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18/07/2025

Un paquete de caramelos y un diálogo premonitorio: la conexión entre dos víctimas que buscaban trabajo en la AMIA el día del atentado

Fuente: telam

Seis días antes del 18 de julio de 1994, Andrea, la hija de Sofía Guterman, tuvo un encuentro con un hombre llamado Faiwel Dyjament en un local de golosinas. Aquel breve intercambio quedó grabado para siempre en la memoria de su madre. Tres décadas más tarde, decidió contarlo por primera vez

>El 12 de julio de 1994, Sofía Guterman caminaba por el barrio porteño de Villa Crespo junto a su única hija Andrea. Al pasar por un local de golosinas, ambas decidieron entrar. Andrea, de 28 años, había visto una bolsa grande de caramelos de menta y quiso llevársela a su papá, Alberto. A Sofía le pareció una exageración. “Déjela que le lleve dulzura a su padre. Las cosas hay que hacerlas en vida”, intervino el hombre que las atendió, un jubilado de 73 años, oriundo de Polonia, naturalizado argentino. Mientras cobraba el paquete, el señor les contó que esa sería su última semana de trabajo: le habían dicho que no lo necesitaban más. “Pero hay que seguir apostando a la vida. Todavía me quedan sueños por cumplir. A vos que sos tan joven, seguro que también”, le dijo a Andrea.

Durante décadas, Sofía guardó en silencio aquella escena. Hace apenas unos días, la compartió públicamente en un video difundido por AMIA, como parte de la campaña “Historias que dan vida”, una iniciativa que invita a familiares de las víctimas a reconstruir pequeñas escenas cotidianas para mantener viva la memoria. “Desde que supe que ese señor también había muerto en el atentado, esta anécdota me quedó grabada. Pensé: ‘¿Cómo puede ser que dos personas que no se conocían, que hablaron de seguir apostando a la vida y de los sueños por cumplir, terminaron asesinados de esta manera?’. Me generó un impacto tremendo”, le dice a Infobae.

“Elegí contarlo ahora porque quería que se conociera. Con todo lo que nos ha sucedido, que ya es una cicatriz que se lleva dentro y que no tiene solución, comencé a preguntarme si alcancé a decir todo lo que quería. Y me acordé de esta anécdota. A veces se le da más visibilidad a los aniversarios redondos, como los diez, veinte o treinta años, pero este es el año 31, y yo también tengo 31 años más encima. A medida que pasa el tiempo, uno empieza a ver las cosas de otra manera. A Faiwel Dyjament lo conocimos de casualidad. Una vez alcancé a ver a su esposa, de lejos en un acto, pero no me acerqué. Después nunca más volví a verla y entendí que ya no quedaba nadie del entorno de este señor. Me da mucha tristeza cuando encuentro víctimas cuyos familiares no aparecen. Tal vez por eso también sentí que debía compartir esta historia”, agrega.

Sofía habla con una mezcla de calma y dulzura. No fue posible concretar una entrevista presencial: desde hace días sufre una inflamación en el nervio ciático, lo que ella llama “el síndrome del mes de julio”, una dolencia que se repite año tras año, cuando se acerca esta fecha. “Cada aniversario se siente un poco más. Me sucede a mí y a muchos de los familiares que estamos desde el principio: vemos que van pasando el tiempo, que se cumple otro aniversario, y que a nosotros nos queda otro año menos para seguir trabajando y pidiendo Justicia. No es pesimismo, pero hay que afrontar la realidad de que uno no es eterno”, dice.

El cuerpo de Andrea Guterman fue hallado una semana después del atentado. “La estuvimos buscando siete días —dice Sofía—. Recién apareció la séptima noche, junto con los que habían estado ese lunes en la bolsa de trabajo de la AMIA”, cuenta. Pasó un tiempo hasta que ella supo que Faiwel Dyjament había muerto en el ataque. “Volví al negocio y el dueño me contó que un empleado suyo había fallecido en el atentado. Ahí fue cuando hice la asociación”, explica.

Los Guterman procesaron el duelo a su manera. “Mi marido, desde el primer momento y hasta hoy, está muy enojado”, cuenta Sofía. Ella, en cambio, se dedicó a dar charlas en escuelas de todo el país. También escribió cinco libros —Más allá de la bomba, Del corazón al cielo, La gran mentira, En cada primavera renace la alegría de vivir y Detrás del vidrio—, todos dedicados a su hija Andrea. “Algunos fueron traducidos a otros idiomas; otros musicalizados”, cuenta. Sus textos, al igual que sus intervenciones, buscan ponerle rostro a la tragedia, rescatar las historias individuales detrás del número.

Con años de docencia a cuestas, Sofía desarrolló recursos propios para captar la atención de los alumnos: “Cuando veía que un chico se movía mucho en la silla, me daba cuenta de que había que interesarlo más. Entonces, si estaba hablando en prosa, de repente les recitaba uno de mis poemas. Así captaba su atención. Incluso en escuelas con estudiantes difíciles, donde me advertían que podían levantarse e irse. De hecho, una vez hubo dos que se retiraron del aula. Pero cuando salí, uno vino corriendo y me metió un papel en el bolsillo. Con letras torcidas me escribió: ‘Te quiero’”.

A 31 años del ataque terrorista, Sofía cree que parte de su legado está ahí, en esas semillas sembradas en las generaciones más jóvenes. “Muchas veces me dicen: ‘¿No te das cuenta de todo lo que hiciste a lo largo de estos años?’. Posiblemente no. En parte sí. Por eso, cuando veo que la juventud hace actos la noche antes de cada 18 de julio, y que hay cada vez más jóvenes interviniendo, no solo acá, sino en distintos lugares del país, me produce satisfacción. Hasta ahora, nuestra única forma de justicia es la memoria. No tenemos otra justicia”, dice.

Tras la muerte de su hija, Sofía decidió donar parte de sus pertenencias. “Como era maestra jardinera, todo lo que era de jardín de infantes, útiles para los chicos, se lo di a una compañera de ella”, cuenta. Otras cosas prefirió guardarlas: una flauta dulce y algunos dibujos. “Con esa flauta inventábamos canciones para niños porque Andrea, en sus ratos libres, también animaba cumpleaños infantiles”, dice. Los dibujos que su hija hacía para sus alumnos terminaron ilustrando la tapa de uno de sus libros, En cada primavera renace la alegría de vivir, que también fue traducido al inglés.

—¿Cuántos años tendría Andrea hoy?

—¿Pensás en ella cuando ves a sus amigas?

—Cuando las chicas empezaron a casarse y a quedar embarazadas, siempre estuve cerca de ellas: porque era amiga de las mamás o porque simplemente me hacía bien ver a las amigas de mi hija. Yo hago de cuenta que los hijos que tuvieron son mis nietos porque la vida no me dio la oportunidad de tener nietos propios. Creo que el hecho de haber sido testigo de toda la transformación que han atravesado a lo largo de la vida me da una pauta de cómo hubiese sido Andrea.

Aunque hayan pasado más de tres décadas, el reclamo de Sofía sigue intacto. “Lo que quisiera es ver justicia mientras estoy acá, mientras estoy viva. Y eso es lo que deseamos todos los familiares: que las víctimas tengan la justicia que se merecen. Personalmente, de la palabra esperanza me quedan muy pocas letras. Porque pasan los años, pasan los gobiernos y la justicia no llega. Ahora, —¿Qué pasó con la bolsa de caramelos de menta?

—Durante muchos años la conservé. Con mi marido nunca sacamos un solo caramelo del paquete. Para nosotros era como un simbolismo, el recuerdo de dos personas que no se conocían y que quedaron hermanadas en la muerte.

Fuente: telam

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