21/09/2025
Por qué los prejuicios y los mandatos sobre lo que no se debería hacer a cierta edad envejecen más que las arrugas

Fuente: telam
¿Y si la edad fuera, en parte, una construcción mental? Una idea simple y disruptiva muestra cómo la mirada social y nuestra propia percepción sobre la vejez nos impone hábitos que cambian nuestras posibilidades, nuestra movilidad y atención antes de que el propio cuerpo lo haga
>No era Robert Redford, pero las canas y el bronceado le sentaban bien. Nos encontramos en el ascensor de un edificio viejo de San Telmo. Yo venía de ver a mi astróloga —inconfesable, claro—, así que solo nos saludamos y hablamos del tiempo. Cuando llegamos a la vereda, me miró fijo y lanzó: “¿me das tu teléfono?”. No dudé, resignada, metí la mano en la cartera y se lo entregué. Todavía recuerdo esa mirada atónita. “¿Qué hacés? Tu teléfono, para llamarte”. Como explicarle al caballero que, a mi edad, una está más preparada para un asalto que para un levante callejero.
No envejecemos sólo por el paso del tiempo. Envejecemos por las frases que aceptamos, por las miradas que nos reducen, por los prejuicios que nos dictan el límite. Y, al hacerlo, cedemos vida, fuerza y deseo antes de tiempo.
Corremos con una ventaja: la música más linda para bailar sigue siendo la de nuestra juventud. Y así llenamos la pista en cumpleaños y casamientos cuando arranca ABBA o los Bee Gees. Recordamos las coreografías y las letras, el cuerpo vuelve a encontrar su ritmo, y nos olvidamos rápidamente de que hace apenas unas horas nos costaba agacharnos para ponernos los zapatos. ¿Acaso no somos todas pibas de veinte cuando arranca el Karaoke y suenan las estrofas de canciones de los ochenta que nos sabemos de memoria?
La psicóloga Ellen Langer planteó una idea tan simple como disruptiva: ¿y si la edad fuera, en gran parte, una construcción mental? Su hipótesis es que lo que creemos sobre envejecer —esas frases repetidas por la sociedad y por nosotros mismos— termina volviéndose una profecía que condiciona nuestro cuerpo. Envejecer no sería solo un proceso biológico, sino también un relato cultural que aceptamos o desobedecemos.Para probarlo, en 1981 organizó un experimento inolvidable, conocido como “Counterclockwise”. Llevó a un grupo de hombres mayores a una casa ambientada veinte años atrás: los muebles, la música, los diarios y hasta los programas de televisión eran los de 1959. La radio pasaba canciones de su juventud, los sillones tenían el tapizado de moda en los sesenta, los diarios hablaban de presidentes ya olvidados. En ese escenario de espejismos, los cuerpos respondieron: caminaron más erguidos, recordaron mejor, algunos hasta vieron con más claridad. En una semana habían mejorado la postura, la memoria, la coordinación, incluso parecían más jóvenes a los ojos de los demás. Cuando dejaron la casa, ya no les molestaban las escaleras y cargaron sin dificultad las mismas maletas que les habían resultado pesadas al llegar. No viajaron en el tiempo, viajaron en la idea de sí mismos.El mensaje de aquel ensayo es tan actual como urgente: la manera en que pensamos nuestra edad moldea nuestra vitalidad. Creer que aún tenemos margen para crecer, amar, bailar o aprender no es ingenuidad, es medicina. Hoy, a sus 78 años, Langer sigue investigando y publicando sobre este tema, recordándonos que la juventud puede ser, en gran medida, un estado mental. Lo que más envejece no son las arrugas, sostiene, sino el estereotipo que uno acepta como verdadero.En estos días en que se puso de moda hablar de la nueva longevidad, actrices de Hollywood o de Argentina viralizan videos donde dicen casi con perplejidad: “Yo no me siento de la edad que tengo”. La pregunta es, ¿cómo debería sentirse ser de sesenta, setenta, ochenta? ¿Cuál es el patrón al que hay que responder? ¿Es real o es lo que los prejuicios sociales construyeron como modelo de vejez?
El prejuicio funciona como un círculo vicioso: 1. La sociedad nos convence de que ya no estamos para ciertas cosas. 2. Nosotros dejamos de hacerlas. 3. Al dejarlas, efectivamente perdemos capacidad. 4. Esa pérdida confirma el prejuicio inicial.Hace unas noches volví a usar un perfume que estaba guardado hacía años. Fue sin querer, salía para el cumpleaños de un amigo y apareció allí, en el estante del baño y sencillamente me dieron ganas. Cuando volví a casa esa madrugada sentí que había vuelto a ser yo, la que se reía a carcajadas, cantaba sin timidez y podía charlar de cualquier tema. ¿Habrá sido el aroma del perfume que me confundió y me invitó a ser, casi sin querer, la de entonces, la de diez años atrás?
A veces pienso que no hay nada más pesado que una mirada. Esa que no necesita palabras para dictar sentencia: “Ya estás grande para eso”, “a tu edad no da”, “dejá de hacer el ridículo”. No hace falta que nos lo digan de frente: lo escuchamos en el subtexto, en el tono condescendiente, en el gesto de alguien que le habla al hijo en lugar de mirar a los ojos a la abuela que tiene la billetera en la mano. Y lo más peligroso es que terminamos creyéndolo. No es novedad. En aquellos textos de Sartre que leíamos de jóvenes subrayábamos con resaltador: “el infierno es la mirada de los otros”.La psicóloga de Yale, Becca Levy, puso números a esta intuición: quienes tienen una visión positiva del envejecimiento viven, en promedio, 7,5 años más. No es un detalle: son más años de los que muchos fármacos logran regalar. Pienso en una amiga que se inscribió en clases de teatro a los 65 y ahora anda recitando monólogos por Almagro con más entusiasmo que una adolescente. O en la señora de mi cuadra que aprendió a usar TikTok para mostrar sus recetas y terminó convertida en influencer barrial a los 80. Esos ejemplos porteños confirman lo que dice la ciencia: no es que nos volvemos frágiles y entonces pensamos mal de la vejez; es que pensamos mal y esa creencia nos fragiliza.Los ejemplos cotidianos sobran: la mujer que deja de ir al gimnasio para no ser “la más vieja de la clase” y termina perdiendo fuerza justo cuando más la necesita. La que evita manejar de noche porque “ya no está para eso”, hasta que un día no puede manejar ni de día. La amiga que no se anima a volver a enamorarse porque le da vergüenza contar su edad en una aplicación de citas.
¿Se acuerdan de Elsa y Fred? Una adorable China Zorrilla arrastra a su compañero a vivir con una intensidad que parecería reservada para los veinte. Hay una cena en la que ella lo provoca, lo obliga a brindar, a reír, a salir a la calle. Esa mujer, a la que el prejuicio querría sentada tejiendo, termina corriendo hacia la Fontana di Trevi como si estuviera en una película de Fellini. Esa escena vale por todas las teorías: la vejez no es silencio ni renuncia, es un acto de desobediencia alegre.
La psicóloga Laura Carstensen propone otra clave: la selectividad socioemocional. Cuando percibimos el tiempo como limitado, priorizamos lo que nos da sentido. No se trata de hacer todo, sino de hacer lo que importa. O de buscar la manera de hacerlo que se adapte a nuestras ganas y nuestros cuerpos. Como sostiene Mariano Sigman, decir “no puedo hacer esto” es una profecía autocumplida. El pensamiento se transforma en creencia, y esta en acción. Crecí creyendo que no era buena para bailar hasta que me fui a vivir a Londres y una noche de primavera en el Camden Town me eligieron la reina de la salsa. Seguía siendo yo, solo había dejado de lado mis prejuicios.
Fuente: telam
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