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20/09/2025

“No se conoce la libertad sino en el músculo del corazón...”: fragmento de ‘Animal amor’ de Hélène Cixous

Fuente: telam

El libro de la escritora y filósofa franco-argelina, recientemente publicado en español, trata sobre la relación entre seres humanos y animales, abordando temas como el amor, la memoria y la libertad

>Hélène Cixous, escritora y filósofa franco-argelina, explora en su conferencia Animal amor (que acaba de traducir al español el sello argentino La Marca Editora) la relación entre los seres humanos y los animales, abordando temas como el amor, la libertad y la memoria. A través de relatos personales, la autora reflexiona sobre el significado de amar a un gato, un perro o una pantera, así como sobre la experiencia de la pérdida y el duelo, destacando el vínculo invisible que conecta a todas las criaturas vivientes.

Nacida en Argelia en 1937, Cixous ha desarrollado una carrera como escritora, poeta, dramaturga y filósofa. Desde 1987, escribe para el Theatre du Soleil y ha mantenido una estrecha relación intelectual con Jacques Derrida, Judith Butler, Jean-Luc Nancy, Arianne Mnouchkine y Julio Cortázar. En Animal amor, la autora invita a reflexionar sobre el riesgo de dejar de escuchar a los animales y la importancia de reconocer lo que nos une a ellos. A continuación, un fragmento:

Nuestro Fips, dije que era un dios, el dios de la libertad. Todo su ser era solo un grito. ¡Libre, libre, libre! Libre era su ser, nadie puede negarlo, pero su vida no lo fue nunca, para desgracia de todos nosotros. No se conoce la libertad sino en el músculo del corazón, no se la siente latir y golpear el aire, no se la adora verdaderamente con exultación y desesperación sino cuando se está privado de ella. Eso quisiera llegar a hacer revivir para ustedes y para mí: el misterio de la libertad. Ese gusto exaltante es lo que se llama el grito del corazón. Pero ese grito solo crece cuando uno está prisionero, cuando el cuerpo está rodeado de barrotes. Mire hacia donde mire, ve crecer las rejas, los paredones, los barrotes, los muros. La libertad es esa llama que se incuba en lo hondo del corazón, es el mundo de adentro, el fuero interior, cuando el afuera es una enorme cárcel. Nadie es más libre, bien lo sabemos, que quien está encerrado. Encerrado, no piensa más que en eso. Podría contarles la libertad que se extendía hasta el infinito en la cabeza de Nelson Mandela, el maravilloso fundador del Estado de África del Sur, cuando estaba encerrado en el presidio de Robben Island por la eternidad de un siempre, porque se lo había condenado al presidio por la eternidad. Le habían quitado el mundo, y él, con la fuerza de los puños del alma, comenzó a construir la futura África del Sur y todo el continente mentalmente. Eso duró veintisiete años. La cabeza de Fips también contenía continentes aún desconocidos. Podría contarles también, en la mitología griega, la historia de Prometeo, que fue encadenado por los dioses en la cima del mundo por haberles dado a los primeros hombres el fuego y, por tanto, la fuerza de hacer el mundo. El cuerpo estaba encadenado, su alma era aún más libre. Fips, si hubiéramos sabido mirarlo, habríamos creído que era un descendiente de Prometeo. El fuego brotaba de sus ojos, era un fuego hablante. En el fondo entendíamos sin embargo lo que decía ese fuego. No era una mirada de niño sino la de un profeta. Si miraban la mirada de esa cabecita, él era todo orgullo y dirección. Es por allá, por allá. Su alma, su llama, su palabra, libre. Ustedes miraban a Fips y era solo una flecha de fuego lanzada a través de las redes, los muros, las barreras, los alambres de púas, y que alcanzaba lo alto del cielo en un último aliento. Cuando les hablo de barreras, de alambres de púas, de rejas, de barrotes, no son imágenes, sino verdaderos. Porque todo esto sucedía en un país enardecido por los odios y los racismos, mi país natal, Argelia. En ese tiempo, cada vez que uno creía salir al fin de una cárcel, se volvía a encontrar en otra cárcel. Durante la guerra, mi familia había estado en la cárcel nazi, antisemita, racista. Nosotros, que éramos judíos, no teníamos derecho de entrar en los jardines ni en las escuelas, ni de trabajar, ni de tomar tal calle, ni de pasear. Una vez la guerra terminada, mi padre se puso a rehacer el mundo comenzando por plantar un jardín. Fue la resurrección. Hubo árboles, luego hubo vida y era Fips. Por un tiempo no se veía más la cárcel. Es cierto que estaba esa historia de caja en la que queríamos encerrar al pequeño, y él no quería. No comprendíamos que no quisiera dejarse encerrar en nuestra idea. Eso creó una pequeña tensión entre nosotros. Gritábamos “¡Fips!”, él respondía “¡Libre!”. No cedió jamás. La cuna volvió a ser un cajón de zapatos. Nosotros, padres fracasados. Así era un perro, no una cosa concebida antes de su llegada por un amor ya hecho, abstracto, rectangular. Nosotros que lo habíamos soñado atado por los lazos del amor a nuestro modo, nosotros queríamos que nos ame así y no asá, acariciarlo asá y no así. Éramos muy pequeños con sentimientos muy grandes, muy exasperados y sin nombre. Queríamos que él fuera a nuestra imagen, él no quería dejarse capturar en una foto. No se dejaba atrapar, nos amaba según él, no según nuestro orden. Estábamos oscuramente decepcionados. Sin saberlo, lo quisimos un poco menos. No mejor, desgraciadamente, sino un poco menos. Y no era mejor. Por otra parte, él estaba todo el tiempo yéndose, franqueaba de un salto extraordinario las rejas del jardín. Hubiéramos debido admirarlo, pero estábamos un poco ofendidos. No era con nosotros que quería jugar por encima de todo, sino con el cielo y con toda la tierra. Es cierto que luego volvía siempre, orgulloso, victorioso, el más perro del mundo. Pero al fin sentíamos vagamente que no estaba domesticado, que no nos amaba más que al universo y estábamos, sin saberlo, un poco ofendidos. Por otra parte, mi padre lo llamaba la fiera con un poco de ese oro que se llama admiración en la voz. Olvidé decirles que Fips era muy pequeñito, apenas más grande que una rata. Era justamente un ratero, un cazador de ratas. Cazaba solo por honestidad, lo que le interesaba eran los grandes espacios. Volvía agrandado como un héroe de lejanas expediciones.

Era mi padre su padre preferido, mi padre que no echaba sobre el pequeño ser estremecido un costal de ideas, mi padre médico que lo cuidaba, que le ponía gotas en los ojos, lo trataba con respeto. Los dos, mi padre y Fips, tenían esa sed de libertad que acelera la respiración. De golpe mi padre murió. De la mañana a la noche ya no había más mundo, una cárcel en su lugar. El jardín se aprisionó y envenenó. En lugar de mi padre, mi abuela alemana. Mi madre se puso a trabajar como una loca para hacernos sobrevivir. No estaba nunca. De día, mi abuela reinaba. Mi abuela alemana, Omi, era una pequeña mujer admirable. Muy pequeña, no diría como un ratero, pero minúscula. Valiente, autoritaria, temible, se ocupaba de la cocina y del orden, ladraba en alemán y echaba relámpagos con sus ojos azules, azules, azules. La venerábamos y le temíamos. El problema entre nosotros era el animal. El pensamiento de mi abuela era el animal, el animal en general, como si no hubiera más que uno, una sola materia animal que ella definía claramente en oposición al humano. El animal de todas formas debe vivir afuera, “raus”. Siempre fue inimaginable en la casa materna que un animal viviera en el interior, bajo el mismo techo. Cada uno en su casa. En el animal materia exterior hay, así y todo, una jerarquía organizada según el valor de uso. Por ejemplo, nada peor que los gatos que no son ni siquiera perros sino antiperros que no custodian, que roban, que no son ni siquiera gallinas porque no se los come. Para mi abuela el animal no sirve para nada, nada que no sea darle de comer o para comer. Ella le da de comer al perro y come a las gallinas. Nuestras propias gallinas se comían. Yo no podía. Tenía la impresión de comer a Fips. Se jugaba con las gallinas, después se las comía. Primero se las degollaba. Luego Aïcha las desnudaba, no puedo ni siquiera hablar de eso. Yo tenía la costumbre de hablar con las gallinas, de hablar gallina, ellas me respondían, enseguida estaban cocidas. Era imposible, yo tenía la impresión de comer a mi prima o a mi tía. La idea del amor de un animal, por un animal, con un animal era naturalmente por completo extranjera, no era más que una idea, nunca se le hubiera pasado por la cabeza a mi abuela en ese tiempo. Era una idea de niño. Mi abuela pensaba exactamente como el gran filósofo alemán Heidegger, al que no había leído nunca. El animal, según mi abuela y Heidegger, era “weltarm”, es decir pobre en mundo. Porque, según mi abuela y Heidegger, no tiene relación con el ser como tal, con el sol como tal, con la vida, con la muerte. Un animal no piensa nada, no siente nada, no imagina nada, pensaban. El animal no puede pensar la muerte, pensaba mi abuela. Y Heidegger pensaba como mi abuela, peor que otro filósofo griego, Aristóteles, que pensaba, y después de él toda la tradición filosófica clásica, que el animal no tiene razón y que el hombre es un animal pero con razón.

Fuente: telam

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