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07/04/2025

Un salto en la pileta le paralizó piernas, tronco y manos: “Cuando presenté a mi novio mi papá temía que fuera un perverso”

Fuente: telam

Se accidentó a los 14 y se mueve en silla de ruedas desde entonces. La sexualidad, la maternidad y las oportunidades laborales desde la mirada de una persona con discapacidad

>Era 31 de diciembre, faltaban unas siete u ocho horas para brindar por la llegada de 2011. Gisela tenía rulos y 14 años, y se había parado sobre uno de los esquineros de la pelopincho de la amiga a la que había ido a visitar. Iba a recibir ahí el Año Nuevo, tal vez vería al chico con el que “andaba noviando” -así lo recuerda- después de las doce. Su amiga entró a la casa y ella intentó un salto mortal hacia adelante. Pero el cálculo falló y lo que iba a ser una pirueta se volvió una tragedia.

El golpe contra el piso le desplazó la médula espinal a la altura de dos cervicales y, en ese momento, perdió toda la movilidad excepto la de la cabeza. “La mamá de mi amiga vino a buscarme para almorzar y vio que yo no me movía, pensaron que me estaba ahogando, pegó un grito del susto. El hermano de mi amiga me levantó de los pelos y enseguida vieron que no podía mover nada de mi cuerpo. Me sacó a upa de la pileta, yo tenía los ojos en blanco”, describe.

La subieron a un auto, la bajaron en el Hospital de Niños de San Justo y, ese mismo día, cuando vieron que la complejidad del caso era más que la que podía soportar ese centro de salud, la subieron a una ambulancia y bajó en el Hospital Garrahan. Gisela llegó allí inconciente y supo muchos años después que, esa misma tarde, los médicos le dijeron a su papá: “Si logra pasar esta noche, no va a caminar nunca más”.

“Me desperté una semana después, me habían hecho una traqueotomía”, cuenta Gisela. La huella de esa intervención que le facilitaba la respiración en los momentos más críticos asoma en su cuello quince años después. Cuando se despertó, Katherine, su hermana melliza estaba al lado de su cama. Prácticamente no se había movido de ahí, ni se movería durante el año que, entre ese hospital y el centro de rehabilitación al que sería trasladada tres meses después, Gisela pasó internada.

Mi hermana estuvo espalda con espalda conmigo, a rajatabla. Mi papá trabajaba: era bombero y remisero. Con mi mamá la relación siempre fue muy difícil por problemas de salud mental suyos, y la que también estuvo siempre para mí, casi desde el principio de la internación, fue Marta, la pareja de mi papá”, cuenta.

Marta fue la que, una vez que estuvo de vuelta en su casa, ayudó a “Gigi”, como la llaman en su casa, a entender que ser una persona con discapacidad no debía ser impedimento para muchos de sus objetivos y sus obligaciones. “Yo decía que no quería ir a la escuela, que estaba cansada, y ella me desafiaba: ‘¿por qué no vas a ir? si nada te lo impide…‘. Así hizo con muchas situaciones y me empujó a lograr lo que yo en principio no tenía ánimo para lograr”, cuenta Gisela, que a Marta a veces le dice “Marta”, a veces “mamá”, y casi siempre, cuando habla de ella y Ariel, dice “mis viejos”. Pero antes de que Marta la desafiara para construir una autonomía que parecía perdida casi por completo, hubo que pasar por el hospital y por una larga recuperación en el centro que Fleni tiene en Escobar.

“Estuve un mes entero en terapia intensiva. Apenas llegué al Garrahan me operaron para ponerme dos placas de titanio en la columna, y después tuvieron que contener una situación pulmonar que se puso complicada. Me operó un médico que estaba de vacaciones y volvió porque era el máximo especialista en el desplazamiento medular que había tenido, nunca le pude agradecer lo suficiente”, cuenta Gisela, y con esa misma gratitud habla de las enfermeras del hospital y del centro de rehabilitación.

Después de ese festejo inolvidable y muy distinto al viaje a Disney que tenían planeado ella y su hermana, quedaba por delante un escenario difícil. “Los amigos con los que me juntaba fueron desapareciendo. Éramos adolescentes y para mucha gente todavía hoy es difícil vincularse con alguien con discapacidad: muchos no tenemos a alguien así en nuestros entornos, no sabemos cómo incluirlos en nuestros planes, qué pueden necesitar. A veces pensamos que puede ser más difícil de lo que realmente es y los dejamos afuera”, describe.

En el centro de rehabilitación, Gisela trabajó para recuperar fuerza y tono muscular en el tronco y así poder sostener su cabeza por sí misma: habían sido muchos meses en una cama y con cuello ortopédico. Trabajó también en la recuperación de sus cuerdas vocales tras la traqueotomía, y ganó movilidad en los brazos, que en un principio parecía perdida.

“Primero fue lograr estar sentada; después, me pararon en la camilla de bipedestación. Me dio alegría y me dio pánico, me mareé muchísimo, y también sabía que por más que me pararan, no iba a poder volver a caminar”, recuerda. Cuando le dieron el alta, Marta y su papá habían adaptado el baño de la casa, aunque después prepararían el quincho para que Gisela pudiera permanecer ahí más cómoda, con todas las adaptaciones necesarias para su movilidad, así como los asistentes indicados por sus terapeutas que hasta ahora la acompañan en su día a día.

“Las terapistas ocupacionales me enseñaron muchas adaptaciones para que, aún sin movilidad en la mano, lograra autonomía para por ejemplo lavarme los dientes, manejar la silla con motor o comer”, explica. En sus redes sociales muestra alguna de esas escenas que, a pesar de no poder mover las manos, dan cuenta de la autosuficiencia que logró construir junto a las terapistas: se maquilla, se plancha el pelo, se lava los dientes, puede firmar.

“Marta fue la que se ocupó de coordinar todo lo que yo necesitara cuando volví a casa, de que la obra social cumpliera con todo lo que tenía que brindarme y de insistirme a mí para que no me dejara caer por el enojo y la tristeza que me podían causar el accidente. A la vez, ella y mi viejo me sobreprotegieron mucho, no querían que me pasara nada ni que corriera ningún riesgo. Y yo era una adolescente, había cosas que quería hacer: salir con amigos, ir a bailar, conocer a algún chico”, explica Gisela.

Fue una de sus acompañantes la que le contó que tenía un vecino que quería presentarle. “Gigi” ya tenía 21 años cuando apareció Pablo en su vida. “Yo estaba muy negada, pero empezamos a hablar por teléfono todas las noches, y chateábamos. Por ahí nos pasábamos dos horas hablando por teléfono. Y un día nos conocimos. Mis viejos lo quisieron conocer enseguida, casi antes que yo. Y me acuerdo perfecto de mi papá preguntándome si Pablo tenía alguna discapacidad. ‘¿Y por qué no se busca una chica que camine?’, me dijo. Fue tremendo. Después yo entendí que tenía que ver con el miedo de mis viejos a que alguien me dañara, y mi papá tenía miedo de que ese hombre que yo empezaba a conocer fuera un perverso. Que tuviera alguna atracción rara, un fetiche por decirlo de alguna manera, respecto de alguien con discapacidad”, define Gisela.

“Me costó mucho pero entendí que alguien podía elegirme. A Pablo lo vi segurísimo de nuestra relación, y me convenció de que no importaba que yo tuviera una discapacidad. Él me dio la seguridad de que no le importaba si yo caminaba o no: de entrada me dejó claro que me quiere como soy”, explica. “A veces los padres sobreprotegen desde el amor y el cuidado, pero eso puede ser durísimo. Mi papá me preguntó: ‘¿cómo van a hacer para tener relaciones?’; creía que Pablo podía ser ‘un degenerado’”, reconstruye Gisela.

La vida de las personas con discapacidad todavía es tabú para mucha gente. Imaginate lo poco que interactuamos más allá de nuestro entorno cotidiano si yo para salir de la manzana de mi casa no tengo una rampa”, define Gisela. A través de redes sociales y de llamados telefónicos intentó que el Municipio de Morón cumpliera con la instalación de rampas accesibles, pero no obtuvo respuesta.

Ese no es su único obstáculo cotidiano: “Yo trabajo en la Auditoría General de la Nación, empecé como administrativa y ahora hago trabajo más técnico de auditoría tras capacitarme especialmente para eso. El subte sería lo más rápido para llegar allí, pero en las estaciones que me sirven no hay ascensores o no funcionan. Tomo tren y colectivo, ayudada por la persona que me asiste y también por alguien que siempre se ofrece en la calle. Esa ayuda nunca falta, pero las soluciones estables nunca llegan”, dice Gisela.

Y va al hueso: “Yo tengo trabajo porque entré a través de la ley de cupo laboral para personas con discapacidad. Pero está lleno de empleadores que piensan que vamos a faltar más, que nos vamos a enfermar más. Las oportunidades llegan poquísimo, y entonces es imposible lograr la mayor autonomía posible”.

“Dentro de la poca familiaridad que gran parte de la sociedad tiene con las vidas reales de las personas con discapacidad, la sexualidad es uno de los tabúes más grandes. Eso que pensó mi papá, de cómo iba a hacer para tener relaciones, lo piensa un montón de gente. ¿Pero qué les importa?“, se pregunta.

Las preguntas que se hacían los demás, los miedos que había a su alrededor, también la envolvieron cuando apareció la pregunta sobre tener hijos o no. “Pablo deseaba mucho ser padre, yo primero sentía que era chica y además no me lo imaginaba. A la vez, mi entorno y la sociedad en general me transmitía muchos miedos”, describe.

Hizo lo que le hubiera gustado poder hacer ante otros interrogantes que le había planteado ser una persona con discapacidad ante un posible nuevo desafío: “Busqué a una referente a la que le pudiera hacer preguntas”. En concreto, una mujer con una lesión medular a la misma altura que la suya que había transitado un embarazo y era madre.

Alejo nació en la semana 34 de gestación. Había recibido corticoides para el desarrollo de sus pulmones, previendo que nacería como prematuro. La decisión médica fue adelantar su llegada por lo riesgoso que era que Gisela no sintiera las contracciones y que ciertas complicaciones pulmonares que arrastra desde el accidente en la pileta dificultaran la oxigenación de su hijo. “Pasé un embarazo con muchos miedos por todo lo que me decían sobre el supuesto riesgo que estaba corriendo, aunque había consultado con especialistas. Así que recién pude conectar con la felicidad de ser mamá cuando le vi la cara a mi hijo”, cuenta.

Alejo pasó diez días en neonatología y ahora que tiene cuatro años va al jardín a una cuadra de su casa. En sus redes sociales, Gisela comparte videos de cómo lo dormía a upa suyo con el movimiento de la silla de ruedas motorizada cuando él era chiquito. “Pablo y yo, como cualquier pareja, nos complementamos en la crianza. Hay cosas que no le puedo mostrar a Alejo cómo se hacen, pero sí lo puedo acompañar desde la palabra. Indicarle el paso a paso, hacerle compañía mientras él prueba”, cuenta. Con esa guía su hijo aprendió a cepillarse los dientes, a vestirse, a atarse los cordones, a jugar a algunos juegos.

Fuente: telam

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