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09/11/2025

El camino hacia la eutanasia legal en la Argentina: cuatro historias de muerte y dignidad que impulsan el debate

Fuente: telam

Desde una bebé de tres años que dependió toda su vida de un respirador a un joven que, sobre el final, sólo podía mover los ojos, en el país varios casos de pacientes con enfermedades terminales o irreversibles conmovieron a la opinión pública

>La Hay sí, La ley prevé el derecho a pedir el retiro del soporte vital -como la hidratación y la alimentación- cuando ese soporte sólo logre prolongar un cuadro terminal irreversible e incurable. Y, como tantas otras leyes en la Argentina y en el mundo, su debate y sanción estuvieron inspirados especialmente en una historia en particular.

Camila Sánchez nació en abril de 2009 con un diagnóstico irreversible: encefalopatía crónica no evolutiva. Durante los tres años que estuvo viva dependió de un respirador al que permanecía conectada.

Su mamá, Selva Herbón, fue una de las caras más visibles de la lucha por la Ley de Muerte Digna. Lo que se buscaba era ponerle fin a lo que se llama “encarnizamiento terapéutico”, es decir, la insistencia con tratamientos, soportes y procedimientos en medio de un diagnóstico terminal irreversible.

Selva prefirió no estar en los últimos minutos de vida de su hija, que murió algo más de dos horas después de que le retiraran el soporte vital. Un amigo suyo acompañó a Camila en ese momento.

Marcelo Diez acababa de cumplir treinta años cuando chocó de frente con un auto en una ruta neuquina. Conducía su moto, intentaba sobrepasar a un camión y, por el feroz impacto con el auto, sufrió un grave traumatismo de cráneo además de fracturas en la cadera, un brazo y una mano.

Pasó dos semanas en coma farmacológico para recuperarse. Se despertó, recuperó la conciencia, leyó revistas, miró televisión. Pero casi dos meses después del impacto en la ruta contrajo una infección intrahospitalaria que impactó en su cerebro: quedó en estado vegetativo.

Estuvo más de veinte años en ese estado. No podía responder voluntariamente a ningún tipo de estímulo, no tenía conciencia, movía un brazo repetidamente y sin poder evitarlo. Su familia apostó durante casi quince años a una rehabilitación, primero en la chacra que tenían y después en un centro especializado.

Andrea y Adriana insistieron para que Marcelo ya no recibiera ni alimentación ni hidratación asistida, algo que resultaba imprescindible para mantenerlo con vida en estado vegetativo. Es que, tras más de diez años transitando ese escenario, las hermanas se convencieron de que el Marcelo con el que habían crecido ya no estaba en ese cuerpo.

Era 1978 y él, entonces adolescente, leyó en una revista un artículo sobre el caso de una mujer que había sido desconectada al respirador artificial en Estados Unidos, Karen Ann Quinlan. “Si me pasa algo así, me dejás morir”, le dijo Marcelo a Adriana, según ella misma reconstruiría tantas veces después de aquel choque de frente de 1994. Ese deseo fue vital para la argumentación de las hermanas Diez.

El caso llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y el 7 de julio de 2015, más de dos décadas después del choque fatal, el máximo tribunal argentino reconoció el derecho de Marcelo Diez de decidir su muerte digna.

Alfonso Oliva y Adriana Stagnaro fueron dos de los casos más resonantes entre quienes hicieron público su pedido de acceder a un proceso de eutanasia activa, es decir, a recibir asistencia médica para morir.

La diferencia con lo previsto por la Ley de Muerte Digna sancionada en 2012 es que la eutanasia activa va más allá del rechazo de tratamientos y soportes vitales: implica la administración de alguna sustancia medicamentosa que provoque la muerte del solicitante. Eso es lo que Uruguay legalizó hace menos de un mes y en Argentina no es legal.

Hacia el final de su vida, Alfonso sólo podía mover sus párpados y ojos para comunicarse. Decía sentirse “encerrado en su cuerpo” y “totalmente inútil”. Sabía perfectamente que su escenario era irreversible así que preparó un documento con la ayuda de su familia en el que solicitaba que se legalizara la eutanasia.

Muró en 2019, a los 36 años, mientras dormía. Dejó un testamento en el que insistía por la sanción de una ley nacional de eutanasia, lo que inspiró que en el Congreso se presentara el proyecto de ley llamado “Ley Alfonso”.

Dos años después de su diagnóstico, Adriana ya necesitaba siete cuidadoras a lo largo del día, y dependía de la ayuda de dos personas para ir al baño cada dos horas. “Indignidad total”, definía, al referirse a ese nivel de dependencia.

Previó un viaje a Suiza para recibir una muerte asistida, porque ese país permite el procedimiento a no residentes. Se trataba de un proceso que costaba 12.000 dólares y que implicaba que el solicitante pudiera levantar la mano para tomar la medicación que le provocara la muerte.

Por el deterioro de su cuerpo, Adriana no podía evitar ahogarse con su propia saliva. A través de sus directivas anticipadas, documentación prevista en la Ley de Muerte Digna, aceptó recibir una sedación que le evitara sufrir y rechazó cualquier soporte de hidratación y alimentación.

Las historias de Camila, Marcelo, Alfonso y Adriana conmovieron a la opinión pública a lo largo de los años. La de Camila estuvo detrás de la Ley de Muerte Digna, y la de Marcelo sentó un precedente respecto de cómo esa ley es tratada por la vía judicial.

En Moreno, María del Carmen Ludueña, una mujer de 63 años, recorre el camino judicial que atravesaron también Alfonso y Adriana. Solicitó a la Justicia el acceso legal a la asistencia médica para morir: Las voces que exigen elegir cómo y cuándo morir de manera digna y cuidada ante diagnósticos irreversibles, terminales y degenerativos se alzan cada vez que se dan a conocer casos como los de Alfonso o Adriana. Y apelan a un argumento implacable: “Si cada persona puede elegir cada día cómo vivir, ¿por qué no puede decidir cómo morir?“.

Fuente: telam

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