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28/08/2025

El suboficial que espió 18 años para la Unión Soviética sin que lo descubrieran y se convirtió en “el mayor traidor de la historia”

Fuente: telam

Con una carrera naval intachable, el operador de radio John Walker no estaba satisfecho con su vida: en 1967 descubrió que su esposa lo engañaba y que el amigo que administraba el bar que había comprado con sus salarios lo había llevado a la quiebra. Poco después se presentó en la embajada soviética en Washington, donde entregó copias de documentos secretos a los que tenía acceso y se ofreció como espía. Durante casi dos décadas manejó una red que solo fue descubierta cuando lo denunció su exmujer, resentida porque no le pasaba dinero

>Los espías de verdad poco o nada tienen que ver con aquellos agentes arriesgados, glamorosos, expertos en artes marciales y el uso de armas que protagonizan las novelas y las películas del género. Suelen ser todo lo contrario: prudentes, grises, capaces de pasar inadvertidos y enfocados en un solo tema. Así era John Walker, el suboficial de la marina estadounidense considerado “el mayor traidor de la historia de los Estados Unidos”. Lo de “traidor” le cabe porque era estadounidense y le pasaba información a la inteligencia de la Unión Soviética. Cuando lo descubrieron, en 1985, ya se había retirado de la Armada, cuyo uniforme visitó durante dos décadas, y hacía 18 que espiaba para la KGB, primero solo y después mediante una red integrada por amigos, un antiguo colega de la fuerza y miembros de su familia.

Hasta entonces, siempre había navegado en las oscuras aguas del espionaje sin ser captado por los radares. Con los años, su caso se convirtió en materia de estudio en la Armada y en las agencias de seguridad nacional. “Resulta esclarecedor repasar la historia de su red de espionaje naval, tanto por lo que revela sobre el espionaje versus la seguridad como por cómo pone de relieve las ambiciones y las debilidades en la base del espionaje”, sintetizó la Revista de Historia Naval del Instituto Naval de EE. UU. en un artículo que lleva el contundente título de “La mayor traición de la Marina”. Allí se repasan su carrera y la facilidad con que se convirtió, según The New York Times, en el artífice del “anillo de espionaje soviético más dañino de la historia”.

John Anthony Walker nació en Washington el 28 de julio de 1937 y fue a una escuela secundaria en Scranton, Pensilvania. Lo atraían mucho más las calles que las aulas y para sostenerse —como su familia le había cortado los víveres— organizó con un amigo una serie de robos en un solo día, el 27 de mayo de 1955. Cuando los capturaron el botín que habían obtenido incluía, dos llantas de auto, cuatro litros de aceite, seis latas de limpiador y tres dólares en efectivo. Como tenía 17 años, le ofrecieron la alternativa de ir a la cárcel o alistarse en una de las fuerzas armadas. El joven Walker eligió la Armada y se formó como operador de radio.

Contra lo que se esperaba de un delincuente precoz alistado a la fuerza, Walker inició una tarea que por muchos años fue intachable. Primero sirvió a bordo de un destructor de escolta y luego se unió a la tripulación del portaaviones USS Forrestal. Se anotó en la escuela de submarinos y, al completar el curso, fue asignado al portaaviones Razorback que cumplía una misión en el pacífico. Ascendido a suboficial, recibió una autorización criptográfica de alto secreto y aprobó el Programa de Confiabilidad del Personal, una evaluación psicológica para garantizar que solo el personal más confiable tuviera acceso a armas nucleares. Corría 1960 y se había casado con Barbara Crowley, con quien tuvo tres hijos.

Mientras su vida transcurría a bordo de un barco o de un submarino, todo marchaba sobre rieles, pero cada vez que pisaba tierra se convertía en un infierno. Para 1967 había descubierto que Barbara, su dulce esposa y madre de sus hijos, lo engañaba y se tomaba hasta el agua de los floreros, y que el bar que había montado con sus ahorros y entregado a un amigo para que lo administrara estaba al borde de la quiebra. Esas frustraciones se mezclaron con una idea que comenzaba a germinar en su cabeza: que el asesinato de John F. Kennedy había sido orquestado por líderes gubernamentales y empresariales con la intención de impedir que moderara la Guerra Fría.

El panorama con que John Walker se encontraba todos los días al despertar y mirar a su alrededor se puede sintetizar así: su mujer lo había traicionado, necesitaba dinero y ya no confiaba en el Gobierno de su país. Eso lo llevó en el otoño de 1967, cuando estaba asignado como oficial de guardia en el cuartel general de la Fuerza de Submarinos de la Flota Atlántica en Norfolk, a pedir unos días de licencia y manejar hasta Washington. En uno de sus bolsillos llevaba las fotocopias de varios documentos del cuartel general.

Solomatin no demoró en darse cuenta de que Walker podía ser una mina de oro. Conocedor del mundo naval, descubrió que algunos de los documentos que le ofrecía se referían a submarinos estadounidenses cuyos movimientos afectaban a la flota soviética. Otro de los documentos pertenecía a la Agencia de Seguridad Nacional y era aún más importante: detallaba la configuración del mes siguiente para la máquina de cifrado estadounidense KL-47. Los soviéticos ya habían recibido algunos documentos de la NSA de otro espía, y luego de comparar las marcas y el formato, se dieron cuenta de que el documento de configuración de Walker, llamado lista de claves, era auténtico.

La entrevista personal también lo impresionó bien: en ningún momento Walker manifestó amor alguno por el comunismo, algo que los impostores solían enfatizar, sino que simplemente le dijo que quería ganar dinero. Decidió utilizarlo. Le dio unos miles de dólares como anticipo y lo puso a las órdenes de Oleg Kalugin, su adjunto de inteligencia política, y de Yuri Linkov, un espía naval, como su oficial de caso. Esperaron que se hiciera de noche y sacaron a Walker de la embajada escondido en el baúl de un auto.

Durante los siguientes 18 años, John Walker, primero en soledad y luego a través de una red que él mismo se ocupó de montar, inundó de datos a los soviéticos, especialmente en lo referido a las claves criptográficas. Hasta 1974 operó sin cómplices, pero para 1975, cuando se retiró de la Armada, ya tenía montada una organización que le permitiría seguir obteniendo información para Moscú. Incorporó primero a su colega y amigo Jerry Whitworth, un suboficial mayor que también era operador de radio y tenía acceso a las claves. Más tarde sumó a su propio hijo, Michael, oficial a bordo del Nimitz que trabajaba en la oficina de administración del barco y le suministró más de 1500 documentos para el KGB, incluyendo material sobre sistemas de armas, control de armas nucleares, procedimientos de mando, identificación hostil y métodos de sigilo, y listas de objetivos de contingencia. También consiguió información de su hermano mayor, Arthur L. Walker, teniente comandante retirado de la Marina que trabajaba para una contratista de defensa. Bien estudiados por la inteligencia soviética, esos contratos sirvieron para que supieran hacia dónde apuntaban los proyectos estadounidenses.

También provocó la captura por parte de corea del Norte de un barco estadounidense para obtener máquinas de cifrado. “Los soviéticos interceptaron nuestros mensajes codificados, pero nunca pudieron leerlos. Y con Walker proporcionando las tarjetas de códigos, esto era la mitad de lo que necesitaban para leer los mensajes. La otra mitad que necesitaban eran las propias máquinas. Aunque Walker podía darles manuales de reparación, no podía darles máquinas. Entonces, un mes después de que John Walker ofreciera sus servicios como voluntario, los soviéticos organizaron, a través de los norcoreanos, secuestrar un barco de la Armada de los Estados Unidos con sus máquinas de cifrado, y ese era el USS Pueblo.

Durante esos 18 años, ni el FBI ni ninguna agencia de contrainteligencia tuvo jamás en la mira a John Walker o a alguien de su red. Sin embargo, al armar su equipo, el suboficial de la Armada cometió un error: incorporar o tratar de incorporar a sus familiares para que colaboraran con él. Su hijo Michael y su hermano Arthur aceptaron, pero su hija Laura —a quien intentó sumar en 1979— se negó y, aunque cortó relaciones con él, no quiso denunciarlo.

Solomatin y Kalugin le advirtieron que no comprometiera a su familia, porque eso significaba un enorme riesgo de seguridad, ya que si caía uno caerían todos, pero Walker desobedeció. A fines de 1984, la exesposa de Walker, Barbara, resentida con él porque no le pasaba dinero, lo denunció al FBI. Sin embargo, cuando el 29 de noviembre un agente especial la entrevistó en su casa decidió que la mujer no era una fuente confiable, porque aunque algunas de las cosas que describía —como cuando había acompañado a Walker en algunas entregas realizadas en Washington—, coincidían con las técnicas de la KGB, Barbara lo recibió completamente borracha y no dejó de beber vodka durante toda la charla.

El final de John Walker como espía llegó finalmente el 20 de mayo, cuando el FBI lo arrestó luego de confiscar 127 documentos clasificados que había dejado en un punto de entrega. Al allanar su domicilio se encontraron abundantes pruebas de la red de espionaje, incluyendo registros de pagos a Jerry Whitworth, que se entregó a las autoridades el 3 de junio. El hermano Arthur también fue arrestado.

A cambio de limitar sus cargos, John Walker acordó hablar de su espionaje en detalle y declararse culpable, y Michael también aceptó la oferta. Arthur Walker fue juzgado en agosto y condenado a 365 años de prisión, tres cadenas perpetuas, y Michael a 25 años. Por colaborar con la Justicia John Walker —el ideólogo y jefe de la operación de espionaje— solo fue condenado a una cadena perpetua.

Fuente: telam

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