Sábado 20 de Diciembre de 2025

Hoy es Sábado 20 de Diciembre de 2025 y son las 07:28 ULTIMOS TITULOS:

20/12/2025

“Más fácil es creer en Dios”, un cuento de Sofía de la Vega sobre las pequeñas transgresiones

Fuente: telam

Infobae Cultura publica un relato de “De los potrillos nacen ríos”, el nuevo libro de la escritora tucumana, donde una monja confiesa sus pequeñas transgresiones en la vida conventual

>De los potrillos nacen ríos, el primer libro de cuentos de Sofía de la Vega, fusiona lo animal y lo humano, la religión católica y las creencias populares, trazando un puente entre la ciudad y la montaña. Martín Felipe Castagnet dijo que estos relatos poseen “el encanto de lo extraordinario”, mientras que Julieta Correa aseguró que “la inquietud rápidamente da lugar a la maravilla y el placer de encontrar historias llenas de verdad y de belleza, en su forma más misteriosa”.

“Sus relatos podrían confundirse con el fantástico, pero responden a las realidades complejas y a veces extrañadas que se traman lejos de las grandes ciudades. Emergen de ese doble fondo surreal al tiempo que concreto”, escribió Selva Almada sobre este libro.

Nacida en San Miguel de Tucumán en 1993, Sofía de la Vega estudió Letras en la Universidad Nacional de Tucumán y es becaria doctoral del Conicet. Organiza el Festival Internacional de Literatura Tucumán (FILT). Publicó los libros de poesía Blancas y plateadas (2018), La idea es vivir cerca pero no encima (2019) y Los ángeles son vacas (2025). En 2024 obtuvo el Premio Estímulo a la Escritura Todos los tiempos el tiempo en la categoría Narrativa.

Tuve que ordenar los pecados. Es jueves, el día que nos toca sentarnos frente al padre Carlos y contarle las cosas que hicimos mal en la semana. Yo soy puntual, no soporto la desorganización, que las confesiones se demoren. Pero en este convento siempre es así, hasta que se terminan de confesar todas, se hace la hora de la cena y lo tenemos que invitar al padre. Lo queremos, ya estamos acostumbradas a él, pero come el triple que nosotras y siempre hay que cocinar más. A veces, durante las confesiones, le hago ojitos a las otras hermanas para que larguen ligerito el pecado, también trato de dar el ejemplo, entonces empiezo. El tema es que por apurarme y llegar primero no pienso lo suficiente qué pecados he cometido desde la última vez, así que tengo que improvisar. Somos una comunidad como de sesenta monjas en la casa de las Hermanas Dominicas de Tucumán y no hay mucho pecado que hacer. Bueno, lo común, a veces mentimos, nos escapamos al cyber para jugar en línea, o hacemos alguna gastada, como llenar de arena los bolsillos de la sotana a la hermana Gloria, que está más cerca del arpa que de la guitarra. También hay mucha competencia entre nosotras, pero es lo normal por tanto encierro.

“Al convento caí por un llamado muy verdadero. Como ya sabe, cuando yo era chica vivía en Salta con mi mamá, mi papá y mi hermana mayor, éramos devotos como todos los salteños del Señor y la Señora del Milagro, pero devotos por tradición. No era un amor verdadero, no sentía ningún fueguito en el pecho cuando iba a misa. Traté de entusiasmarme y me uní al coro de la Catedral, pero lo abandoné al poco tiempo porque al ser la más petisa del grupo iba adelante y sentía que todos sus cantos me llenaban la nuca de baba. Yo quería cantar, no llenarme de bacterias, parásitos y otras enfermedades que tendrían en su boca. Después nos mudamos a Tucumán, así medio de pronto, mi papá era de ahí y a él le hacía falta cambiar de aire, así que decidió trasladar su bulonería a esta provincia. En realidad, todo había sido idea de mi mamá, que le aburría mucho Salta y cuyo único trabajo era cuidar de nosotras, cosa que podía hacer desde cualquier lugar del mundo, que mejor se alejaban de esa provincia tan chismosa. A los dos les agarró bronca con Salta y hasta mi mamá, que tenía toda la familia ahí, volvía solo una vez al año para el cumpleaños de mi abuela. Igual casi no veíamos a mi abuela ya de antes, mi mamá decía que era una india mentirosa.

El padre suspira profundo y me dice que conoce perfectamente quién es Santa Rosa, yo sigo. “Es que usted, padre, viene de Mendoza, entonces por las dudas se lo contextualizo, para que la confesión sea lo más verdadera posible. Me tomo muy en serio los sacramentos, si no qué gracia tiene mi elección. Una de las tareas de las Hermanas Dominicas del Santísimo Nombre de Jesús es atender la educación de las niñas católicas del norte del país, por eso hace más de cien años fundaron el Colegio Santa Rosa, donde toda chica tucumana que se precie de tener buena familia y cercanía a Dios asiste. Había otro colegio dominico, Santo Tomás, pero no era tan prestigioso como el nuestro, a las otras les decíamos las cucas porque su uniforme era un delantal marrón y la gran mayoría de ellas tenían el pelo oscuro y largo, la piel morena y ojos almendrados. En realidad, se parecían mucho a nosotras, pero de cada diez alumnas en el Santa Rosa había una rubia o de ojos claros o, mejor aún, una rubia de ojos claros que destacaba frente a la fisonomía andina de la mayoría. Yo estoy a mitad de camino, se podría decir, petisa, de piel cetrina, llevo el pelo muy tirante hacia atrás porque soy ruluda y tengo un ojo marrón y otro gris. Igual el ser medio rubia no me dio belleza, al contrario, parezco un budín marmolado. No me preocupa eso, padre, si soy monja al único que le tengo que gustar es a Jesús. Pero la realidad es la realidad, también es realidad que las santas son todas muy bonitas.

“La hermana Gloria cantaba en la procesión hacía treinta y cinco años, entonces la hermana superiora Sandra no se imaginaba la emoción de las monjas más chiquitas por tomar ese lugar. Todos los 30 de agosto es la fiesta de Santa Rosa y la fecha de la procesión que termina en el Hospital de Niños donde hacemos el abrazo simbólico. Usted sabe cómo es la cosa: nos convocan del colegio, primero las alumnas de primaria, después las de la secundaria, atrás la congregación, delante de todo va una camioneta que es de la Iglesia Santo Domingo. La usan para donaciones, voluntariados, demás trámites y para las procesiones. La hermana Gloria siempre iba en la caja sentada como en un trono, era su silla de ruedas atada a la caja de la camioneta, cubierta totalmente de rosas de plástico; las flores se fueron destiñendo con el tiempo, lo que les daba un aura pastel pero que a las hermanas más grandes les gustaba porque les parecía pudoroso. Y así, sobre la silla floreada y con guitarra en mano, cantaba todas las canciones del repertorio. Su voz sonaba por toda la ciudad porque desde la municipalidad encendían los parlantes que usan también para la misa de Semana Santa. No sé si sabe, pero eso es muy importante porque te conecta con otros mundos, a tal punto que cuando la hermana Gloria era más chica la escucharon los productores de Canal 15 y la invitaron a cantar en el noticiero de la noche en la previa del Día del Estudiante. Mucha gente se la acuerda de ahí. No en vano cantamos, así llevamos a Dios hasta los lugares más inhóspitos.

El padre carraspea y me interrumpe: “Hija, yo conozco la historia de Elmina, Santa Rosa, la Virgen María, Jesús, la Biblia, no me tiene que hacer un repaso de esos temas, sus hermanas ya están formando una fila tras suyo y están esperando para la confesión, cuénteme el pecado que le hace doler el corazón, aquí vengo a darle el don del perdón, así que no tiene que temer”. Nunca lo había escuchado tan comprensivo al padre Carlos, en general se mantiene en silencio y al finalizar me da a rezar un rosario, excepto una vez que me dio la misión especial de lavarle los pies a la hermana superiora porque la había hecho llorar a otra hermana nueva, la Micaela de Santiago del Estero, que le había pedido que no se sacara los zapatos en mi presencia por el olor a pata que tenía. Mi verdadera cruz es convivir con todas estas mujeres de dudosa higiene, igual estoy tranquila, sé que si hago todo bien en poco tiempo me suben de grado novicial y tendré cuarto para mí sola.

Trato de concentrarme, tantas interrupciones del sacerdote confunden mi relato. “Retomo lo de la adolescencia y lo que le conté de que necesitaba una señal de Jesús. Bueno, me la dio, comencé a sentir en cada misa de los viernes que el corazón se me salía como si fuera caballo en medio de la ruta. Estaba tranquila y cuando nos persignábamos para escuchar la palabra de Dios aparecía la arritmia como si el alma me saliera disparada. Le dije a mi mamá lo que me pasaba y en lugar de interpretarlo como un mensaje del cielo, me llevó al cardiólogo. Me hicieron un electrocardiograma y eso comprobó que yo tenía razón. No tenía nada físico, el médico dijo que había desarrollado un poder mental fuerte que podía inducir a esos estados. Más fácil es creer en Dios.

Yo me acuerdo de que me decidí a ser monja cuando perdí mi virginidad. No me mire así, padre. Nunca me gustó usar el verbo perder, porque con esa pérdida había ganado todo. Fue con mi primer novio, un chico que no era de colegio religioso sino de una escuela pública, pero esas de mucho prestigio académico. Se llamaba Camilo y lo conocí en clases de guitarra. Por mi insistencia en la cuestión musical, mi mamá había estado buscando que aprenda a tocar algún instrumento y le habían recomendado un profe de guitarra que se había egresado del conservatorio y era especialista en folclore, enseñaba en su departamento de Barrio Sur. Después de mi mala experiencia con la saliva, esperaba que tocar un instrumento no comprometiera tanto el físico, pero no había tenido en cuenta el movimiento que se hace al tocar la guitarra, el contacto y el calor. El profesor no podía prender el aire acondicionado durante las clases porque su aparato hacía mucho ruido y no permitía escuchar los acordes. Yo iba después del almuerzo, a las dos de la tarde, cuando el sol azotaba más que nunca en las calles del centro. Los cinco alumnos que conformábamos ese turno a partir de octubre salíamos empapados por la transpiración, como si viniéramos de correr. Estaba muy cerca de dejar todo cuando me hice amiga de Camilo, lo primero que me llamó la atención fue que su transpiración olía bien, se notaba que se bañaba antes de clase. Tenía quince, un año menos que yo, pero era mucho más alto y sabía un montón de cosas de música y cine que yo desconocía. Las chicas no tenían gustos, no eran hinchas de un equipo, ni veían películas de un director, ni escuchaban música más allá de la música que se escuchaba en las fiestas. Eran fans de lo que estaba de moda y de los chicos del colegio de curas, por supuesto. Camilo, en cambio, tenía gustos específicos para todo, me hablaba del rock progresivo inglés, el nuevo cine argentino de los 90, los cómics del under, la poesía narrativa experimental, y así con todo. A lo único a lo que me había dedicado esos años era al estudio de Dios y la voz, pero Milo, como yo le decía, estaba seguro que mis conocimientos eran trascendentales, muy filosóficos y le estaba dando una nueva sabiduría. Así empezamos a compartir otras cosas además de las clases de guitarra, íbamos a conciertos en bares para mayores, veíamos proyecciones de películas en la Facultad de Filosofía y Letras, disfrutábamos del teatro cuando teníamos plata, pero también íbamos a misa. Nunca esperé que guste de mí, porque nunca le había gustado a un chico, ni estaba entre mis motivaciones, pero un día después de las clases me dijo que le gustaba mi pelo, me corrió un mechón duro y me dio un beso. Por casi seis meses no nos despegamos.

El padre me pregunta si falta mucho para que le confiese el pecado por el que debía dar el pésame y le contesto que sí. “Retomando la cuestión, yo le conté esto, porque hace ya un tiempo no veía la cara de Jesús en el techo y sentía que había perdido mi fe. Como al ser monja no podía tener relaciones sexuales, esperaba que el canto me ayude a recuperarla. ¿Vio que las intenciones eran buenas? Bueno, resulta que la hermana Gloria me entrenó, padre, y la hice parte de mi mentira. Lunes y martes, que eran los días de menos actividad en el convento, íbamos al cyber y entrábamos a la web lenguasdedios.org de donde descargábamos cuadernillos de canciones de todo tipo, incluso nos animamos al gospel. Por suerte el cyber contaba con una rampa para discapacitados y los chicos que atendían nos separaban una compu cerca de la salida, cosa que la hermana Gloria no tuviera problemas. El resto de la semana, ella me hacía practicar a las cinco de la mañana antes de las oraciones, decía que, aunque no pareciera, esa era la voz de Dios, la del alba. También me dijo que yo era una joven muy limpia, pero sin gracia, por no decir que era un esperpento, así que me dio una plata que tenía para ir a la peluquería a arreglarme el pelo y las uñas, me dijo que las monjas no tenían que tener vanidad, pero tampoco podían presentarse con el aspecto tan perjudicado frente a Jesús. La última acción de la hermana Gloria fue proponer una fecha de audición cuando sintió que yo estaba lo suficientemente preparada y para no darle tiempo a las otras monjas para ensayar. Avisaron de la audición de un día para el otro, un anuncio pegado en la secretaría del convento: MAÑANA AUDICIÓN PARA CANTANTE DE LA PROCESIÓN SANTA ROSA, PRESENTARSE MENORES DE 60 AÑOS. A pesar de las quejas por el límite de edad, nos anotamos como veinte y, por supuesto, estaba la impoluta Guillermina.

Yo sé que a usted, padre, le indigna la violencia sobre todas las cosas. Entonces a escondidas de la hermana Gloria, armé un plan por si pasaba que la Guillermina quedaba finalista: en la parte superior del colegio armé una trampa para murciélagos, fui dejando fruta y unas ondas sonoras que bajé del cyber, en el título del video decía LOS SONIDOS MÁS MAGNÍFICOS DE MURCIÉLAGOS PARA INDUCIR AL SUEÑO. Cuando llegaron a ser como cuarenta, los encerré y les daba poquísima comida, cosa que se pongan más agresivos. Por suerte y por mala suerte, todo ese trabajo no fue al vicio porque pude usarlo el día de la audición.

Al final nos avisaron que a la tarde las dos competiríamos por el puesto. La hermana Gloria se me acercó y me dijo que ahora dependía de la fuerza del sueño de Jesús. Sentí que me estaba soltando la mano. Miré para arriba y no lo vi, no estaba la carita de Jesús, no me estaba viendo como lo hacía siempre, pero yo sabía que tenía a los murciélagos. Fui al altillo a buscarlos, ahí estaban con sus aleteos hambrientos. En uno de los costados del altillo había un ventiluz que daba a la capilla, lo abrí, pero permanecían entumecidos por la luz solar y la falta de alimento. Bajé y conseguí unas frutas que mantenía cerradas en bolsas Ziploc para que el olor no saliera. Había que esperar el momento.

Noté que se me había ido un poco la mano sobre todo con la estrategia final para ganarle a la Guillermina, solo tenía que confiar. Agradecí los aplausos y las lágrimas me empezaron a brotar, pero en medio de la emoción, ¿quién se desvaneció? La santa Guillermina. Al parecer no había comido nada en todo el día por los nervios, una práctica muy común en el convento. Las hermanas pidieron algo con azúcar y yo sin pensarlo les di mi bolsa Ziploc. La abrieron y le acercaron un pedazo cuando yo sentí que algo caliente caía sobre mi pelo, era el guano de los murciélagos. Comenzaron a revolotear por toda la capilla. La hermana Gloria le dijo a la hermana superiora que se sentara encima de ella y agarró toda velocidad en la silla de ruedas y salieron antes que todos. Las alumnas gritaban, otras monjas se escondían debajo de los bancos. La Guillermina, de pronto, se recuperó y con la cara chorreándole un pedazo de frutilla giraba como poseída. Los murciélagos fueron directo a su cara y ella gritó tanto que retumbó hacia las afueras del colegio. Nadie accionaba, entonces fui a buscar la grabación especial ultrasónica que había descargado en el cyber. No me demoré más de cinco minutos, pero cuando llegué y pude encender el reproductor de música, a Guillermina ya le faltaba un ojo. La miré y le dije que ahora ella verdaderamente era Santa Rosa, no yo.

El padre con los ojos muy abiertos me pide que le diga el pésame, lo hago en voz muy baja. Pisando la oración: “Me propongo firmemente no pecar más y evitar las ocasiones próximas al pecado. Amén”. El hombre me toma de las manos y me dice que rece dos rosarios y le dé el lugar de Santa Rosa a la Guillermina cuando vuelva del reposo. “Ahora alcanzame la chocolatada, hija, que te escuche Dios”.

Fuente: telam

Compartir

Comentarios

Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!