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11/05/2025

Comía 35 kilos de carne y 400 huevos por mes, llegó a la cima del fisicoculturismo, pero un problema de salud le cambió la vida

Fuente: telam

Flex Wheeler es considerado el último gran culturista clásico y logró ganar el Arnold Classic, pero una enfermedad renal hereditaria lo llevó a un trasplante y luego le amputaron una pierna. Pese a todo, hoy, a los 59 años, sigue entrenándose

>California, agosto de 1965. El sol ardía como una soplete sobre los suburbios donde creció un niño delgado, inquieto y obsesionado con el movimiento. No era aún Flex Wheeler, ni el Sultán de la Simetría, ni el mito musculoso que desafiaría a titanes como Ronnie Coleman o Dorian Yates. Era solo Kenneth Wheeler, un muchacho que ya tenía la fuerza tatuada en el alma antes de desarrollarla en los músculos.

Entró en el mundo del fisiculturismo en los años ochenta, cuando las leyendas aún se esculpían a base de sudor y espejo. Y allí, bajo la luz blanca de los gimnasios californianos, comenzó la metamorfosis. Su cuerpo —al principio común, funcional, nada deslumbrante— empezó a responder. Lo que otros tardaban años en construir, a él le brotaba como si su ADN estuviera diseñado para la hipertrofia. Flex lo entendió rápido: tenía un don.

En 1993, llegó su coronación: ganó el Arnold Classic, una de las competiciones más prestigiosas del circuito. El mundo del culturismo se rindió ante su talento. En ese podio, entre focos, flashes y bronceadores, el niño de California se consagraba como uno de los cuerpos más perfectos que había pisado una tarima.

Durante esa década, no era solo un competidor: era una referencia. Su forma de posar, de caminar por el escenario, de marcar cada fibra, se estudiaba en los gimnasios como una cátedra. Era el ejemplo vivo de lo que podía lograrse cuando la genética y la disciplina se alineaban como planetas.

Pero ni siquiera él sospechaba lo que el destino le tenía reservado.

Afuera el mundo comía por placer.

Él comía por guerra.

Seis, siete, ocho comidas diarias. Todas medidas. Todas controladas. La comida no era ocio: era una obligación. Las proporciones exactas, dictadas con la precisión de un ingeniero: 40% de proteínas, 40% de carbohidratos, 20% de grasas saludables.

El desayuno podía parecerse al almuerzo y el almuerzo a la cena. No importaba. Los músculos no entienden de horarios, solo de nutrientes. Cada célula exigía su parte. Y Flex se la daba.

No comía con hambre: comía con método. Se entrenaba con furia y después ingería como si se estuviera reponiendo de una batalla. En el espejo, cada línea, cada vascularización, era la evidencia de ese pacto radical con el sacrificio. Había hecho del cuerpo una religión y de la comida su ritual sagrado.

Entrenar y comer. Comer y entrenar. Dos verbos, una vida.

Pero nada de eso se sostenía sin la voluntad. Y Flex la tenía. Como pocos. Como casi nadie.

Porque para mantener esa fisonomía imposible, había que renunciar a casi todo lo demás.

Después, el diagnóstico.

La noticia fue un golpe. No solo por la gravedad, sino por el origen: una enfermedad renal crónica, hereditaria. No había forma de evitarlo, no importaban los cuidados, los suplementos, el agua purificada, los chequeos. Estaba escrito en su sangre.

El ritmo de las competencias bajó. Pero no su voluntad. En el gimnasio seguía siendo un guerrero. En casa, sin embargo, comenzaban las sesiones de diálisis, los controles, los días de fatiga profunda. El músculo ya no era suficiente.

Lo más duro no fue la pérdida del físico. Lo más cruel fue lo que vino después. Año 2019. Veinte años después del primer diagnóstico. El cuerpo había resistido más de lo que cualquiera hubiera apostado. Pero las complicaciones circulatorias fueron el final de una larga pelea. Hubo que amputar. La pierna derecha. No un dedo, no un músculo. Una pierna entera.

El hombre que una vez había desafiado a los dioses del músculo, ahora caminaba con muletas. Se detenía ante las escaleras, mirándolas como enemigos. En una entrevista, su voz se quebró:

Depresión crónica. Así lo nombraron los especialistas. Pero él ya lo sabía. Lo vivía. Lo arrastraba. No eran solo los fantasmas del pasado. Era la sombra de todo lo que había sido.

Porque incluso sin pierna, incluso con riñón trasplantado, incluso llorando en silencio, Wheeler aún respiraba entrenamiento.

Su cuerpo, el que alguna vez definió los límites de la perfección humana sobre una tarima, ya no es el mismo. Y sin embargo, ahí está: cada mañana, o cada tarde, entrando a un gimnasio.

El Flex actual no busca volumen, ni simetría, ni siquiera marcas. Busca seguir moviéndose, sostener su identidad a través del ejercicio. Entrena “si la salud se lo permite”. Algunas semanas puede. Otras, no. Pero siempre lo intenta.

Lo reconocen como el último gran culturista clásico, una especie de eslabón perdido entre la era de la estética y la era del volumen monstruoso. Mientras el Mr. Olympia celebra físicos cada vez más gigantescos, el recuerdo de Wheeler representa otra filosofía: proporción, belleza, control.

A veces, cuando lo entrevistan, se sincera. Habla de lo que cuesta bajar escaleras, de lo que duele estar dependiente de muletas, de las noches en las que todavía llora solo. Y sin embargo, cada vez que puede, vuelve al gimnasio.

Fuente: telam

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