28/12/2025
Belleza, inteligencia y profundidad: tres películas excepcionales para disfrutar y pensar
Fuente: telam
Con diferentes estilos, “Train Dreams”, “The Mastermind” y “Valor sentimental” proponen originales búsquedas estéticas con grandes actuaciones y reflexiones sobre el paso del tiempo, la naturaleza y los vínculos
>Tal vez sea la edad, que llega de la mano de haber visto, leído y escuchado mucho. O, a lo mejor, y sin desestimar lo que acabo de escribir, es el ruido exagerado de esta era y de una humanidad obligada a expresarse sobre todo, pero lo cierto es que a medida que pasa el tiempo las historias que me entusiasman, aquellas que me dan más ganas de divulgar también, son las menos espectaculares. Hablo de historias mínimas, biografías sin épica que llegan a través de un retrato en el que lo que verdaderamente importa no son los hechos en sí sino el modo en que son narrados.
Tal vez lo logré y, además, espero transmitirte mi entusiasmo.
Dirigida por Clint Bentley, Train Dreams (Sueños de trenes) es una película basada en una novela corta de Denis Johnson que cuenta la historia de un hombre común de comienzos del siglo XX. Historia de frontera en el noroeste de Estados Unidos, el protagonista es un leñador y obrero del ferrocarril en tiempos en que la industrialización ganaba terreno. El relato en off de Will Patton es un plus ya que acompaña de manera amorosa y sin estridencias. La película, que puede verse en Netflix, sigue la vida del silencioso Robert Grainier (un soberbio Joel Edgerton), cuya existencia puede parecer insignificante pero que termina siendo enorme por el modo en que se narra su historia. En pocas palabras, el film describe la vida de este hombre que crece sin padres, que tendrá con la naturaleza una relación íntima y desesperada, que conocerá el amor de pareja y de familia cuando menos lo espera y que vivirá una larga vida durante la cual la felicidad dará paso a la tragedia y al dolor arrasador.En un artículo de The New York Times, Alissa Wilkinson destaca el modo en que la película, “una adaptación modesta y luminosa” del libro de Johnson, logra algo inusual al preservar el pulso emocional del relato original: convertir una vida común en una experiencia total. “En el breve espacio de contar una vida pequeña, el libro primero y ahora la película nos dan el mundo”, escribió Wilkinson.Para contar la historia de este hombre común, el foco alterna entre el trabajo físico de esos hombres que viajaban durante meses para ganar un salario, la expansión del ferrocarril que revitalizó el comercio y el intercambio, las contradicciones y el costo humano del progreso y, de manera contundente, la violencia racial, que resulta perturbadora en este presente en el que el racismo domina sentimientos y culturas. El paso del tiempo y el duelo son dos de los grandes temas de la película, así como son dos de los grandes temas para cualquier ser humano.Hay una escena fundamental, que vuelve una y otra vez porque la memoria insiste. En esa escena, Robert presencia cómo un grupo de hombres blancos lanza a un trabajador chino desde un puente. Él, por supuesto, no hace nada para evitarlo. Sin embargo, en el film no hay juicios morales ni redenciones tardías; sí parece haber culpa en el recuerdo, una culpa naturalizada, diría.Robert asiste con mirada asombrada a la explosión del progreso, pero también al modo en que la naturaleza resiste y sobrevive a los hombres, aún cuando ellos piensan que la dominan. La fotografía de Adolpho Veloso consigue que los bosques, las montañas y los fuegos sean mucho más que paisaje o telón de fondo.Por el modo en que consigue abordar el fulgor de cada vida ordinaria, Train Dreams me hizo recordar una novela hermosa que se llama Toda una vida, que recrea la vida de Andreas Egger, un campesino, un trabajador rústico, un don nadie que fue abandonado por su madre en una aldea de los Alpes cuando tenía 4 años, a comienzos del siglo XX, y ve pasar todo un siglo al compás de su vida corriente. Su autor es Robert Seethaler. También Mañana y tarde, del Nobel noruego Jon Fosse alcanza esa magia de convertir en héroe a un hombre común.
En Train Dreams no hay gestos grandilocuentes ni en los aspectos técnicos ni en las actuaciones, todas ellas sobrias, elegantes e inolvidables (lo de William H. Macy como el experimentado obrero que lleva consigo la memoria de un oficio es maravilloso). La película de Bentley que el crítico Carlos Boyero en el diario El País llamó “un precioso western sin tiros” (y Boyero no es precisamente célebre por regalar elogios) propone, sí, una reflexión sobre el paso del tiempo pero también sobre la dignidad de cada vida. La gran metáfora de esto último son las botas clavadas a un árbol que marcan la tumba improvisada de unos trabajadores anónimos, allí mismo donde cayeron en nombre del progreso.Hay un género cinematográfico popular que en inglés se conoce como “heist movies”. Se trata de aquellas películas que giran alrededor del robo de algo valioso y cuya trama se divide habitualmente en tres secciones: la planificación, la ejecución y la fuga de ese robo. En algunos casos, cuando el foco está puesto en la acción, la película entera se centra en el atraco y en el éxito o fracaso de la operación. Pero hay otras películas en las que el drama le gana a la acción y se convierten en algo que va mucho más allá del entretenimiento. Pensemos en Desde hace más de veinte años Reichardt viene construyendo una filmografía singular. En The Mastermind (Mente Maestra) el centro de la historia parece radicar en el robo a un museo a comienzos de los años setenta del siglo pasado, con planificación, ejecución y huida. Sin embargo, por debajo de la trama hay algo que en el final de la película quedará reverberando en el espectador y es una profunda reflexión sobre el fracaso y la imposibilidad de encajar.
El personaje principal de la película es J. B. Mooney (una refinadísima actuación de Josh O’Connor), un ebanista desempleado, ex estudiante de arte casado con Terri (Alana Haim, algo desdibujada) –quien mantiene la casa con su trabajo en una oficina– y padre de dos chicos, que se decide a robar una serie de obras de arte abstracto de un museo de su ciudad. Distintas pistas señalan la torpeza del plan, condenado a fracasar ya desde el inicio. La acción es reemplazada por la atención obsesiva con la que Reichardt filma cada detalle de los preparativos del robo, desde el modo en que J. B. observa cómo están colgados los cuadros que piensa robar hasta las bolsas y las cajas en las que se propone guardarlos una vez que las piezas estén en sus manos.En The New Yorker, el crítico Richard Brody (de paso, no dejes de ver el Josh O’Connor compone a su antihéroe a partir de un cóctel de indolencia, jactancia de clase (es hijo de un juez influyente) y vulnerabilidad. Es un hombre que parece mirarlo todo desde afuera: desde su propia vida, que no consigue encajar en lo que se espera de él, hasta el momento histórico que le toca vivir y que no es cualquiera.
La directora contó en una entrevista con El País que su padre era policía y fan del jazz, de modo que tanto el robo al museo en tanto tema central como la música elegida no parecen casuales. Según contó Reichardt, para The Mastermind encontró inspiración en un robo real. En mayo de 1972, una banda de ladrones se llevó dos Gauguin, un Picasso y un Rembrandt del Worcester Art Museum, de Massachusetts. La cineasta eligió recrear la época pero optó por inventar un museo, el Framingham Museum of Art y también hizo cambios en el botín: en este caso las obras pertenecen a Arthur Dove (1880-1946), uno de los primeros artistas abstractos de los Estados Unidos. Una de las pinturas elegidas era la favorita de J. B. en sus tiempos de estudiante.
Si J. B. miraba el mundo desde afuera, ahora es él mismo quien está afuera de todo, una figura solitaria en fuga. La soledad era una marca de época en aquellas películas de los 70 que, con sus formas exquisitas, Kelly Reichard recupera para recordarnos hoy, en tiempo de robos perfectos en el Louvre, poscapitalismo tecnologizado y guerras que se extienden sin grandes costos políticos para sus gestores, cómo era aquella atmósfera ilusionada, melancólica e insuperable.
La nueva película del noruego Joachim Trier, que se estrenó en cines esta semana y pronto podrá verse en Mubi, narra una historia de vínculos apasionados que tiene en el centro a un padre artista, seductor y ególatra y a dos hijas que no consiguen tomar distancia del tormento que supuso no haber sido lo más importante en la vida de ese papá. (Reflexión sombría: acaso nunca terminamos de ser lo más importante en la vida de nuestro padre).
La casa (de un estilo que algunos definen como “victoriano vikingo”) no es solo la elegante construcción de varias habitaciones en la que vivieron los cuatro durante los años en que estuvieron juntos sino también el espacio en el que nacieron, vivieron y murieron varias generaciones de la familia original de Gustav. La casa le pertenece y se propone hacer algo importante allí, por lo que, como señaló la crítica Manohla Dargis en The New York Times, la película de Trier podría perfectamente ser definida como “la historia de una familia perseguida por el pasado”.
Una de las hijas del cineasta, Nora (Renate Reinsve), es una famosa actriz de teatro clásico a quien desde el vamos se le advierte una cierta inestabilidad emocional. Es brillante pero insegura, siempre al borde del ataque de pánico que, por otra parte, la inviste con una especie de pasión demoníaca por la actuación.Las primeras escenas de la película, allí donde las hermanas atienden amorosamente a quienes las visitan en medio del duelo, parecen sacadas de las imágenes dolientes de algunos cuadros de Edvard Munch, tan noruego como los personajes de esta película, plena de homenajes culturales. El nombre de la hermana mayor, por caso, es el de la protagonista de Casa de Muñecas, la pieza teatral del famoso dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Nora es justamente la que abandona la casa.
Trier filma el regreso de Gustav (el marido y padre que abandonó la escena, que dejó a su mujer y también a sus hijas) con una contención precisa. La tensión entre los miembros de la familia se manifiesta en las miradas, los silencios y los cuerpos, que apenas consiguen compartir un mismo espacio. Ninguno busca acercarse, solo buscan tener razón. Todos lidian con el trauma de sus vidas.Una vez que Nora le dice que no, la búsqueda de Gustav se traslada hacia otra posible protagonista: Rachel Kemp, una actriz estadounidense de moda (Elle Fanning) que lo admira y que sí aspira a ser desafiada por el cine arte. Este personaje le sirve a Trier para introducir una reflexión lateral secundaria sobre los cambios tecnológicos en el cine y sobre la frivolidad del presente pero también para abundar sobre la diferencia entre el cine/arte y el cine/entretenimiento.
Cargada de relatos orales que llevaban los pacientes de Sissel y de historias de vida y de muerte de varias generaciones, la casa familiar funciona como un personaje más en la película de Trier, que ganó el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. “¿Cuál es el lenguaje que compartimos en una familia —entre hermanos, padres e hijos— pero que no hablamos?”, se preguntó el director durante una entrevista reciente. Ese es justamente el punto de partida de este film hermoso y profundamente perturbador.
Fuente: telam
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