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03/10/2025

El día que entendí que mi hambre no era de comida

Fuente: telam

Tuve que tocar fondo para poder asumir lo que me pasaba. Solo cuando experimenté que no tenía salida, que era el final, me entregué. Hoy sé que mi hambre desesperada no era de comida, sino de aprobación, de reconocimiento; en el fondo, de amor

>Hice todo para estar más sano, más flaco, más fuerte, más lindo, y resulta que estoy más enfermo que nunca. Vivo en un infierno que yo mismo construí.

La respuesta fácil sería decir que buscaba mejorar mi salud. Pero, en el mejor de los casos, sería media verdad. La otra mitad, la más importante, es que hace años, décadas, vengo arrastrando temas pesados, negando miedos muy profundos, tratando de llenar un gran vacío.

En el deporte fui todavía más reconocido: llegué a ser campeón nacional de squash con solo diecisiete años, y me mantuve entre los tres primeros lugares del ranking durante mucho tiempo. Yo era extremadamente competitivo, y mis resultados desarrollaron la autoestima que no tenía. Ser campeón de mi país me hacía sentir importante, valioso, salir del lugar de minusvalía en el que, sin ser del todo consciente, me había sentido toda la vida.

Yo aceptaba esas definiciones y las repetía como si fueran propias, aunque me hubiera encantado ir en busca de mi máximo sueño. Uno que, por otra parte, no era ningún disparate, porque siendo adolescente ya era el mejor jugador del país.

Así y todo, los últimos largos años de mi carrera deportiva solo me produjeron dolor y frustración. Forzado a hacer lo correcto y lo que se esperaba de mí, empecé la facultad aunque no me interesaba en lo más mínimo. Durante algunos años llevé una doble vida que era un infierno: jornadas eternas de cinco o seis horas de entrenamiento diario, y otras tantas entre la facultad y el estudio.

Paralelamente, me iba atrasando en la carrera universitaria, algo que podría haber evitado si hubiera dedicado más tiempo al estudio. Seguí con esa doble vida imposible hasta que después de tres años de frustraciones en los dos ámbitos, con el dolor de mi alma decidí sincerar mi realidad y priorizar los estudios, mandando a pérdida mis ganas de ser campeón mundial.

Si hacía rato que ya no creía en mí mismo ni en lo que hacía, si estaba convencido de que en el squash no tenía futuro, ¿para qué había seguido? ¿Por qué no lo abandoné antes?

Por esa necesidad compensatoria de ser valorado seguía jugando aun cuando ya no creía en lo que hacía. Me aferraba a ese lugar sin vitalidad solo por el pánico de volver a ser invisible. Irónicamente, ese apego a algo que mi corazón ya había soltado obturaba cualquier posibilidad de recibir lo nuevo que la vida tenía para ofrecerme.

Es muy difícil entregar todo eso, aun cuando el precio que se paga por ese reconocimiento sea muy alto. No era amor, pero era un sustituto de altísima calidad. Cocaína de máxima pureza. Por eso seguía jugando, aun siendo consciente de que mi juego no mejoraría y de que nunca sería más que lo que era, lo cual me resultaba terriblemente doloroso. Era como aceptar no ser más que un buen amigo del amor de mi vida.

Este cuadro se montaba sobre un conflicto paralelo: toda la vida tuve terror a ser gordo. Y no de ser un tipo rellenito, sino de tener obesidad mórbida. Desde chico me gusta mucho la comida, lo cual, sumado a mi ansiedad, es un cocktail explosivo.

Siempre pensé que con mi voracidad, tener dientes en la boca era un error anatómico. Yo tendría que tenerlos en el estómago, porque en la boca no los uso: no mastico, solo trago, como esos perros a los que les tiran un hueso y lo devoran en dos tarascones.

El squash es uno de los deportes más intensos que existe y fue mi herramienta inconsciente para controlar esos fantasmas que me acompañaban desde chico. Me permitió comer sin preocupaciones, exorcizando el fantasma de la obesidad.

Era un equilibrio precario, porque bastaba que me lesionara y no pudiera entrenar durante un par de semanas para que mi ansiedad alimentaria se hiciera evidente en mi cara. Todos tenemos alguna manía con nuestro cuerpo, esos lugares que miramos en el espejo con obsesión. En mi caso son los cachetes de la cara. Toda mi vida los miré varias veces por día deseando que fueran diferentes de lo que son. Anhelaba una cara angulosa que nunca tuve ni tendré. Pero durante mucho tiempo estuve convencido de que si me esforzaba lo suficiente, la lograría.

Fue entonces cuando decidí comprarme La Antidieta, un libro sobre nutrición del que tenía excelentes referencias. Empecé a leerlo una medianoche y a las seis de la mañana siguiente, cuando lo había terminado, ya era vegetariano a rajatabla. Si bien el autor ofrecía varias posibilidades de alimentación, yo leí lo que quería leer. Para mí, decía que los únicos alimentos buenos eran los de origen vegetal y que lo más sano era no cocinarlos para que mantuviesen sus propiedades intactas. Sin el menor análisis, mucho menos una consulta médica, esa misma mañana empecé a comer únicamente frutas y verduras crudas. Inconscientemente, sentía que a grandes males, grandes remedios. A profundos miedos, soluciones extremas.

En pocas semanas pasé de pesar mis 72 kilos habituales a apenas 56. Para mi metro ochenta de altura, ese peso resultaba patológico, pero yo estaba feliz con mi cuerpo y no me daba cuenta de que parecía desnutrido. Con frecuencia nos cuesta reconocer lo obvio, especialmente cuando se trata de uno mismo.

Parecía un mundo perfecto en el que mis desequilibrios no tenían consecuencias. Pero las tenían, solo que se estaban gestando silenciosamente, como un tsunami que avanza hacia la costa.

Otra bandera roja que no quise ver fue el hecho de que 99% de mis pensamientos diarios giraban en torno de la comida. La dieta que parecía resolver mi temor a ser gordo estaba agravando mi problema de fondo, el miedo a mi propio descontrol.

Entonces, sin saber cómo, empecé a tener atracones. Aunque en aquel momento no podía entender por qué me pasaban, a la distancia es fácil ver que eran inevitables. De alguna forma, necesitaba descomprimir tanta represión.

En mi caso, una inofensiva cuchara de helado desencadenaba un huracán en el que terminaba comiendo dos kilos de helado, dos pizzas, doscientos gramos de chocolate, dos litros de Coca Cola, todo en treinta minutos. Obviamente sin disfrutarlo, porque ¿quién puede disfrutar algo que está haciendo muy mal?

Los atracones se fueron haciendo más frecuentes. Eran la contracara inevitable de vivir con una dieta tan estricta. El péndulo se movía de un extremo al otro. Yo me enojaba por no poder controlarme, omitiendo que vivía con un autocontrol tan estricto que, cuando flaqueaba, abría las puertas del infierno. El dique se rompía y el agua lo inundaba todo.

Con los años pude ver que mi adicción a la comida no surgió de la nada ni en cualquier momento. Fue la respuesta inconsciente que encontré para lidiar con dos problemas: el miedo a engordar porque mi carrera deportiva estaba terminada y ya no iba a quemar tantas calorías con un deporte de alta intensidad, y el vacío enorme por haberme quedado sin las fuentes de reconocimiento que tenía en la facultad y en el deporte.

De repente, todo había colapsado, mi vida se había desestructurado, y ahí estaba yo solito ante un enorme vacío. La dieta obsesiva fue la tabla de salvación a la que me aferré para tratar de organizar mi vida, darle algún sentido, un rumbo.

Poner foco en algo me hacía sentir a salvo de mis inseguridades y mis problemas. Me daba un orden, un propósito de vida. Tenía una misión que me estructuraba y me contenía.

Llegó un punto en el que estaba convencido de que iba a morirme. Poco importaba si era de un cáncer en el estómago o ahogado en mi propio vómito después de un atracón. La certeza de que me iba a morir era infinitamente más importante que cómo iba a suceder.

La recuperación de mi adicción fue un camino largo y doloroso. ¿Cómo podía volver del lugar tan extremo al que había llevado las cosas? ¿Cómo podía recuperar mi vida normal si estaba convencido de que cualquier alimento que no fuese fruta o verdura cruda era algo radiactivo? ¿Cómo iba a estar tranquilo mientras comía algo si estaba convencido de que me envenenaba?

Entonces la realidad volvía a golpearme y aparecían nuevamente los atracones en un cuerpo que ya venía muy castigado. Después de varias recuperaciones y otras tantas recaídas, llegó un momento crítico en el que no pude más. Y no era un pensamiento. Era una experiencia profunda.

¿Qué estaba dispuesto a entregar a cambio de ese objetivo?

Rendición incondicional.

Tuve que tocar fondo para poder asumir lo que me pasaba. Solo cuando experimenté que no tenía salida, que era el final, me entregué. Cuando internalicé que lo único que deseaba era volver a vivir en paz, pude soltar todas mis pretensiones y delirios. Y fue entonces cuando empecé a percibir signos de que esa rendición no era una derrota, sino quizás mi salvación.

Hoy sé que mi hambre desesperada no era de comida, sino de aprobación, de reconocimiento; en el fondo, de amor. Sé que usé el éxito para encubrir muchas heridas. Y que solo cuando dejé de luchar contra mí mismo apareció la posibilidad real de curarme.

Haber renunciado a todas mis exigencias, a mis miedos más grandes, y también a mis anhelos frustrados. Soltar esos delirios y solo desear una vida normal fue mi camino para recuperar la paz que había perdido hacía tanto tiempo.

Fuente: telam

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