Viernes 8 de Agosto de 2025

Hoy es Viernes 8 de Agosto de 2025 y son las 10:12 ULTIMOS TITULOS:

08/08/2025

Un libro en dos mil palabras: “El Conde de Montecristo”, historia de una venganza

Fuente: telam

Un hombre es injustamente encarcelado. Tras escapar y hacerse rico, regresa para ejecutar una compleja venganza contra quienes lo arruinaron. Te lo contamos en algo más de 2.000 palabras

>En la secciónPublicada como folletín entre 1845 y 1946, es una novela de aventuras clásica, escrita por Alexandre Dumas (padre), con la importante colaboración de Auguste Maquet, quien, curiosamente, no figuró en los títulos de la obra porque Dumas le pagó una elevada suma para que así fuera. A menudo se considera como el mejor trabajo de Dumas, y se incluye frecuentemente en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. Es fácil entender por qué.

La historia es un torbellino de emociones, una saga épica de venganza, justicia y redención. La inspiración central de Alejandro Dumas para su célebre novela surgió de las memorias de Jacques Peuchet. En ese relato, se describe la historia de Francois Picaud, un zapatero de París (Francia) que, en 1807, fue acusado injustamente de espionaje por cuatro supuestos amigos movidos por celos.

Con esta base, Dumas creó un personaje inolvidable, una figura que encarna la transformación y el poder de una voluntad inquebrantable. La novela es, en esencia, un estudio profundo sobre cómo el sufrimiento puede moldear a un hombre y sobre la búsqueda de la justicia divina en un mundo injusto. Como bien lo expresa el conde, la “justicia de Dios” es un poder inexorable que debe seguir su curso. La suya es una historia de “venganza que rejuvenece”.

Nuestra historia comienza el 24 de febrero de 1815, en el bullicioso puerto de Marsella. El bergantín El Faraón, procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles, avista tierra. A bordo va Edmundo Dantés, un joven marino de diecinueve años, valiente, “bueno y valeroso”, y tan “ducho en el oficio” que no necesitaba “lecciones de nadie”. Estaba a punto de ser ascendido a capitán, un puesto codiciado. Pero la envidia, como un veneno lento, ya corría por las venas de Danglars, el sobrecargo del barco. Él le dice al señor Morrel, el naviero, que el capitán Leclerc había muerto, y Danglars, insinúa que Dantés es inexperto.

La vida de Edmundo era perfecta: un futuro prometedor y el amor de la hermosa Mercedes, su prometida, con quien iba a casarse. Sin embargo, su felicidad se ve truncada por un complot. Durante su último viaje, el capitán Leclerc, antes de morir, le había entregado un paquete para el mariscal Bertrand y una misiva para un tal señor Noirtier. Este simple encargo, junto con la visita de Dantés al emperador Napoleón en la isla de Elba, donde el emperador incluso le habló, fue la chispa que encendió la traición. Danglars, impulsado por la envidia profesional, conspira con Fernando Mondego, un pescador “pobretón” y primo de Mercedes, consumido por los celos y el amor no correspondido hacia ella. A ellos se une Caderousse, un sastre borracho y vecino. Fernando le pregunta a Danglars sobre cómo dañar a Dantés, y este responde: “los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan. Muchacho, trae recado de escribir”. Así, una carta anónima es enviada al procurador del rey, acusando a Dantés de bonapartista.

Allí, Edmundo Dantés pasa catorce años en una “desgracia inmensa, una desgracia inmerecida”. Su desesperación es enorme: “no puedo blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces”. Sin embargo, la fatalidad, o quizás el destino, le presenta a un compañero de celda: el padre Faria. El abate Faria, un hombre de edad avanzada, está preso desde 1811. Faria es un erudito prodigioso; habla “cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español”. Posee un conocimiento asombroso de la historia, de tal forma que puede recitar de cabo a rabo a “Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet”. También es un “químico” y ha inventado una preparación para escribir en camisas. Edmundo, humillado por su ignorancia, le dice: “¡qué dichoso sois sabiendo tanto!”. El abate se convierte en su mentor, enseñándole idiomas, ciencias y, lo más importante, a comprender el mundo y las maquinaciones humanas. Dantés le cuenta su historia, y Faria, un hombre con “facultades sobrenaturales”, deduce con asombrosa precisión la conspiración en su contra. Faria le dice: “Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia”, pero después de escucharla, reflexiona profundamente.

Antes de morir, el padre Faria le revela a Edmundo la existencia de un fabuloso tesoro oculto en la isla de Montecristo. Este tesoro, de “dinero y joyas”, pertenecía a “una de las más antiguas y poderosas” familias del siglo XV. Faria le dice que si hubieran escapado antes de su ataque de catalepsia, lo habría llevado a la isla, pero ahora, “vos me llevaréis a mí”. Con un último aliento, Faria le susurra: “¡Montecristo…! ¡No os olvidéis de Montecristo!”. Dantés promete quedarse con Faria, pero el abate muere, dejando tras de sí “un cuerpo inerte y aniquilado”.

La venganza de Montecristo es calculada y metódica. Sus tres principales objetivos son Danglars, Villefort y Fernando, los artífices de su caída.

El primero en cruzarse en su camino es Caderousse. Disfrazado del Abate Busoni, Montecristo visita a Caderousse, que vive en la miseria, “atacada de una penosa enfermedad”. Caderousse le cuenta la historia de Edmundo Dantés y cómo Fernando y Danglars se beneficiaron de su caída. Montecristo le ofrece un diamante a cambio de información. Años después, Caderousse, ahora un presidiario fugado con su compañero Benedetto (que es en realidad el hijo ilegítimo de Villefort), intenta robar la casa de Montecristo en París. Es descubierto por el conde, aún disfrazado de Abate Busoni. Montecristo, con “aquella calma, aquel poder, aquella fuerza”, lo acusa: “Un cristal cortado, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está…”. Caderousse intenta huir y es apuñalado por Benedetto, su cómplice. Antes de morir, Caderousse se da cuenta de la verdadera identidad del Abate: “¡Mírame bien!” le dice Montecristo, quitándose la peluca y revelando sus “hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro”. Caderousse, aterrado, exclama: “¡Oh!, en efecto, me parece que os he visto, que os he conocido en...”. Se trataba del mismísimo Edmundo Dantés, que le dice “—Hay una Providencia, hay un Dios —dijo Montecristo—, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de tu corazón”.

El conde lo humilla públicamente comprando a un precio exorbitante los caballos que Danglars había vendido a la señora de Villefort, que eran suyos. Danglars “estaba tan pálido y desconcertado”. Montecristo, con su peculiar lógica, le dice que “todo está siempre en venta para quien lo paga bien”. La ruina de Danglars se precipita con noticias falsas transmitidas por telégrafo. Montecristo había manipulado a un empleado del telégrafo en la torre de Monthery, pagándole generosamente para que transmitiera información errónea sobre una “entrada de don Carlos” que causaría una “bancarrota en Trieste”. El empleado, que al principio temía “perder [su] pensión” de “cien escudos”, sucumbe a la oferta de “veinticinco mil francos” para cambiar la señal. Al final, Danglars pierde dos millones de francos.

La ruina de Danglars se entrelaza con la de Villefort. Montecristo compra la casa de Auteuil, en la “calle de La Fontaine, número 28”, que pertenecía al suegro de Villefort, el señor de Saint-Meran. Esta casa tiene un oscuro secreto: fue el lugar donde Villefort, en su juventud, enterró vivo a un niño, fruto de una relación ilícita con la señora Danglars. Bertuccio, el mayordomo de Montecristo, que había presenciado el entierro y apuñalado a Villefort, está aterrorizado al volver a la casa: “¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!”. Montecristo fuerza a Bertuccio a contar su historia, revelando que “ese hombre [Villefort] de una reputación tan sólida e intachable… ¡Era un infame!”. Montecristo revela el secreto de forma sutil pero devastadora durante una cena en la casa de Auteuil, forzando a Danglars y Villefort a revivir su crimen: “Aquí, en este mismo sitio... desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido”. La señora Danglars “casi se desmayó”, y Villefort “se vio obligado a apoyarse en la pared”. Villefort, haciendo un “último esfuerzo”, pregunta: “¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen?”. Montecristo replica: “¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen?”. La señora Danglars y Villefort se preguntan con terror si el niño vive. Posteriormente, la casa de Villefort es golpeada por una serie de muertes misteriosas por envenenamiento, que el conde permite que ocurran, interpretándolas como la “justicia de Dios”. La víctima más notable es la joven Valentina, hija de Villefort y prometida de Franz d’Epinay, que muere aparentemente. Montecristo, sin embargo, salva a Valentina con un contraveneno, su “específico”, un “elixir”, que “hacía circular la vida en vuestras venas”.

La revelación de Haydée destruye la reputación de Fernando. Su hijo, Alberto de Morcef, se siente deshonrado y desafía a Montecristo a un duelo. Alberto, que había sido amigo del conde en Roma y a quien Montecristo había salvado de los bandidos, ahora busca venganza por el honor de su padre. Mercedes, la madre de Alberto, que reconoce a Edmundo en Montecristo, implora al conde que perdone a su hijo: “¡Edmundo! ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue”.

El conde, conmovido por Mercedes, decide no matar a Alberto. Durante el duelo, Alberto, con el “corazón libre” tras haber sido informado por Beauchamp sobre la verdad de su padre, se niega a disparar, reconociendo la justicia del conde: “Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más”. Montecristo “con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano”. Posteriormente, Fernando, al ver su reputación completamente arruinada y enfrentado a su pasado, se suicida.

Después de haber visto su venganza consumada, Montecristo se pregunta si es feliz ahora, respondiéndose: “Sin duda... puesto que nadie me oye quejarme”. Su “felicidad presente iguala a mi miseria pasada”. Se da cuenta de que su misión ha terminado: “Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo”. El Conde, que había dicho “No tengo a nadie en el mundo”, ahora se percata de que Haydée lo ama.

Finalmente, Montecristo deja sus posesiones a Maximiliano Morrel, incluyendo “veinte millones... enterrados en mi gruta de Montecristo”, y le pide que, si su corazón está libre, se case con Haydée. Haydée, por su parte, le dice al conde que si él muere, no necesita nada, lo que refuerza el amor que se tienen. Al final, se retiran juntos, dejando un legado de justicia y redención, y mostrando que el amor y la compasión pueden, en última instancia, superar la necesidad de venganza. La novela concluye con el conde en el mar, alejándose de Francia, dejando atrás el rastro de su compleja y poderosa intervención en las vidas de aquellos que lo traicionaron, y de aquellos a quienes decidió salvar.

♦ Nació en 1802 en Villers-Cotterêts, Francia, hijo de un general mulato de origen haitiano y de una madre de clase media empobrecida.

♦ Su obra, marcada por el ritmo narrativo y el sentido del drama, incluye clásicos como Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, escritos con la colaboración de Auguste Maquet.

Fuente: telam

Compartir

Comentarios

Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!