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27/09/2025

Campos de internados en EEUU, 120 mil sospechosos de espionaje cautivos y la cicatriz de una herida en la Segunda Guerra Mundial

Fuente: telam

Entre 1924 y 1946, luego del ataque a Pearl Harbor, se crearon una serie de lugares de encierro para ciudadanos locales descendientes de japoneses en los Estados Unidos. Fueron los hijos del miedo y el prejuicio, y el único pecado que habían cometido era su ascendencia. Décadas después, les llegó el reconocimiento, la disculpa oficial y una compensación económica

>El sol abrasador de las tierras desérticas de California, Utah o Colorado no perdona. En los años de la Segunda Guerra Mundial, entre 1942 y 1946, el horizonte de estas regiones inhóspitas se rompió con la silueta de alambradas de espino, torres de vigilancia y barracas de madera alineadas como cicatrices en la piel de la pradera. Los campos de internamiento para japoneses y sus descendientes en Estados Unidos, creados tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, no eran solo un lugar de reclusión; eran un grito silenciado de desconfianza, un capítulo oscuro donde la democracia estadounidense tropezó con el miedo y el prejuicio. Más de 120.000 personas, en su mayoría ciudadanos estadounidenses de origen japonés, fueron arrancadas de sus hogares en la costa del Pacífico y enviadas a estos confines remotos, acusadas de un delito que nunca cometieron: su ascendencia.

Otros campos, como Tule Lake en el norte de California, o Amache en las llanuras ventosas de Colorado, no eran muy diferentes. Tule Lake, bajo un régimen más severo, albergaba a quienes eran considerados “desleales” por las autoridades, incluidos líderes comunitarios o aquellos que, en un acto de desafío o desesperación, solicitaban ser repatriados a Japón. En Amache, los restos de jardines improvisados y baños japoneses excavados por los internos aún testimonian una voluntad de humanizar lo inhumano. “Plantábamos álamos y olmos, creábamos pequeños oasis en el desierto”, relata un descendiente de los internados en Amache, citado por la arqueóloga Bonnie Clark. “Era nuestra forma de decir: seguimos aquí, seguimos siendo humanos”.

Crystal City, en Texas, ofrecía un contraste relativo. Aunque también estaba cercado por alambradas, los internos, incluidos japoneses, japoneses-latinos y algunos alemanes, reportaban un trato más amable por parte de las autoridades. Sin embargo, la libertad era una ilusión: los guardias armados y las cercas recordaban a cada paso que eran prisioneros de su propia identidad.

En estos campos, la rutina era una mezcla de monotonía y resistencia. Los internos, despojados de sus hogares y negocios —a menudo vendidos a precios irrisorios en apenas días—, se organizaron para recrear una comunidad. Crearon escuelas, iglesias, periódicos y hasta equipos de béisbol. En Manzanar, las fotografías de Toyo Miyatake, un interno que logró introducir una cámara, captura niños jugando, mujeres cosiendo, hombres trabajando en huertos improvisados. “Quería mostrar que éramos más que prisioneros”, decía Miyatake, cuyo lente clandestino se convirtió en un testimonio vital de la vida en el campo.

Testimonios que rompen el silencio son los relatos de los sobrevivientes son un mosaico de dolor, resiliencia y dignidad. Natalie Hayashida, internada en Manzanar siendo niña, recuerda los uniformes de las Brownies (una sección de las Girl Scouts) que ella y sus amigas llevaban con orgullo en los años 50, como un intento de aferrarse a la normalidad. “Éramos niñas, pero sabíamos que algo estaba mal. No entendíamos por qué nos miraban diferente”, cuenta en el libro La vida después de Manzanar, de Naomi Hirahara y Heather C. Lindquist.

Por su parte, el monje budista Shinjo Nagatomi, uno de los últimos en dejar Manzanar, atendía las necesidades espirituales de los internos mientras lidiaba con su propio desarraigo. “El campo era un lugar donde el espíritu debía ser más fuerte que el cuerpo”, decía. Sus palabras resuenan con las de Kirsten Leong, descendiente de internados en Amache, quien reflexiona: “Nos permitieron regresar a ‘casa’, pero no había hogar al que regresar. Nuestras comunidades fueron destruidas”.

El drama no se limitó a los ciudadanos estadounidenses. Cerca de 2.000 japoneses y descendientes de países latinoamericanos, especialmente de Perú, fueron deportados a estos campos, despojados de sus documentos y tratados como “extranjeros ilegales”. En México, una decena de japoneses-mexicanos fueron enviados a campos como Crystal City, víctimas de acuerdos entre gobiernos. “No sabíamos que la guerra había estallado. Fuimos a vender nuestra mercancía y nos arrestaron”, relata un sobreviviente mexicano-japonés citado por el historiador Sergio Hernández Galindo.

La Orden Ejecutiva 9066, firmada por Franklin D. Roosevelt en 1942, fue el detonante de esta reclusión masiva. También afectó a un número menor de alemanes e italianos. 11.507 alemanes y 1.881 italianos detenidos. Los alemanes, especialmente aquellos sospechosos de simpatías nazis, enfrentaban interrogatorios frecuentes. “No éramos espías, éramos panaderos, músicos, padres”, decía Hans Zimmerman, un alemán nacionalizado estadounidense, detenido por su membresía en un club cultural. Los italianos, por su parte, sufrían el estigma de la Italia fascista. Ezio Pinza, célebre cantante de ópera, fue arrestado en Nueva York, aunque liberado gracias a la intervención de Fiorello LaGuardia. Lucetta Berizzi, una italiana en Nueva York, perdió su empleo en Saks Fifth Avenue por hablar en su idioma. “Mi padre no era un traidor, solo un inmigrante orgulloso de su herencia”, decía, recordando cómo el FBI confiscó sus radios y congeló sus ahorros. En Fort Lincoln, Carl Armfelt, un veterano estadounidense de origen alemán, fue internado por una denuncia anónima. “Serví a este país, pero mi apellido me condenó”, lamentaba. Los deportados de América Latina, como los 81 judíos alemanes enviados desde países como Perú, vivían una ironía cruel: huyeron del nazismo solo para ser encerrados como “enemigos”. “No sabíamos por qué nos deportaron. Éramos fantasmas sin derechos”, relataba uno de ellos, según el historiador Arnold Kramme.

Los japoneses fueron el blanco principal, víctimas de un racismo que los veía como una amenaza por su mera existencia. El Teniente General John L. DeWitt, encargado de la evacuación, expresó inicialmente su incomodidad: “Un ciudadano estadounidense es, después de todo, un ciudadano”. Pero la histeria colectiva tras Pearl Harbor prevaleció. Cuando los campos cerraron en 1945 y 1946, los internos fueron liberados con poco más que 25 dólares y un boleto de tren. Muchos no tenían a dónde ir; sus hogares y negocios habían desaparecido. Sin embargo, su legado perdura. El 442.º Regimiento de Combate, formado por japoneses-estadounidenses, se convirtió en una de las unidades más condecoradas de la guerra, con miles de medallas, incluyendo una Medalla de Honor. Sus familias, en muchos casos, seguían tras las alambradas. Décadas después, en 1988, la Ley de Libertades Civiles reconoció la injusticia, ofreciendo una disculpa oficial de Ronald Reagan y una compensación de 20.000 dólares por sobreviviente. A diferencia de los japoneses-americanos, que recibieron una disculpa oficial y reparaciones, los alemanes e italianos internados no han obtenido un reconocimiento completo. En 2000, el Congreso aprobó la Ley de Violaciones de Libertades Civiles de Italoamericanos, pidiendo una revisión de su trato, pero no hubo compensación. Los alemanes, a través de la German American Internee Coalition, formada en 2005, siguen exigiendo justicia. “Nuestra historia fue borrada. Queremos que se sepa”, decía un activista en 2005.

En estas tierras desoladas, donde el polvo aún danza con el viento, los ecos de clamores silenciosos se mezclan con un mensaje más fuerte: la resistencia personas que en el “país de la libertad y la democracia” fueron detenidos solo por ser descendientes de inmigrantes. Al parecer los que apoyaron y aprobaron esas leyes, o eran de los pueblos originarios de los Estados Unidos, como ser: Cherokee, Navajo, Sioux, Chippewa, Apache, Iroqueses; u olvidaron rápidamente que ellos también eran hijos o nietos de inmigrantes, en especial quien firmo la orden: el presidente Franklin D. Roosevelt el cual descendían de colonos holandeses que llegaron a Nueva York y de franceses hugonotes que emigraron a Massachusetts.

Fuente: telam

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