran. Estuve bastante aislada de los demás compañeros, construí una personalidad cerrada, pero estaba claro que nadie se iba a meter con lo que me pasaba”, le dice Ana a Infobae.En el secundario, se llevó matemática todos los años. Y los últimos dos decidió no rendir la materia, sino dejarla previa. “Yo pensaba que iba a llegar hasta ahí, a terminar de cursar el secundario. Ya no quería saber más nada, pero en un momento decidí rendirlas”. Su vida estaba a punto de cambiar.“Mi tía, docente, conocía a una profesora de matemática y física que ya se había jubilado y que ya no daba clases particulares, pero que por conocer a mi tía iba a hacer la excepción. Así que fui a su casa a estudiar para rendir matemática de 4º y 5º año”, reconstruye Ana. La profesora era “Marucha”, la primera en reparar sobre lo que realmente le pasaba a esa futura ex adolescente que había tenido obstáculos de aprendizaje durante toda su vida.Esa indicación le abrió un camino que Ana nunca antes había tenido delante suyo. El de la certidumbre. “Lo consulté con mi psicóloga, con varios otros especialistas, y me confirmaron que sí, que era dislexia y discalculia, que son el mismo tipo de dificultad con letras y con números. Con el tiempo le puso nombre a la otra condición que presentaba, esa que un tiempo después, ya en la UBA, la haría confundirse de palabra ante un docente violento de Neurología: dislalia.
“A mí me cambió la vida eso que me dijo Marucha. Fue un antes y un después respecto de la personalidad y la vida que yo pude construir, porque si yo no me hubiera encontrado con ella en el camino, tal vez hubiera aprobado el secundario pero jamás habría tenido la seguridad que tengo hoy sobre mí, sobre la capacidad de aprender que tengo”, dice Ana, y suma: “Yo tenía un montón de inseguridad sobre qué me pasaba, y ahora sé que puedo estudiar a mi manera y aprender. Por eso salir de esa incertidumbre y ponerle nombre a lo que me pasaba me transformó en la persona que soy hoy, con muchas más herramientas”.El descubrimiento de porqué las letras y los números a veces “bailaban” en el pizarrón o en el libro, el nombre de eso que le pasaba y que había exasperado hasta la violencia a algún docente y la había inquietado durante casi veinte años, cambió la forma en la que Ana se ve a sí misma.“Yo durante todos esos años de no saber qué tenía me daba cuenta de que algo pasaba. Sentía que me costaba un montón, pero a la vez me daba cuenta de que el problema no era por ‘burra’, por decirlo de alguna manera”, cuenta. Sentía que prestaba atención y que las cosas le salían como si no estuviera prestando atención. No importaba si copiaba del pizarrón o seguía un dictado, y cuanto más nerviosa se ponía, más errores cometía. Se sentaba bien cerca del pizarrón para que le costara lo menos posible. Y en medio de las preguntas sobre qué le pasaba, apareció -y luego se descartó- la posibilidad de que las complicaciones de aprendizaje que atravesaba estuvieran vinculadas a una dificultad visual. Para no sentir que “las letras bailaban”, Ana evitaba leer textos largos, y cuando lo hacía, seguía cada renglón con una regla.
Marucha fue la guía que Ana necesitaba para construir esas nuevas formas de aprender que pudieran convivir con su dislexia y su discalculia de forma más armónica. “Lo primero que hizo fue hacerme comprar un cuaderno nuevo. Uno con hojas que no me molestasen, más mate que brillantes, y cuadriculado para que eso me ayudara con el orden de los números”, se acuerda.
“Me enseñó también a usar el lápiz de forma de no dañar las hojas y ni siquiera dejar los errores marcados al borrar, porque eso podía confundirme. Y lo más importante: me enseñó a estructurar lo que yo escribía, fuera una ecuación o un resumen de texto, bien paso por paso. Aunque el paso fuera una obviedad, yo lo escribía porque eso me ayudaba muchísimo a no confundirme y a ordenarme, que era imprescindible para mí”, sigue Ana.“Aprendí a usar código de colores en los apuntes para que me ayude a ser ordenada y se me facilite el estudio por lo visual, más allá de las letras. Por ejemplo, en los apuntes usaba un color para diagnóstico, otro para tratamiento, y así. Y además, entendí que tenía que armar apuntes con bastante aire y pocas palabras para no fatigar la vista. Si la hoja quedaba un poco arruinada, la tiraba y empezaba de nuevo”, cuenta. A la suma de todos esos recursos la define como “higiene de la escritura”.
Ana aprende mejor viendo videos o escuchando podcasts que leyendo porque puede concentrarse mejor en ese tipo de formatos. “Cada disléxico tiene sus mañas y va descubriendo qué es lo que más le sirve. A mí escuchar me hace no confundirme tanto como cuando leo respecto de las palabras, por eso me sirve ese formato”, describe Ana. Para ella, “lo mejor es la combinación de sentidos, por ejemplo combinar la visión con lo auditivo”.“Lo que aprendí de todo esto es que siempre hay que estar atentos a los chicos en el colegio. Cuando un adulto note que les está costando mucho, que no pueden hacer la tarea o seguir lo que pasa en clase, hay que hacerse preguntas. Sea dislexia o sea lo que sea, en la enorme mayoría de los casos lo que pasa es que a ese chico le está pasando algo, desde ser víctima de bullying hasta atravesar un trastorno del aprendizaje como tuve yo. Por eso hay que prestar atención y hacer las consultas que haga falta”, concluye.
Tardó unos veinte años en ponerle nombre a esa confusión en la que vivía. Ahora que ya sabe cómo se llama, la nombra cada vez que le hace falta para que la entiendan.
Fuente: telam
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