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02/09/2025

David Lebón cuenta la película de su vida en “La magia de estar aquí”

Fuente: telam

El guitarrista y cantante, una leyenda del rock argentino capaz de haber compartido grupos con Pappo, Luis Alberto Spinetta y Charly García, publica sus memorias

>David Lebón ocupa un lugar central en la historia del rock argentino. Desde sus inicios, se destacó como un músico precoz que recorrió escenarios junto a figuras emblemáticas y participó de las bandas más influyentes de las décadas fundacionales del género en el país. Su trayecto, marcado por colaboraciones con Pappo, Spinetta, Sui Generis y la sociedad musical decisiva con Charly García en Serú Girán, revela no solo talento, sino también una capacidad única para atravesar distintos momentos de la música nacional.

En el libro La magia de estar aquí, escrito en colaboración con Marcelo Daniel Fernández Bitar, Lebón da cuenta de sus memorias: recorre ese itinerario personal y artístico con honestidad y una mirada reflexiva, pasando de su infancia en Buenos Aires y su estancia en Estados Unidos a los años de consolidación como guitarrista, cantante y compositor. La obra abre la puerta a historias poco conocidas, familiares, y a la intimidad de una carrera en permanente transformación, que aún sigue en movimiento.

En el prólogo, Pedro Aznar dice: “Los andaluces tienen una palabra para definir esa picardía inteligente, aquel don que no se puede aprender, que simplemente se trae (o no) en el alma. Lo llaman ‘duende’. Eso es lo que derrama David en cada nota. Duende”. A continuación, compartimos un fragmento de este libro, titulado “Una aventura en España”, que permite adentrarse en el universo de uno de los protagonistas fundamentales del rock argentino.

Una aventura en España Un día me llamó Pappo y me dijo que me fuera a España, donde él estaba con Ciro Fogliatta y su cuñado, Corre (Roberto López). Era 1971. Vendí todo lo que tenía y me fui. Viajé desde Ezeiza, y cuando el avión hizo escala en al aeropuerto de Brasil fui al baño, me fumé un porro y me perdí el vuelo. Pensé que el próximo saldría en media hora, pero me dijeron que recién habría otro a la semana siguiente. ¡Y solo tenía cinco dólares y una pastafrola que había hecho la hermana de Ciro para llevarle de regalo!

Me fui del aeropuerto con la pastafrola, la valija y el bajo Hanson de ocho cuerdas que me prestó la esposa de Alberto Lara, de Los Abuelos de la Nada. Me acordé de la palabra “aventura”, que siempre usaba Pappo, y pensé: “Voy a tener que hacer alguna aventura”. Entonces pedí a un taxista que me llevara al hotel más barato que existiera cerca, y me llevó a un lugar que era realmente un desastre. Tenía un hambre que me moría pero no quería comer la pastafrola de Ciro porque di mi palabra. Soy así. Me fumé los cigarrillos del cartón de Jockey que llevaba encima y al otro día decidí ir a la embajada. Me inventé una historia para que me ayudaran, pero al final no la usé porque apenas llegué me vio un futbolista argentino que me reconoció y me dijo: “¿Qué hacés acá, David?”. Le conté que tenía que ir a un festival en España para tocar con Los Gatos, “y si no voy vamos a quedar como el culo, nosotros y la Argentina”. Me llevó a hablar con el cónsul, me presenté como Oscar David Lebón, porque en esa época usaba los dos nombres, y me dijo: “Ah, yo también me llamo Oscar, entonces debés ser un buen tipo”. Levantó el tubo, llamó a Aerolíneas y dijo: “Me bajan el primer tipo de primera, que va a ir este señor”. ¡Ni tuve que mostrar el pasaporte!

La cuestión es que al rato no teníamos departamento ni nada de lo que Pappo me había contado; era todo mentira. Dormíamos en Plaza Mayor y a la mañana venían los que lavaban las calles y te mojaban, con valija y todo. Mendigábamos, limpiábamos baños y lavábamos platos para vivir. Teníamos un panadero que por suerte nos daba leche, o sea que hacíamos caca blanca porque lo único que comíamos era leche y pan. Teníamos 50 pesos argentinos, que era un montón, pero nadie te los cambiaba. ¿Qué hicimos? Nos fuimos al Rastro, que es un mercado de pulgas, y vendimos unos mocasines de corderoy que estaban como nuevos, un casete de John Mayall que estaba buenísimo, y otras dos o tres cosas más. Con eso nos fuimos a comer una tortilla, que te la daban entre dos panes. Me comí dos y estaba que vomitaba; nos cayó mal porque todos estábamos reflacos y se nos había cerrado el estómago.

A todo esto, fuimos a parar a un barrio que se llama Santa Ana, que era el peor de Madrid, donde todos se picaban y estaban tirados en la calle, un desastre. Por suerte Pappo no paraba de joder, entonces nos reíamos mucho. El único que estaba medio como tirado era Ciro, pero cuando teníamos un show se tocaba todo. En el balcón de enfrente vimos que había dos chicas yanquis muy bonitas, entonces Pappo me dijo: “Colonio, ¿vamos de aventura?”. Las invitamos y salimos a comer al restaurant que había abajo, donde sabíamos que hacían mejillones a la provenzal porque el olor te mataba. En el medio de la cena les contamos que no teníamos un mango y que veníamos a tocar rock. Les hablé en inglés: “We don’t have a penny, we don’t know what to do, we are hungry. We like to dance, we can take you out tonight”. Les contamos la verdad y se recoparon, nos pagaron todo, comimos y fuimos a bailar. La pasamos bomba y ellas se iban al otro día, así que no hubo siquiera onda. Volvimos a la madrugada y le llevamos los restos de la cena a Ciro, para que comiera algo. Nos cuidábamos mucho entre nosotros.

Nos contaron que en ese boliche habían tocado George Harrison y un montón de bandas increíbles. Apareció un mánager que nos consiguió shows y teníamos que cargar los dos Leslie y ese ropero inmenso que era el Hammond, porque no había monitores ni plomos ni nada. Metíamos las cosas en una camioneta Volkswagen y no sé cómo entraba todo. Hicimos un montón de recitales por casi toda España, menos la costa y Barcelona, donde solo tocamos en una playa. Al final ganamos buena mosca, pero al principio no teníamos ni un mango y comprábamos unas anfetaminas que se llamaban Bustaid, para no tener hambre. ¡Te tomabas media y estabas una semana sin dormir, llorando y amando a todo el mundo! Una vez el chofer se tomó una y se puso reloco, así que tuve que conducir yo, que nunca había manejado una combi y menos en rutas por la montaña. Años más tarde, con Serú me pasó lo mismo: estaban todos borrachos y tuve que manejar el micro, pero cada vez que doblaba en una esquina me llevaba puesto un auto de atrás.

En esa gira por España estábamos siete días en una ciudad, mientras el mánager se iba al siguiente lugar a vender shows, y cuando tenía todo el contrato cerrado nos llamaba y decía: “Ahora tienen que venir acá”. Estuvimos casi un año así, en plena dictadura de Franco. Ganamos buena guita y hasta tenía la tarjeta de El Corte Inglés para comprarme ropa.

Otra vuelta, Pappo quiso ir a Londres a ver tocar a Peter Green. Lo acompañé a la estación de tren y en un momento le sostuve su saco, donde guardaba toda la plata para el viaje. Me di cuenta cuando ya se había subido al tren, así que corrí, se lo tiré y de pedo lo agarró en el aire. Al final no lo dejaron entrar a Inglaterra y se tuvo que volver.

Fue un viaje muy increíble, tremendo y hermoso. Pappo volvió a Buenos Aires para rearmar Pappo’s Blues y los que quedamos en España hicimos un trío de órgano, bajo y batería. Tocamos en Barcelona y en Valencia, a la gente le gustó mucho y nos empezó a ir bien, pero yo me quería volver. Primero se fue Corre, que no aguantó más porque su esposa estaba en Buenos Aires. Después se volvió Ciro y finalmente yo, que justo había conocido a una chica, pero le dije que tenía pasaje de vuelta. Me puse la ropa que compré con mi tarjeta y viajé a Buenos Aires con mi remera de fútbol con el número seis, que quería decir “loser”.

Rino fue una de las primeras personas que conocí en Buenos Aires cuando llegué de Estados Unidos. Era un urso de 18 años que me pareció simpático y con el que tuve buena onda. A él le habían hablado del “Yanqui”, o sea yo, y nos vimos por primera vez en un lugar llamado Zeppelin, tomando cerveza y comiendo caracoles con unos amigos de mi hermana, riéndonos y jugando entre todos. A mí me estaban tirando al aire y caí en los brazos de Rino, que me miró y preguntó “¿Vos sos el Yanqui? ¡Vamos a la esquina a tocar temas de Los Beatles!”. Aparecieron dos violas y nos pasamos la noche cantando todo el repertorio de Los Beatles. Rino sabía las voces de todos los temas y era impresionante porque yo no conocía ningún argentino que supiera esas canciones, sobre todo la voz baja de John Lennon, que es muy difícil de hacer. El secreto era que tenía un librito que salía todos los meses que se llamaba Beatle Book. No sé cómo hizo su hermana Cristina para suscribirse, pero le llegaba por correo puntualmente. Traía muchas fotos, contaba quién había tocado qué instrumento en cada tema, y había muchas anécdotas. Descubrí por qué me costaba sacar algunos solos de George Harrison, por ejemplo “Y tu pájaro puede cantar” (“And Your Bird Can Sing”), que en realidad tenía tres canales de guitarras. Y que en “The End” tocan los tres la viola, y Lennon es el que tiene la más reventada de todas.

Un día le mostré “Purple Haze”, de Hendrix, pero Rino me decía que Jimi no cantaba bien y que estaba todo desafinado, que era verdad. Pasa que él venía de escuchar a Paul y John, así que le costó mucho entenderlo, pero después le traje Axis: Bold as Love, donde aparecía en la tapa como una serpiente con la mano Hare Krishna, y empezó a cazar lo genial que era.

En Belgrano había una galería llamada Emuá, en Echeverría y Cabildo, y arriba había una confitería en la que se tocaba. Ahí enganchamos para tocar todos los viernes, y tocábamos temas de Jimi Hendrix que nadie entendía.

En un momento empecé a tocar el bajo con Carlos Bisso, con quien estuve casi dos años. Era un cantante que tenía un estilo de voz tipo Ray Charles o Joe Cocker, y su grupo medio comercial se llamaba Conexión N°5. Siempre usaba guantes porque tocaba mucho la pandereta y estaba lleno de moretones. Una vez fuimos al club Indios de Moreno y cuando llegamos el público le estaba gritando de todo porque no hacía rock. Nos preguntamos qué hacer y propuse tocar un blues. Le pedí al guitarrista Ricardo Lew que se pasara a mi bajo y agarré su guitarra. ¡Arrancamos y a la gente le encantó! Cuando terminamos, todos decían: “Buena idea, David”, pero en realidad solo me quise dar el gusto de tocar una SG y un Bassman, que era el mismo equipo que usaba Clapton. Subí el volumen, la viola quedaba acoplando y para los pibes del público fue una locura porque sonaba como Hendrix.

Fuente: telam

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