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06/05/2025

Fue monja de clausura 12 años, dejó los hábitos, se casó y tuvo una hija: “No me arrepiento, pero fue demasiado tiempo”

Fuente: telam

Cuando cumplió 20, Florencia Luce ingresó a un monasterio contemplativo, convencida de tener una vocación religiosa. Durante más de una década llevó una vida de aislamiento, obediencia y silencio, marcada por contradicciones que, con el tiempo, la empujaron a replantearse su fe y su lugar en el mundo. Años más tarde, transformó esa experiencia en una novela titulada “El canto de las horas”

>Fue en 1981. De la localidad bonaerense de Vicente López, Florencia (63) se crió en una familia de clase media con cinco hermanos y unos padres poco religiosos. Cursó el primario en el Franco Argentino y la secundaria en el colegio Labardén de San Isidro. Aunque la institución era laica, muchos de sus amigos eran católicos y terminaron acercándola a la Iglesia. “Comenzaron a invitarme a charlas y retiros. Empecé a creer en Dios y me volví medio fanática: iba a misa en secreto casi todos los días, leía sobre la vida de los santos y rezaba novenas”, asegura.

Con los meses la conexión se hizo cada vez más fuerte y, después de hablar con un sacerdote, a los 20 decidió ingresar a un monasterio contemplativo para ser monja de clausura. “Sentí que tenía que hacer algo grande por el mundo y lo asocié con la vida religiosa y el hecho de entregarlo todo”, cuenta.

La entrada al monasterio fue en enero de 1982. Florencia llegó con un bolso pequeño y acompañada por sus padres, hermanos, abuelos, tíos y primos. “Hubo una misa seguida de una pequeña ceremonia y después me fui por un costado hacia la clausura. Ahí me recibieron las monjas y me despedí de mi familia. Para ellos fue tremendo”, rememora.

Luego de unos meses comenzó a sentir cierta contradicción. Aunque le gustaba la rutina, el estudio, el canto gregoriano y el orden que proponía la vida monástica, Florencia convivía con una creciente incomodidad interior. “Empecé a tener crisis espirituales que copaban todo”, dice. “Mi fe siempre fue muy débil, casi como que me la impuse. Entonces, cuando estaba ahí adentro, me cuestionaba muchas de las cosas que se hacían, como por ejemplo la confesión. Sentía una resistencia. ‘¿Para qué?’, me preguntaba”.

Todo eso, explica ahora, desembocaba en una duda mayor: si no comulgaba con los dogmas de la Iglesia, ¿Tenía en realidad una vocación religiosa? “El problema era que no tenía permitido compartir esas inquietudes con nadie. Solo podía trasladárselas a la maestra de novicias, que era la responsable del acompañamiento espiritual. Y, cada vez que hablábamos, ella me decía lo mismo: ‘Ya se te va a pasar. Rezá, rezá, rezá’”, recuerda.

A los dos años de iniciar su vida monástica, Florencia comenzó a plantearse por primera vez la posibilidad de dejar los hábitos. “Quizá tenga que irme. Quizá esto no es para mí”, pensaba. Pero cuando le trasladaba la incertidumbre a su maestra espiritual, ella se la rebatía con argumentos que, de alguna manera, mermaban esa crisis. “‘Hay un montón de monjas que se cuestionan. Ya se te va a pasar. Vos tenés pasta para esto’, me decía. Y en un punto era cierto, porque a mí me gustaba el estilo de vida que se hacía en el monasterio. Creo que todo eso me llevó a estar confundida”, recuerda.

A los tres años de su ingreso, como marcaba la regla, a Florencia le tocó renovar su compromiso mediante los votos temporales: una promesa por otros tres años más, de castidad, pobreza y obediencia. “Si bien mantenía mis inquietudes, todas mis compañeras lo hicieron y estaban felices. Se ve que en ese momento yo era muy maleable e insegura, entonces seguí adelante”, explica.

De los tres votos —castidad, pobreza y obediencia—, el que más le costó cumplir a Florencia fue el último. “Sin ninguna duda, la obediencia fue lo más difícil”, asegura. A medida que pasaban los años, y ella dejaba de ser aquella joven de 20 años, el mandato de obedecer sin cuestionar empezó a hacerle ruido. “A los 26 ya era otra persona. Veía incoherencias y tenía interrogantes”, explica.

El problema no era solo el voto en sí, sino las contradicciones cotidianas que presenciaba puertas adentro. “Había un grupito selecto que podía hacer cosas que el resto no. Por ejemplo, durante la siesta, la abadesa te podía invitar a tomar el té con cosas ricas. Todo en secreto, porque el resto no lo sabía”, recuerda. Esa dinámica de privilegios —de la que formaba parte— la incomodaba cada vez más. “Pensaba: ‘¿De qué sirve rezar por el mundo y ser testigo de la injusticia acá adentro?’”.

En cartas a sus compañeras expresó esas nuevas vivencias, algo que, cree ahora, no fue bien recibido. Cuando regresó, la abadesa —a quien había considerado una figura materna— no solo no le devolvió su puesto como directora del coro, sino que la apartó por completo. “Eso me tocó el punto más sensible”, reconoce.

Aunque por dentro hervía, no dijo nada. Lloró en silencio y empezó a cerrarse sobre sí misma. “Me tragaba toda la angustia. Sentía que no podía compartir nada con nadie. La contradicción regresó: ‘Si yo soy monja e hice votos de obediencia, ¿Por qué esto me está afectando tanto? Tendría que poder ofrecérselo a Dios y decir: ‘Estoy feliz de que no me pidan que trabaje en la dirección de coro’, pero no lo sentía así”.

—¿Cómo fue tu salida? ¿Tuviste reuniones o un día dijiste: “Me voy”?

Me fui solamente dejando una carta. Sabía que si hablaba con la abadesa iba a volver a convencerme porque yo la quería mucho y ella me quería mucho a mí. Escribí un texto bien largo explicándole todo lo que me venía pasando y que había decidido no recurrir a ella porque no quería que me hiciera dudar. Dejé el sobre y me fui.

—No, porque como yo era de las pocas que sabía manejar, solía hacer salidas, por ejemplo, para llevar a la abadesa a hacer trámites. Entonces a nadie le llamó la atención. En la carta, además, expliqué que iba a estar en lo de mis padres y dejé un número de teléfono para que me contactaran. Y así fue: ella después me llamó, volví y tuvimos una charla.

—Para la abadesa fue muy duro. Se lo tomó bastante mal. Lo que más le dolió fue que no hubiera hablado con ella en todo ese proceso. Pasó el tiempo, regresé varias veces con la intención de conversar y que me entendiera, pero nunca quiso. Así que poco a poco fui dejando de ir.

—¿Cuál fue la reacción de tu familia?

—¿Costó insertarte socialmente?

—De ser monja de clausura en un monasterio contemplativo a casarte y tener una hija. ¿Te lo habías imaginado?

—¿Te casaste por iglesia?

—Después de ser madre, ¿Te pusiste más en el lugar de tus padres al momento de decirles que querías ser monja?

—¿Cuál es tu vínculo con la Iglesia hoy? ¿Vas a misa, por ejemplo?

—El próximo 30 de mayo vas a cumplir 64 y, a esta altura, los doce años en el monasterio son un pedacito de tu vida. ¿Cómo lo ves hoy? ¿Te arrepentís?

Fuente: telam

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