Martes 14 de Octubre de 2025

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14/10/2025

Uno termina de leer y quisiera mandarle un mensaje: “Te escuché, no estás sola”

Fuente: telam

Esto es lo que dijo el escritor Santiago Llach al terminar “La risa más triste”, el libro de cuentos de Mariana Marx. Infobae Cultura publica uno de ellos

>La risa más triste, el nuevo libro de Mariana Marx, explora las grietas de la vida privada a través de relatos que abordan lo doméstico, lo femenino y los vínculos familiares. Con una prosa directa, la autora se adentra en las ruinas afectivas del campo y la ciudad, exponiendo tensiones cotidianas y heridas persistentes.

En los cuentos, el silencio y lo no dicho adquieren un peso central, permitiendo que deseos, injusticias y recuerdos se filtren en cada historia. Daniel Balmaceda subraya este aspecto al señalar: “Lo que sus personajes callan dice tanto como lo que narran, y en cada relato hay un resquicio por donde se filtra la verdad más humana.”

Infobae cultura publica uno de sus cuentos:

Corro en dirección a mi casa, doblo en la esquina y miro hacia atrás. Saco mi celular del bolsillo y marco el número de Ernesto. No me responde, me apoyo en un auto estacionado y le mando un mensaje: llamame por favor, estoy asustada.

Vuelvo a la esquina para ver si me está siguiendo. Por la vereda no se ve nada, casi sin aliento, vuelvo a escribirle a Ernesto: es importante, llamame por favor. Ahora él está en línea, ¿estás?, le pregunto y le digo que fui a ver la casa que quiere comprar: me abrió la puerta un hombre despeinado, tenía los dientes sucios, la camisa rota, los pantalones desabrochados y cuando hablaba se le caía la baba. Ernesto me responde que está ensayando y que no puede hablar.

No me importa ahora tu ensayo, fui a verla para vos, todo para ahorrarte la comisión de la inmobiliaria, le escribo.

—Estás pálida.

—¿Me podés acompañar acá a la vuelta?

—A ver una casa que queremos comprar con Ernesto.

—Estás temblando.

—¿Raro porque no tiene dientes?

—No sé, tengo que volver, cuando me abrió la puerta le dije que me había olvidado algo y que volvía más tarde,

—¿No será otro de tus ataques de pánico?

—¿Me acompañás o no?

—No sé, me da miedo ir sola, llevemos un cuchillo por las dudas, a ver si nos encierra y nos quiere matar.

instante después él me responde: Cachavacha, no va a pasar nada, andá tranquila que vas con tu hermano.

—Es esa, la de tres pisos.

—La que tiene el auto ese sin ruedas en la puerta.

—¿Por?

Tocamos el timbre, me paro atrás de mi hermano, Ernesto me escribe: filmá todo y avisame cualquier cosa.

—Esta es la biblioteca de papi y mami —Y nos señala un sillón en el fondo que da a una ventana. Por un instante, vemos, inmovilizadas, dos cabezas enfrentadas de espaldas a nosotros. Un perro salchicha nos ladra, mi hermano le sonríe, la pareja de ancianos se levanta y se disculpan porque no pudieron abrir la puerta. Ella tiene las manos enguantadas, un vestido verde con flores que le llega justo debajo de la rodilla, con el cuello levantado y bordado. El sombrero está adornado con una pluma que parece de faisán. Él se apoya en un bastón de madera y plata, tiene un chaleco entallado pese a su espalda encorvada y un pantalón de pana color mostaza que se hunde en unas botas de cuero encerado, todavía brillantes. Los dos tienen arrugas profundas, la piel, fina y traslúcida dejan ver un mapa de venas azuladas.

Frente a ellos tienen una mesita ratona con libros apilados, dos copas y una botella de vino dentro de una frapera de plata.

Mi hermano le responde que sí y acomoda el cuchillo.

Dejándolos atrás, subimos al tercer piso y un olor fuerte a colilla mojada de cigarrillo no me deja respirar. No hay luz, apenas se filtra un sutil rayo de sol entre las persianas rotas, algunas tienen maderas clavadas. Ahora sí veo miedo en los ojos de mi hermano. Seguimos caminando por el pasillo y en el fondo, en la última habitación, vemos un colchón tirado en el piso, rodeado de colillas, la ventana está tapada con enredaderas que crecieron hasta meterse adentro.

Apenas por la poca luz que entra, se ve sobre una mesa larga un televisor de madera y un tocadiscos entre las cientos de cajas desparramadas de una medicación que no alcanzo a distinguir.

Me dice que sí y le pregunta a mi hermano si tiene novia.

Me pregunta mi nombre y me dice que me ve cara conocida. Desde la planta baja llegan los ladridos del perro. Me quedo un rato mirando su colchón, tiene un tajo en el medio y la goma espuma con quemaduras de cigarrillos. Su cuarto parece aislado de los demás ambientes, abandonado.

—No, gracias —le responde Lalo tapándose la nariz—.Ya está, nos tenemos que ir.

—Me gusta tu nombre —dice moviendo los brazos y caminando con los pies hacia adentro.

Mientras tanto, me pongo a arreglar el jardín, corto las hojas secas del bananero, y le tiro sal a la pileta. Tal vez sea una mala idea ayudarlo con la compra, esa casa me parece que tiene una energía oscura. Me quedo pensando

Por fin, después de tanto trabajo en el jardín me sirvo una copa de vino y aprovecho a sentarme a disfrutar del silencio de la casa. Mi celular suena, un mensaje de un número que no conozco. Jimenita, soy yo, Juancito, recién vi-

en la mano y un libreto.

—¿Viste?

—¿Viste el video donde aparece él?

—Te los mandé todos.

—Mirá —le digo y saco el celular.

—Recién me llamó.

—Él, el hijo de los dueños de la casa.

—Es tierno, me dijo que quiere ser mi amigo.

—¿Qué decís?

—No seas tonto —le digo y voy a la cocina a buscarle una copa.

—Me mandó un mensaje, ¿lo escuchamos juntos?

—Pobrecito.

—Hoy no.

—No las necesito, si las tomo es por vos.

Pongo el audio en voz alta, comienza con un silencio, después balbucea una palabra que no se entiende, su voz

En uno de esos silencios se escucha apenas una pa­ labra que se escapa, y que intenta tapar rápido con una risa nerviosa. Esa risa es, quizás, lo más triste del audio, suena con miedo, a cuando la verdad te deja solo.

—Quiero invitarlo a casa.

—¿Por qué?

—Tengo muchos amigos así.

—¿Qué decís?

Fuente: telam

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