02/05/2025
La primera visita de Fidel Castro a la Argentina meses después de la Revolución Cubana y su recibimiento como un héroe

Fuente: telam
En mayo de 1959 estuvo pocos días en Buenos Aires. Se entrevistó con el presidente Arturo Frondizi y fue ovacionado luego de un discurso. Había gente que lo esperaba para ver de cerca a uno de los “barbudos” cubanos
>Lo ovacionaron. Y lo admiraron también, como a un héroe moderno. También hubo quien lo miró con curiosidad y otros que lo miraron con recelo. Fidel Castro era consciente del fragor que despertaba su presencia. Tenía treinta y dos años, vestía su uniforme de fajina de guerrillero vencedor, estaba acompañado de funcionarios de su país y de tres o cuatro guerrilleros que oficiaban de custodia personalísima, barbudos como él, hirsutos, sonrientes. Hacía apenas cuatro meses que su revolución, la entonces legendaria Revolución Cubana, había derrocado en Cuba al dictador Fulgencio Batista y que Fidel, nadie lo llamaba Castro, había entrado triunfante en La Habana del brazo de otros guerrilleros entre los que destacaba, otra curiosidad, el médico argentino Ernesto “Che” Guevara.
Así fue el debut de Fidel Castro como orador en la que fue su primera visita a la Argentina, ante aquellas representaciones diplomáticas continentales, reunidas en Buenos Aires para llevar adelante una iniciativa del presidente brasileño, Juscelino Kubitschek, que bregaba por un entendimiento con los Estados Unidos.
Por todo eso, y por algo más, Fidel Castro, era visto como un héroe a través de ese curioso prisma, una inalterable costumbre argentina, que acomoda los tantos según quién juegue el partido. El peronismo, tal vez los radicales de Frondizi, un amplio sector del socialismo y de la izquierda y mucha juventud entusiasta, veían al primer ministro cubano como un defensor de la libertad que había derrocado a una dictadura, como, sentían, había sido la Libertadora. Quienes pensaban del otro lado en cambio, veían a Castro como a un paladín de esa misma libertad que había terminado con un “Perón” centroamericano: Batista. Todo era un disparate sobre el que Fidel navegaba a dos aguas, sereno, cómodo y astuto.
Su llegada a Ezeiza, el viernes 1, había sido un caos. Primero, el avión, un turbohélice Bristol Britannia de la Compañía Cubana de Aviación, había llegado con retraso desde San Pablo, Brasil. El aeropuerto, custodiado desde dos días antes por trescientos policías de la provincia de Buenos Aires, desbordaba de gente que, desde la medianoche anterior, había colmado el salón número 1 del entonces Espigón Internacional. Debió intervenir el embajador cubano, Américo Cruz Fernández, para que los fotógrafos pudieran acceder a la pista y para que la multitud viese de cerca al líder revolucionario: “A Fidel no le gustaría ver a toda esta gente con las puertas cerradas”, dijo con cierto romántico candor.Castro pisó tierra a la una treinta y cuatro de la tarde. Lo esperaban senadores, diputados, el jefe de ceremonial de la Cancillería, embajador Carlos Leguizamón y tres militares designados por el gobierno: el capitán Eduardo Bracco, el teniente de navío Héctor Alegre y el capitán Julio Fortunato. Había un cuarto militar: era el edecán naval de Frondizi, capitán de fragata Hermes Quijada. Catorce años después de aquel mediodía agitado, en abril de 1973, Quijada, ya contralmirante, fue asesinado a balazos por la guerrilla trotskista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en la esquina de Junín y Cangallo, hoy Perón. En 1972, Quijada había dado por televisión la versión oficial del asesinato de dieciséis guerrilleros que estaban detenidos en la base naval Almirante Zar, de Trelew, en un hecho conocido como “La masacre de Trelew”.Todo esfuerzo, ya no por aislar a Castro de los fervores populares, sino por hacerle más leve el camino desde el avión hasta el hall central del aeropuerto, fue inútil. La gente lo rodeó, lo apretujó en medio de empujones, gritos, vítores, el machacar de los fotógrafos, los manotazos de su custodia personal y el desconcierto del visitante que se excusaba: “Así no puedo hablar, es imposible. No he tenido un minuto de descanso”. Finalmente le habló a los policías que lo rodeaban: “Si me abren paso, saldré”. Le abrieron paso. Abordó el auto del embajador cubano y a todo trapo llegó a Buenos Aires y al Alvear Palace Hotel, que le dio hospedaje. Allí se quedó el resto del día, visitado sólo por el canciller argentino, Carlos Florit, uno de los jóvenes brillantes de aquel gobierno de la Unión Cívica Radical Intransigente.Fidel no decía la verdad. Nadie decía la verdad: ni Washington, ni Castro. Jugaban un delicado juego de piratas, parche en el ojo incluido. Los documentos conocidos luego de más de seis décadas demostrarían que Estados Unidos sabía del fervor marxista del flamante gobierno revolucionario cubano. Podía permitirse un error de cálculo en el ardor de Fidel, pero sabía que su hermano Raúl y el Che Guevara eran marxistas leninistas. Castro, por su parte y también décadas después, admitiría ante el periodista y sociólogo francés Ignacio Ramonet que se había cuidado muy bien en aquellos meses iniciales de mostrarse en forma abierta como un marxista.
Castro derrochó algo de humor en la conferencia de prensa en el Alvear. Cuando las preguntas pasaron del estricto rigor político a la apariencia del primer ministro y de sus acompañantes, pelos y barbas en primer plano, dijo que todos los guerrilleros habían hecho un pacto con implicancias morales: no afeitarse hasta lograr el total cumplimiento de los objetivos revolucionarios. “Además –agregó con una sonrisa– calculen ustedes que a razón de quince minutos diarios por afeitada, ahorraremos casi quince jornadas al año que dedicamos al trabajo”. Tanta era la admiración hacia Castro que un diario de Buenos Aires, insospechado de simpatías marxistas, había saludado su llegada a la Argentina con un título de exaltado tono cervantino: “¡Salud, barbado caballero!”.Fiel a la que ya era su costumbre, Castro no se iba a quedar atrás: habló una hora veinticinco minutos; sus palabras fueron interrumpidas varias veces por aplausos entusiastas, transformados en ovación al final de su discurso. Todo el empaque y la formalidad de aquel encuentro diplomático se había ido al traste con el ardor del primer ministro cubano. Las crónicas de entonces lo describen así: “En los hombros de su chaqueta verde oliva, charreteras con los colores rojo y negro del Movimiento 26 de Julio y la estrella de Cuba. En la muñeca izquierda, un reloj de oro, común. Modesto. Su natural inquieto lo hacía revolverse en el asiento. Jugaba con un lápiz, que mordisqueaba a ratos. Lanzaba miradas recelosas a los costados. Gesto hosco. Su bigote es casi rubio; su barba es casi negra. Y el correcto corte de sus cabellos podría ser imitado por algunos de sus barbados acompañantes. (…) Tenía delante muchos papeles y una pequeña libreta de apuntes. Fuma poco”.
El discurso de Castro, que señaló el drama del subdesarrollo como causa principal de la volatilidad política del continente, también trazó un panorama pesimista del porvenir inmediato en aquellos países que, como la Argentina, habían recuperado la democracia después de un gobierno militar. También lanzó una dura advertencia que, el tiempo demostró, fue un acertado y triste presagio: “Todos nos hemos hecho la nueva ilusión de que las tiranías van desapareciendo de la faz de nuestro continente. Sin embargo, la realidad es que se trata de una mera ilusión y nadie sería capaz de afirmar aquí honradamente cuanto tiempo de existencia se les calcula a varios gobiernos constitucionales de América Latina; cuánto tiempo se le calcula a esta era de despertar democrático que tanto sacrificio costó; y cuánto pueden durar los gobiernos constitucionales arrinconados entre la miseria, que provoca todo género de conflictos sociales, y la ambición de los que esperan el momento oportuno de adueñarse nuevamente del poder por la fuerza. Hemos declarado al ideal democrático como el ideal que se ajusta a la idiosincrasia y a la aspiración de los pueblos de este continente”.Después de cerrar las deliberaciones del “Comité de los 21″, Castro, junto a parte de su comitiva, fue hasta una casa de Cabello 2350, en Palermo, para almorzar con uno de sus tíos, Gonzalo Castro. Después, se entrevistó con Frondizi en la Quinta de Olivos. El domingo 3, día de su partida a Montevideo, volvió a recorrer las calles de la ciudad y algunos sitios típicos. Uno de ellos fue la Costanera, que entonces estaba poblada de los populares “carritos”, unos tablados algo chungos que eran la prehistoria de los elegantes restaurantes del siglo XXI y que, lejos de los menús gourmet, ofrecían sándwiches de chorizo, carne asada y vino. Junto a Florit, que fue quien pagó la cuenta, Fidel cedió a la tentación de pedir un choripán (tal vez ya se llamaran así en ese entonces) y bebió tres vasos de vino. Sentenció: “El vino es muy suave. Cuanto tengamos mercado común, nosotros les compraremos vino y les venderemos a ustedes tabaco”. Era una ilusión: todavía no había pasado lo que estaba por venir.
A las dos y veinte de la tarde, su avión despegó de Ezeiza rumbo a Uruguay. La breve primera visita de Fidel Castro a la Argentina, había terminado. No iba a ser la única.Fuente: telam
Compartir
Comentarios
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!