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19/10/2025

La brutal traición que sufrió el científico que halló la cura de la tuberculosis y el villano que le robó el Nobel de Medicina

Fuente: telam

La infección, que produce graves síntomas respiratorios, mató a mil millones de personas entre los siglos XVIII y XIX. En los años 40, un joven estudiante se propuso erradicarla, pero no sabía lo que le esperaba

>El drama era total. La infección era tan mortal que la llamaban “Plaga Blanca”. Ni la peste bubónica producía tanto temor como esta enfermedad que llevaba milenios causando muertes, pero que sólo contemplando el siglo XVIII y XIX había provocado alrededor de mil millones de decesos. En los años cuarenta del siglo XX, la tuberculosis era el gran mal sanitario en el mundo entero.

Se trataba de un abordaje bastante ineficaz. Tampoco ayudaban demasiado los tratamientos con penicilina o sulfonamidas, antibióticos que servían para curar otros males pero que a la tuberculosis no lograban hacerle mella.

Albert Schatz tenía 23 años cuando empezó a desesperarse por encontrarle una solución eficaz a la tuberculosis. Era estudiante de posgrado en la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, Estados Unidos, y era discípulo de Selman Abraham Waksman, un experto en Microbiología cada vez más reconocido.

En los años finales de la Segunda Guerra Mundial, el jovencísimo Schatz había atendido a soldados que atravesaban graves infecciones bacteriológicas. Su trabajo en hospitales militares de Florida, en el sudeste de su país, había despertado definitivamente su interés por la atención de pacientes que atravesaban cuadros infecciosos.

Para Schatz, encontrar una cura para la tuberculosis se volvió primero una tarea a contraturno a la que dedicaba su tiempo libre y, enseguida, la obsesión a la que empezó a dedicarle sus días y sus noches. No importaban sus condiciones de vida, importaba combatir esa enfermedad que arrasaba. Sabía que había algún antibiótico por desarrollar, pero también sabía que no podía hacerlo solo.

Selman Abraham Waksman era jefe del Departamento de Microbiología en la Universidad de Rutgers, donde toda la comunidad médica lo consideraba una eminencia. Había emigrado de la Rusia zarista y se había formado en esa universidad, en la que había obtenido un doctorado en Bioquímica.

Pero hubo uno de ellos que le valdría más reconocimiento que todos los demás, y en cuya elaboración prácticamente no se involucró, aunque después se llevara todo el crédito. Schatz trabajó solo, en condiciones de vida durísimas, para lograr el desarrollo de la estreptomicina, el antibiótico que finalmente serviría para combatir la tuberculosis.

Waksman tenía un motivo central para no involucrarse directamente con el desarrollo de esa cura. Exponerse a la cepa de tuberculosis con la que se trabajaba le resultaba un riesgo demasiado alto, por lo que no dudó en impulsar a Schatz para que fuera él quien hiciera el verdadero trabajo en el laboratorio.

Durante todo el tiempo que duró la investigación en el laboratorio, Waksman se mantuvo alejado de su discípulo. No bajó ni una vez a supervisar cómo iba el trabajo que Schatz desarrollaba en el sótano. Ese laboratorio de condiciones precarias se convirtió prácticamente en su hogar: para trabajar la mayor cantidad de horas posibles, el joven dormía apenas algunas horas sobre un banco de madera allí mismo.

Además, como cobraba un estipendio mensual de apenas 40 dólares, comía frutas, verduras y lácteos que sacaba a escondidas de distintos departamentos de la universidad. En esas condiciones, nunca perdía de vista su objetivo: encontrar el antibiótico que combatiera la tuberculosis.

El 19 de octubre de 1943, Schatz llevaba a cabo el que se convertiría en su célebre “Experimento 11″. Durante ese proceso, logró aislar el nuevo antibiótico: la estreptomicina. La droga lograba inhibir el crecimiento de la bacteria que desencadenaba la infección por tuberculosis.

Cuando la estreptomicina logró demostrar su eficacia a través de varias pruebas que Schatz llevó a cabo en el laboratorio, Waksman dio las primeras señales de verdadero interés por el trabajo de su discípulo. Ese trabajo del que iba a apropiarse sin miramientos. En ese momento, el titular del Departamento de Microbiología de Rutgers se puso al frente de las negociaciones con distintos centros de salud para que se involucraran con la experimentación.

Schatz seguía dedicando su vida a mejorar cada vez más la aplicación del antibiótico que curaba la tuberculosis, y mientras eso ocurría, Waksman viajaba por el mundo para dar conferencias sobre su supuesto nuevo descubrimiento.

En varias publicaciones científicas, Schatz figuraba como coautor del hallazgo, algo que era atípico por tratarse de un joven estudiante de posgrado y que, por otro lado, resultaba poco ya que en realidad ese joven estudiante de posgrado había llevado adelante todo el trabajo por las suyas. Waksman, en cada presentación pública y en cada entrevista, generaba toda la confusión posible respecto de qué rol había tenido su discípulo en el desarrollo.

El “ninguneo” permanente al trabajo que había hecho y que seguía haciendo Schatz cruzó todos los límites cuando el joven científico descubrió que Waksman estaba cobrando regalías por la patente del antibiótico descubierto. Los dos investigadores se habían comprometido en 1946 a ceder las regalías patente de cualquier hallazgo a la Fundación de Dotación e Investigación de la Universidad de Rutgers. Sólo recibirían, cada uno, un dólar como compensación meramente simbólica.

Schatz se sintió del todo traicionado, y decidió iniciar una demanda contra su supuesto mentor y también contra la universidad, que había sido parte del acuerdo oculto por las regalías en favor del afamado microbiólogo de origen ruso.

Durante el litigio se supo que Waksman recibía, además, 300 dólares mensuales de parte de una farmacéutica a la que brindaba información sobre los desarrollos en su laboratorio. Rutgers, que quería evitar un escándalo de grandes proporciones, instó a ambos científicos a que llegaran a un acuerdo lo más rápido posible y por la vía extrajudicial.

Sin embargo, ese arreglo no torcería el destino que se había empezado a trazar cuando Waksman se apropió del descubrimiento del científico al que formaba. Schatz había sido calificado como “agresivo”, “litigioso” y también como “el atacante de una eminencia”. A pesar de que el traicionado había sido él, la comunidad científica le cerró las puertas: más de 50 instituciones estadounidenses lo rechazaron como investigador.

Como Schatz no conseguía ningún lugar en el que seguir desarrollando su carrera dentro de su país, en los sesenta se vio obligado a emigrar. Se instaló en Chile, donde trabajó como profesor universitario mientras esperaba que la historia de su hallazgo cobrara verdadera notoriedad.

Recién en los años noventa empezó a salir a la luz el verdadero crédito que Schatz merecía. En 1991, el microbiólogo británico Milton Wainwright publicó una detallada investigación que daba cuenta de la injusticia cometida casi medio siglo atrás. Dos años después, el mismísimo Schatz contó su versión de los hechos en La verdadera historia del descubrimiento de la estreptomicina.

En 1994, en el contexto de las celebraciones por los cincuenta años del descubrimiento de la droga, la Universidad de Rutgers otorgó a Schatz la medalla con el nombre de esa institución, su más alta distinción. El científico tenía 74 años y ese gesto fue una reivindicación tardía, pero una reivindicación al fin.

Con toda esa información, Pringle publicó Experiment eleven, el libro que narra cómo el trabajo revolucionario de Schatz fue silenciado en favor de Waksman, que hasta obtuvo el Nobel gracias al trabajo de su discípulo. Toda esa injusticia está descripta en el trabajo del periodista.

Después de la publicación de Experiment elevent, Schatz dedicó los últimos años de su vida a dar detalles sobre la verdadera historia de su hallazgo. Murió en 2005, con la tranquilidad de que su trabajo había sido finalmente reconocido.

Por la cantidad de chicos que perdieron la audición, se llegó a llamar “Droga Maldita” al descubrimiento de Schatz. Sin embargo, ese hallazgo fue el punto de partida para desarrollar alternativas cada vez más afinadas en el tratamiento de la tuberculosis, la enfermedad más fatal de aquellos años.

Fuente: telam

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