30/12/2025
Saturno en La Habana
Fuente: telam
La cadena perpetua al ex ministro de Economía Alejandro Gil sigue la lógica de las purgas: disciplinar a la élite mediante el terror ejemplar. De Camilo Cienfuegos a Ochoa, la historia rima con crueldad implacable
>La historia no los absolverá. No se repite como un reloj, pero rima con una crueldad implacable: ignorarla suele salir caro. Hay regímenes que creen haber domesticado el tiempo y se imaginan inmunes a los ciclos, blindados por una narrativa épica, propaganda y miedo.
Moscú perfeccionó ese mecanismo desde muy temprano, con eficiencia industrial. Primero cayeron los “compañeros” que estorbaban: antiguos aliados que ya no encajaban en el nuevo orden o que, peor aún, recordaban demasiado. Luego llegó el teatro: juicios-espectáculo, confesiones forzadas, acusaciones de “traición” y “desviacionismo”, el paredón. Zinóviev y Kámenev son buenos ejemplos: de la cúspide a la humillación pública, y de allí a la eliminación.
Cuba no es la URSS, pero se rige por un manual similar: disciplina interna, lealtad como condición de supervivencia y un Estado que confunde discrepancia con traición. Cuando el poder se vuelve total, el problema no es solo lo que hace con sus enemigos; es lo que termina haciendo con los suyos.
Ahí se enmarca la condena contra Alejandro Gil Fernández. Según la versión oficial, el ex ministro de Economía, durante años rostro técnico del derrumbe, recibió cadena perpetua por espionaje y, además, 20 años en otra causa por corrupción (sobornos, falsificación, evasión fiscal). El tribunal no precisó para quién habría espiado ni qué información entregó. Pero en Cuba el veredicto suele ser menos una explicación que una señal: un mensaje al resto de la nomenklatura.
Para entender a Gil hay que mirar el patrón. Frank País funciona como prólogo: joven, carismático, organizador del frente urbano. Era útil como mito, pero incómodo como liderazgo real. Su muerte en 1957 quedó rodeada de versiones; precisión aparte, la lección política fue diáfana: un muerto produce unanimidad y un vivo produce competencia.
Otra variante, comúnmente utilizada, es el borrado. Ahí el paralelo soviético se vuelve casi literal. Tras la muerte de Stalin, viejos pesos pesados como Lázar Kaganóvich y Viacheslav Mólotov fueron apartados, humillados, enviados al ostracismo. Y el propio Nikita Jrushchov, una vez dejó de ser útil, fue desalojado con la misma frialdad burocrática: no hacía falta matarlos; bastaba con expulsarlos de la historia oficial. Un “plan pijama” a la soviética: perder el cargo, el micrófono, el retrato y, sobre todo, el pasado.
Y aquí aparece la regla tácita: no todos son comestibles. Por encima del cementerio de comandantes y ministros, sobrevive un núcleo duro, blindado e impune. Con Fidel fuera de escena, el centro gravitacional sigue siendo Raúl Castro y el círculo que garantiza continuidad: mandos militares, seguridad del Estado, gestores del aparato económico. La revolución devora, sí, pero devora hacia afuera: castiga al que puede cargar con la culpa sin alterar el trono. La purga opera como pedagogía interna: disciplina por miedo, cohesión por advertencia.
Por eso la pregunta no es solo por Gil. Es por el próximo. Y es razonable pensar que, si la historia sirve de guía, el siguiente podría ser Díaz-Canel: no porque sea el arquitecto del sistema, sino porque es el rostro administrable del fracaso. En la lógica cubana, la culpa siempre es del otro. Nunca del círculo íntimo que no paga.
Fuente: telam
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