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06/12/2025

Aquí está Jenni Fagan, la autora escocesa que Mariana Enriquez definió como “una bruja, una rockera, una mujer sin miedo”

Fuente: telam

La joven editorial Queequeg Press acaba de editar en español “Luckenbooth”, la historia de Jessie MacRae o “la hija del diablo”. Infobae Cultura publica un fragmento de esta inquietante novela

>Una nueva editorial independiente, Queequeg Press, inicia su actividad con la publicación en español de Luckenbooth, novela de la autora escocesa Jenni Fagan traducida por Micaela Ortelli.

“Esta novela tiene hijas del diablo, mujeres que se aman, fantasmas políticos, mineros que le temen al sol y a un William Burroughs enamorado: todos en el mismo edificio de Edimburgo durante cien años”, escribió Mariana Enriquez. “Jenni Fagan hace magia con su magnífica escritura, su desprejuicio y su inteligencia. Es una bruja, una rockera, una mujer sin miedo, y Luckenbooth es su hechizo más poderoso”.

Entre los reconocimientos de Fagan figuran el título de Scottish Author of the Year en los Sunday Herald Culture Awards (2016) y su elección como Fellow de la Royal Society of Literature (2023). La edición de Luckenbooth cuenta con una fotografía de cubierta de Marcos López. La dirección editorial de Queequeg Press está a cargo de Andrés Hax. A continuación, un fragmento de Luckenbooth.

El cadáver de mi padre mira a las olas del Atlántico Norte. Ojos grises. Pestañas decoradas con gotas de lluvia. Todo nuestro mundo reflejado en burbujas diminutas. A sus pies, un baile de prímulas y drimias marítimas. El cuerpo está incrustado en la hendidura de una roca. Escombros de tormenta desparramados por la costa. Cajas de transporte. Botellas verdes pequeñas con las etiquetas gastadas. Poblaciones de algas recubren las rocas de capas gelatinosas. Tardo una hora en bajar de nuestro acantilado hasta la orilla del agua. Traigo en la mano una botella de vidrio azul. Tintura de yodo. Una calavera y huesos cruzados en el rótulo. Bebo. Le cuento mis secretos al interior vacío. Los sello con el tapón. Dejo la botella en el agua. Miro para atrás y veo una línea vertical justo en el medio de nuestra playa como el lomo de un libro.

Por ahí arrastré mi ataúd. Llevo sus remos.

otro lado de la ventana de la cocina, para que viera mi madre. Ella veía el mundo a través de esos cuatro vidrios cuadrados. Todas las estaciones. Todas las desdichas. Esa noche mi padre la hizo dormir en su cajón. Después mi hermano se familiarizó con el suyo. Yo barnicé el mío diez veces sin premoniciones.

La primera noche, cuando calma el viento, me acuesto en el ataúd.

Cuando despierto, las olas ruedan cada vez más grandes. Canto. Fumo. El humo se eleva en hilos ondulados. Desayuno galletas de avena y queso. Barreno el agua con los dedos agrietados. La foca los peina con sus bigotes. Como un pescado fresco que traje. Extraigo las espinas. Apenas me roza el estómago. Aparece una rajadura en el ataúd del grosor de un pelo. Me santiguo

La tercera mañana se forma niebla.

Los espíritus del mar sufren tanto como los vivos.

No tengo brújula.

me dan la información que necesito para llegar a mi puerto. Desemboco en el Water of Leith al amanecer. Cuatro cormoranes sobrevuelan el agua inmóvil, las alas casi tocando su propio reflejo. ¡Tan gráciles! Escondo el ataúd en un rincón entre los muelles detrás de los botes de arrastre. Lo amarro. Se queda meciendo. Trepo un muro por unos encastres oxidados. Discusión de hombres cerca. Me saco la ropa rápido detrás de unos barriles, me paso el cepillo por el pelo veinte veces, me ajusto el corsé, me pongo medias de seda limpias y deslizo sobre mi cabeza el mejor vestido de mamá. Gris casi negro con escote cuadrado, bajo, a la altura de verse un latido del corazón. Recojo mi larga cabellera marrón. Tengo la piel blanca con un tinte azul.

Estoy lista.

No un demonio.

Necesitada.

Camino a lo largo del muro delimitador. Paso junto a símbolos extraños, basura, herramientas rotas. Niños descalzos me pasan corriendo por al lado. ¡Deben tener las plantas de los pies como de cuero! Avanzo por Elm Row. Veo aparecer el lujoso North British Hotel. Giro en dirección a North Bridge y el viento me hace doler. Veo el castillo de Edimburgo a la derecha, el vapor que sube de la estación de Waverley, Arthur’s Seat y los peñascos a la izquierda —un destello azul más lejano todavía que las olas—. Bueno saber que está el mar cerca. Es importante, en cualquier ciudad, conocer siempre las vías de escape. Papá me traía aquí una vez al año. Vendía achuras, o hacía trueque, y después me dejaba esperando en el bar mientras él se iba con una mujer. Freno en el medio del Tron. Detrás está la Royal Mile,

Escupo.

Miro la saliva sobre los adoquines, una pizca de sangre que solo veo yo.

Empiezan a amontonarse hombres a mi alrededor. Cuellos clericales. Pelo corto. Piel limpia. Bigote o barba. Zapatos lustrados. Avanzan como barcos de distintos tamaños en un mar gris. Un cura joven desliza su mirada por mi cuerpo con pensamientos tan impuros como los de cualquiera. Sé que lleva dentro del pantalón algo tan tibio e indefenso como un ratón. Esa cosa solo podría erguirse por crueldad. Calor en las sienes. ¡Podría clavarlo tan fácil! Ruido de zapatos pisando adoquines. Uno a uno, los sacerdotes desaparecen más adelante en el City Chambers. El pregonero grita.

Adelante se ven los chapiteles de St Giles.

Edimburgo seduce con sus edificios antiguos. Sirve alcohol y comida a sus transeúntes, les ofrece sus chucherías, les vacía los bolsillos. Es una carterista. La mejor clase de ladrona: de quien menos desconfiás.

Tiene que parecer que no veo. Que no sé.

Desciendo en una calle a la sombra. Los ruidos de la ciudad se atenúan.

¿Qué depredador clase uno dejaría avanzar a alguien mejor?

Que Dios te ayude si de noche te duermes al lado de un cocodrilo.

Fuente: telam

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