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23/09/2025

Vergüenza es hacer cualquier cosa y no tener vergüenza: por qué queremos parecer buenos

Fuente: telam

La transformación de este sentimiento en una mercancía emocional refleja la profunda crisis de autenticidad que atraviesa la sociedad contemporánea, según tres ensayos recientes

>“Es preciso decirlo, morir de vergüenza es un efecto que raramente se consigue”, dijo una vez Jacques Lacan para referirse a la situación del mundo contemporáneo, en el que nos avergonzamos de todo, pero nadie deja la vida en eso. A los minutos, cualquier incidente es olvidado y no es extraño que haya celebrities que se catapultan a la fama por actos que, en otro tiempo, habrían sido para ponerse colorados.

En el mismo seminario del que proviene la frase del comienzo, Lacan sostiene que hoy existe un “avergonzarse por no morir de vergüenza”. En otra época quedó el honor, el respeto y la dignidad. Hoy nos avergonzamos por lo que molesta nuestra imagen, por lo que hiere el narcisismo, por lo que nos baja el precio ante el ideal de turno.

El problema es que cada pronunciamiento dura lo que dura la causa de la semana, dado que a la siguiente el tema es otro y hay que volver a pronunciarse, cambiar el marco de la red social, indignarse donde haga falta y que, por supuesto, nada cambie. Porque no nos jugamos la vida en lo que hacemos, solo reclamamos una pertenencia.

En esta ocasión, voy a comentar tres libros recientes que apuntalan esta idea. Primero, el de una socióloga –conocida, porquePor lo tanto, esta breve nota es una puesta al día de comentarios anteriores y una forma de relanzar una pregunta que insiste: ¿en qué mundo vivimos y quiénes son las intelectuales (una socióloga, una filósofa y una psicoanalista) que mejor nos introducen en algo de lo que está pasando?

Hace décadas que Eva Illouz es la socióloga que investiga sistemáticamente el rol que juegan las emociones en el capitalismo actual. Este último no es solo un modo de producir, sino también un modo de sentir. “¿De qué manera se ha desplegado la modernidad en nuestra vida emocional? Esta es la pregunta general de mi libro”, dice Illouz en este nuevo ensayo: Modernidad explosiva.

Es cierto que hay emociones que existen desde que el mundo es mundo. Sin embargo, la actualidad se caracteriza por una radicalización de ciertas reacciones, “lo que es nuevo es su objeto (por ejemplo, la envidia de grupos que se han beneficiado de la discriminación positiva), su intensidad y contagio (por ejemplo, la ira que circula en redes sociales), su combinación única (por ejemplo, la esperanza y la decepción persistentes), su prominencia en la conciencia de las personas modernas (por ejemplo, un sentimiento constante de agravio victimista)”.

Vivimos envidiosos, enojados y victimizándonos. Y, en este contexto, ocupa un lugar particular la vergüenza. Esta se define como “el sentimiento de ser juzgado negativamente, disminuido y rechazado a los ojos de los demás”. Con sentido histórico, Illouz desarrolla que, en las sociedades guerreras, el honor de una persona dependía del valor que los demás concedían a sus acciones.

Illouz no solo remite a la obra freudiana, sino también a los desarrollos del filósofo Jean-Paul Sartre sobre la mirada: vergüenza y orgullo son dos caras de la misma moneda y se requieren, a veces nos defendemos de una con el otro. Ahora bien, en el marco de sociedades orgullosas, eminentemente narcisistas, ¿no ocurre que la vergüenza trasciende su dimensión moral y adquiere un nuevo valor?

“La vergüenza no es solo la emoción de quienes se desvían de una norma establecida o de un código de conducta explícitamente reconocido”, ya que también puede manifestar una vivencia de humillación cuando alguien siente que no da con la talla de un ideal de consumo o de satisfacción.

“La vergüenza se monetiza intensamente en un mercado que crece exponencialmente. […] se ha convertido en un emodity, una mercancía emocional, en la fuente del consumo sin fin de la mejor física y mental del yo”. Hoy luchamos contra la vergüenza, pero no porque nos apoyemos en un valor trascendente (por ejemplo, lo vergonzoso de hacer algo injusto); el contenido actual de este afecto es el miedo a no ser amados.

En el mundo de la vergüenza generalizada, siempre tenemos que estar a la defensiva. Con una breve anécdota comienza Maleducados, el nuevo libro de Renata Salecl: mientras caminaba por la calle, casi tropieza con la correa invisible de un perro; en lugar de pedir una disculpa, la dueña la increpa y la insulta. Hoy lo importante es anticiparse y sancionar que el error es siempre el del otro.

En la primera parte del ensayo, la filósofa hace un repaso de lo que llama “patología del neoliberalismo”: individualismo, omnipotencia, manipulación, tiranía del perfeccionismo; se trata de cuestiones ya conocidas y tematizadas en otros libros de la autora. Al igual Illouz, Salecl tiene una obra en desarrollo continuo, en la que cada libro retoma y profundiza los anteriores.

De acuerdo con la interpretación del carácter encubridor de la ideología, Salecl expone que todas esas justificaciones velan una disminución de costos: la persona de limpieza tiene menos trabajo y de ese modo hace falta menos personal. “El problema es que quitar los cestos no ha provocado una catarata de intercambio de ideas; lo único que ocurrió es que ahora se hace una pila de basura sobre el escritorio”.

A continuación, expone una cuestión típica. En un trabajo se toma a alguien de punto, pero no se lo encara de frente y se le plantea un problema. Se le empieza a hacer un vacío, se lo castiga indirectamente, se lo presiona y se le piden tareas que, luego, no se gratifican o se dejan en suspenso; se le hace sentir que su presencia está de más. Así es que se busca inducir que renuncie, por humillación y vergüenza.

En la misma línea, no pocas personas viven quedarse fuera del mercado laboral como un fenómeno de descarte; los avances tecnológicos son vividos como la amenaza no solo de una precarización, sino de un reemplazo sin retorno. Es preciso vivir con miedo y adaptarse, si uno es empleado, mientras que los jefes –según planteó un célebre abogado que representa a compañías– tienen que funcionar como sociópatas para realizar bien su trabajo.

La contracara de esta vergüenza es otra, que en el mundo social se expresa con otro tipo de hipocresía. Hace unos años, un escándalo se desató cuando la presidente del partido verde canadiense fue fotografiada con un vaso de plástico descartable. Algo parecido le ocurrió a Boris Johnson, con el penoso efecto de que en la foto se viese a una asesora desesperada por sacarle el vaso de la mano.

“Vivimos en los tiempos de la grosería generalizada”, concluye Salecl, porque ya no hay ideas reguladoras de la conducta, sino imágenes conformistas a las que hay que adaptarse e identificarse; cada quien vive con la imagen que tiene de sí mismo y, cuando otro nos pone en cuestión, hasta el más bueno se vuelve un salvaje sin educación, que vomita su bilis y todo su resentimiento.

Llegamos ahora a la última estación de esta nota, en la que –para compensar el malestar que quizá plantean los desarrollos anteriores– voy a comentar un libro muy bello: Recuperar la dignidad, de la psicoanalista Cynthia Fleury.

Su punto de vista, el del psicoanálisis, es una propuesta novedosa en el marco de esta disciplina. Con un aire que recuerda a Anne Dufourmantelle –sobre quien ya escribí también en otra ocasión, para este mismo medio un balance de todos sus libros publicados en nuestro idioma– Fleury tiene una voz potente y que apuesta a que aquello que escribe tenga la forma de una intervención.

La vulnerabilidad y precariedad de las condiciones de vida actuales siempre nos dejan al borde de perder el mínimo de reconocimiento personal. Ante esta coyuntura, la práctica de la psicoterapia debe volver a una noción de cuidado.

Sentimientos de futilidad, de insuficiencia, de no llegar al otro, son diferentes matices de la indignidad que se manifiesta como vergüenza por existir. En este punto, el psicoanálisis tiene que responder por la subjetividad más acá de los diagnósticos y las categorizaciones de moda.

El lazo humano es intrínsecamente comunitario y devuelve el honor perdido. Son pocas las veces en que a alguien se le puede solucionar el problema de que sufre, una clínica de la compañía es un sostén subjetivo en tiempos de democracias nominales y vacilantes.

Fuente: telam

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