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27/08/2025

Roberto Goyeneche: su pasado de colectivero, la química con Troilo y el espíritu callejero que enamoró a los rockeros

Fuente: telam

Fue mecánico, colectivero, taxista y cantor de alma. Con su fraseo único y su voz cargada de emoción, el Polaco convirtió al tango en un idioma capaz de cruzar el tiempo. El 27 de agosto de 1994, una neumonía se llevó su vida, a los 68 años. Su nombre sigue sonando, y su sonrisa, viva en murales y tribunas de fútbol

>“Ya ves, a mí y a Buenos Aires, nos falta siempre el aire cuando no está tu voz...”. Roberto “el Polaco” Goyeneche caminaba sus últimos pasos cuando recibió uno de los más conmovedores homenajes en vida: Garganta con arena, la canción que le escribió Cacho Castaña, refleja al hombre que logró que las nuevas generaciones se acercaran al tango y se enamoraran de él hasta caer rendidas.

Primero llegó a la orquesta de Raúl Kaplún, pero el verdadero reconocimiento le llegó en 1952, cuando Horacio Salgán lo convocó para reemplazar a su cantor. Fue entonces cuando lo bautizó con el apodo que lo acompañaría por siempre: “Polaco”, por su porte y esa melena colorada. Ahí comenzó un camino sin retorno hacia la consagración, que avanzó sin tropiezos. Cuatro años después formó dupla con Aníbal Troilo.

El 29 de enero de 1926, María Elena Costa regresaba en tren del norte argentino hacia Buenos Aires cuando las contracciones la sorprendieron a mitad de camino. Bajó en Urdinarrain, un pequeño pueblo al sur de Entre Ríos, y allí nació Roberto Emilio Goyeneche. Lo recibió en una sala de hospital regional la joven enfermera Santiaga Bondioni de Boerque: “Era un bebé pelirrojo y con muchas pecas”, repetía al recordar a quien se convertiría en una leyenda del tango.

En 1944, cuando tenía 18 años, ganó el concurso de nuevas voces: su voz ya había dejado una marca. Mientras cantaba con la orquesta de Kaplún por las noches, pasaba las tardes manejando colectivos desde Plaza Miserere hasta Carapachay.

En 1956 llegó la consagración definitiva junto a Aníbal Troilo: la química entre ellos fue instantánea, tanto arriba como abajo del escenario. “Pichuco” no solo fue su maestro musical, también fue su amigo entrañable. Juntos grabaron veintiséis canciones que hoy son patrimonio sentimental de Buenos Aires. Cuando Troilo lo alentó a seguir como solista, el Polaco emprendió un camino en solitario que lo convirtió en el cantor de todos.

Por eso fue el elegido de tantos. Cantó junto a Astor Piazzolla en la inolvidable Balada para un loco, de 1969, y más adelante, en 1982, volvió a unirse al bandoneonista para un disco en vivo con su quinteto en el Teatro Regina. También compartió proyectos con Atilio Stampone, Raúl Garello, Armando Pontier y Osvaldo Berlingieri, entre muchos otros.

Pero no fue solo cantor para los amantes clásicos del tango. Su figura pudo romper fronteras generacionales. En los años 80, su espíritu callejero y profundo enamoró a los músicos del rock nacional, que lo adoptaron como un faro. Esa conexión se selló definitivamente cuando Fernando “Pino” Solanas lo convocó para Sur (1988), la película que lo convirtió en un símbolo vivo del Buenos Aires que dolía y resistía.

Esa película de Solanas fue un viaje sin retorno para Adriana Varela, la fonoaudióloga que cantaba cada tanto y que más tarde se convirtió en la ahijada musical de Goyeneche. “A partir de Sur, en la que veo al Polaco, descubro el tango. Él es el vehículo por el cual me llega >Varela y Goyeneche se conocieron en el Café Homero. Él, estaba entre el público como uno más cuando Adriana cantó. La escuchó y la llamó: “¿De dónde saliste, piba?”, le preguntó, como quien encuentra una joya inesperada. La apadrinó. En 1994, le puso voz y emoción al tributo en vida que Cacho Castaña le escribió al Polaco un año antes: Tu voz, que al tango lo emociona diciendo el punto y coma que nadie le cantó; con tu voz, con duendes y fantasmas, respira con el asma de un viejo bandoneón. (...) A vos, que tanto me enseñaste el día que cantaste conmigo una canción.

“Yo siempre canté los sentimientos a flor de piel. Sin sentimientos no puede existir nada, no se puede vivir. Es la única manera que tiene el hombre de mirarse hacia adentro”, dijo Goyeneche una vez. Y así vivió; y así cantó.

Si hubo algo que el Polaco hizo como nadie, eso fue apropiarse de los tangos que cantaba. Los hizo tan suyos, tan de su estilo, que después de escucharlo a él, cualquier otra versión suena como un eco lejano.

Una de esas canciones que cruzó generaciones es “Balada para un loco”, esa genialidad de Astor Piazzolla con letra de Horacio Ferrer. Fue Amelita Baltar quien la estrenó en 1969, pero Ferrer mismo confesó que, al escribirla, la había imaginado en la voz del Polaco. Y cuando finalmente la grabaron juntos ese mismo año, nació una versión insuperable. No es solo que la cante bien: es que parece escrita para él. Como si la locura dulce de esa letra hubiera encontrado, por fin, su voz. El video que la registra lo muestra cantándola en Japón, frente a un público que, aun sin entender el idioma, entiende todo. Lo siente todo.

Otro tango que lleva su marca es “La última curda”, una joya nacida en 1956 del encuentro entre Cátulo Castillo y Aníbal Troilo. Cuenta la historia que una noche calurosa, en el departamento de Pichuco, el bandoneón y el tarareo se mezclaban mientras afuera, sin saberlo, una multitud se había reunido bajo la ventana abierta para escucharlos. Fue la primera vez que sonó en público, sin quererlo. La versión del Polaco, grabada en 1963, es pura melancolía.

La primera versión no tuvo demasiado éxito, pero todo cambió cuando la cantó el Polaco en Caño 14, el mítico bar de tango que fundó el propio Stampone. Después, lo interpretó en el teatro Ópera el 22 de agosto de 1987, acompañado por Néstor Marconi en bandoneón y Ángel Ridolfi en contrabajo. Esa noche, lo cantó como si hablara con alguien que ya no estaba. Como si cada palabra fuera una despedida.

La primera versión fue grabada por la orquesta de Troilo con la voz de Francisco Fiorentino. Pero casi dos décadas más tarde, ese tango volvió a nacer: el 9 de enero de 1962, para el mismo sello RCA Víctor, Goyeneche lo grabó con la orquesta de Pichuco y lo consagró para siempre. En su voz, el frío, la llovizna y la soledad de Garúa dejaron de ser metáforas: se volvieron carne, sentimiento y poesía en estado puro. Desde entonces, nadie volvió a caminar bajo la lluvia sin escuchar al Polaco en algún rincón del alma.

La voz del Polaco no se apagó con su muerte. Al contrario: se quedó flotando en el aire espeso de Buenos Aires, pegada a las paredes gastadas de los bares, a las baldosas húmedas de madrugada, a los bandoneones que lloran por costumbre. Goyeneche es más que un recuerdo: es una presencia que vuelve cada vez que alguien se atreve a decir un tango sintiéndolo en el pecho.

Su barrio, Saavedra, se encargó de que su nombre no se pierda entre las calles: una de las avenidas más importantes hoy se llama Parque Roberto Goyeneche, y al llegar, un cartel con su rostro le da la bienvenida a los que pisan ese suelo que él caminó tantas veces. En Galván y Balbín, su imagen y la del “Mono” Gatica decoran los muros del viaducto con un mural que fue votado por vecinos, como se elige a los entrañables.

En el Club Platense, su otra pasión, su tribuna lleva su nombre. En el Café Homero, su voz todavía vibra en las paredes. Y en El Tábano, ese club del barrio donde lo escucharon por primera vez, una placa lo celebra como “Hijo Ilustre”, como si el tiempo no hubiera pasado, como si aún pudiera aparecer a cantar un par de tangos entre amigos.

Fuente: telam

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