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08/05/2025

El ciervo está en la vereda: 11 notas sobre cómo escribí “Algo que nadie hizo”

Fuente: telam

El escritor nacido en Federación, Entre Ríos, en 1976 (también músico y abogado) cuenta en este texto la cocina detrás de su último libro, publicado por el sello El Gran Pez

>1. Me acuerdo bien del día en que se me ocurrió Algo que nadie hizo. En realidad, la imagen que me impulsó a escribirla. Una foto que vi en un portal de noticias de Federación. Nunca me pasó con el origen de ningún texto, que estuviera tan claramente fechado. Y tampoco que lo que se me ocurriera fuera así de etéreo: Un hombre que trasplanta árboles.

3. Nací en una ciudad que ya no existe. O que existe, pero tapada por el agua. Aunque abajo del agua tampoco hay nada, solo escombros, cimientos carcomidos y burbujas. Tenía dos años cuando la inundaron. Primero fue la demolición. A medida que vaciaban las casas, las iban tirando abajo, sacaban a la familia y al minuto venían las bolas de acero y las topadoras y la destrozaban. Al final cerraron las compuertas de la represa de Salto Grande y el agua lo cubrió todo, menos el cementerio y algún caserío al oeste.

5. Una vez un amigo me dijo que yo escribo siempre sobre lo mismo: la pérdida. Pero, ¿no será la pérdida uno de los temas más importantes de la literatura? ¿La pérdida no contiene a todos los demás temas? También pienso: no es que se escribe sobre la pérdida para recuperar o volver a aquello perdido, porque eso supondría un retorno, y como todos sabemos los retornos son siempre falsos, sino solamente para circularla, nada más que eso. Y creo que en Algo que nadie hizo la perdida está más en la superficie que en ninguna otra cosa que haya escrito antes.

6. Adhemar consiguió en 1980, un año después de la inauguración de la nueva ciudad, que le dieran un terreno frente al río. La ciudad en aquella época era todo barro, a medio terminar, casi una situación de catástrofe, postapocalíptica. En ese terreno hizo una plazoleta, y fue trasplantando los árboles que había en la vieja ciudad, para así tener, como lo dijo él alguna vez, los mismos árboles que había allá. Los traía, los plantaba, los caratulaba. A la plazoleta la llamó El Aromito.

7. Hacía ya varios meses que estábamos en pandemia. Varado en Federación, había escrito una novela que arrancaba con una escena trágica: dos compañeros de sexto grado en una habitación con un arma, y el peor final. Por aquel tiempo hablaba todos los días con una amiga a la que le iba pasando los capítulos. Ella los leía y me los comentaba. Fueron varios meses de escritura. Recuerdo que después de que la terminé, y ya había visto la foto de Adhemar, le dije: la próxima novela va a ser una novela amable. Ahora sospecho que fue un plan que no cumplí.

8. Un día, escribiendo ya uno de los párrafos finales, una escena donde Luriel, el hijo del narrador, le muestra al padre la casa que está construyendo para su familia, relaté sin pensar ni querer la aparición de un ciervo. Puse que cruzaba corriendo frente a los personajes. Era una sola frase. La terminé de escribir y me quedé mirándola varios segundos. Qué carajo hace un ciervo acá, me pregunté, y empecé a borrarla, pero no llegué ni la mitad que me frené y la restituí entera. Enseguida dije: la voy a dejar, mañana veo. Esa misma noche no paré de pensar en el ciervo. Busqué en internet: ciervos en Entre Ríos, y ahí la revelación. Hubo un ciervo que pobló todo el litoral, el ciervo de los pantanos, que, debido a la caza, la destrucción de su hábitat, las enfermedades del ganado y los ataques de los perros, había desaparecido por completo la provincia. Luego leí una crónica preciosa con el título: ¿Dónde mueren los ciervos?, de Celeste Orozco. Ahí fue que entendí de manera muy clara cómo funcionaba el tiempo en una de las partes de la novela: cada vez que el protagonista volvía al pueblo vaciado, en una especie de pesquisa alucinada de su propia experiencia. En esos pasajes, el tiempo era una masa entera, todas las capas juntas, el pasado, el presente, todo ocurriendo a la vez.

10. El verano pasado, en una excursión en lancha por el lago y el río, con Lorenzo pasamos por arriba de La Vieja Federación. Íbamos a velocidad crucero y el guía decía eso mismo a los turistas, ahora mismo estamos arriba de La Vieja Federación. Unos metros más adelante, señaló una columna que sobresalía del agua y su correntada, en el extremo tenía una foto grande de la iglesia que teníamos allá en La Vieja, y su función era identificar bien el lugar donde había estado emplazada. Unos minutos antes de pasar por ahí, Lorenzo se durmió en mi pecho. Estuve a punto de despertarlo para contarle dónde estábamos, pero preferí no hacerlo. De igual modo, se lo dije en voz baja: Lore, acá abajo nació papá. Y se lo dije con esa tercera persona ridícula con la que a veces le hablo, pero que esa vez funcionó a la perfección. Porque sentí que yo no era el que hablaba, seguro que estaba en otro lado, no sé dónde.

11. Hace unos días, al escribir el párrafo anterior, sentí que no sabía bien por qué lo hacía, si en verdad no se vinculaba en nada con la novela y su hechura. Pero lo seguí y lo terminé. Ahora pienso que bien podría valer como ejemplo de cómo funciona mi escritura: escribo algo que no tiene mucha relación con nada, pero lo trabajo y lo trabajo para recién más adelante encontrarle, o que se me revele, el sentido. También pienso que quizás ese paseo con Lorenzo podría ser la explicación cabal de cómo abordé el tema principal de la novela: navegué por encima, lo rodeé, y lo que pude decir, como se lo dije a Lorenzo esa tarde arriba de la lancha, lo dije en voz muy baja.

Fuente: telam

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