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24/08/2025

De la cuna aristocrática y desenfreno en París a gran figura de los escenarios porteños, la vida de Florencio Parravicini

Fuente: telam

El actor argentino, que decía ser descendiente del mayor amante de todos los tiempos Giacomo Casanova, era hijo de un coronel al frente de una penitenciaría. Su vida fue apasionante del principio al fin. Cuando parecía perderse en los excesos y “patinarse” la fortuna de su familia, demostró que había nacido para ser actor

>Fue un tiro al aire, un bala perdida, un loco lindo, en su época existía otro apodo para la gente como él: un rico tipo, un caradura, un desenfadado, un aventurero, un fabulador, un incansable; fue también un hacedor de su propia leyenda, un forjador de su propio mito que lo hizo cazador de leones marinos en el Atlántico Sur, pirata y contrabandista en esas mismas aguas, esgrimista, tirador, corredor de autos, piloto de aviones de la prehistoria, cantante, artista de varieté, actor de teatro primero y de cine después, humorista, crítico ácido de la sociedad que lo aplaudió y lo hizo uno de sus preferidos en un país, la Argentina de los años 30, que había derribado a la democracia, había instaurado la primera de sus tantas dictaduras militares y había fundado lo que pasó a la historia como “década infame”.

Lo bautizaron como Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón; lo de Bartolomé era porque el día de su nacimiento era el del santo venerado, día en el que, según la leyenda y la superstición, es el único del año en el que el diablo anda suelto. Nació en una cuna de privilegio, era hijo de un coronel, Reynaldo Parravicini, que era amigo íntimo de Julio Argentino Roca, de Dalmacio Vélez Sarsfield, de Nicolás Avellaneda y de Domingo Faustino Sarmiento. Su mamá, Rafaela Romero Cazón, pertenecía a la aristocracia de la época, finales del siglo XIX y se instaló junto al coronel en la Penitenciaría Nacional cuando fue nombrado director, entre 1887 y 1890. De modo que el chico Florencio, a sus once años, conoció el ambiente carcelario y a sus habitantes, asesinos condenados perpetua y delincuentes de poca monta.

Parravicini fue un trueno desde chico. Lo expulsaron a los ocho años del colegio de las Inglesitas, en el barrio de Flores y luego de la Academia Británica; también lo echaron del colegio San José y del San Luis, datos que permiten deducir que no era un chico demasiado inclinado a la disciplina y al estudio metódico. Sin embargo, tenía pasta de héroe: le salvó la vida a un Raúl Cabrera, un chico de nueve años que estuvo a punto de morir ahogado en el incendio de su casa, Juncal entre Azcuénaga y Larrea, vecina a la de los Parravicini. La historia está contada en “La vida romántica y aventurera de Parravicini: el hombre que hizo reír a tres generaciones”, una biografía novelada de “Parra” escrita por Martín Alvera, seudónimo acrónimo de Alfredo Varela.

A los catorce años se fugó de casa y, con un amigo, Adrián González, se unió a los alzados en la Revolución de 1890, la Revolución del Parque, organizada por Leandro N. Alem y Bernardo de Irigoyen para derrocar al presidente Miguel Juárez Celman, un movimiento que fracasó pero dejó al gobierno herido de muerte. “Parra” llegó a disparar algunos tiros porque tenía muy buena puntería, pero decidió volver a casa cuando una bala mató a su amiguito González.

A los tres años se fue a Europa. Dijo a su familia que estudiaría ingeniería en Bruselas, pero su destino era París y no el estudio. París ejercía entonces, casi como ahora, un hechizo especial, era una meca, una ilusión, un sueño a cumplir. Carlos Gardel lo pondría en otras palabras: “Cuando se ha conocido París, cuando se ha visto la Costa Azul, cuando se han gustado los aplausos de los reyes, Buenos Aires no satisface del todo, es terriblemente monótono”. Extraño porque Gardel cantaba con emoción aquello de “Lejano Buenos Aires qué lindo que has de estar / ya van para diez años que me viste zarpar / Aquí, en este Montmartre, faubourg sentimental / yo siento que el recuerdo me clava su puñal”. Cosas de la nostalgia.

Parravicini no viajó a Europa para dejarse ganar por la nostalgia, sino para patinarse la pequeña fortuna que la familia, en especial su madre que había quedado viuda del coronel cuando él era un chico de diez años, había dispuesto para sus estudios. De Bruselas y de la ingeniería, olvidáte: fue París, la noche, el desenfreno y las fiestas hasta que los ahorros se acabaron y el cónsul argentino, amigo de la familia, lo metió en un barco y lo devolvió a su casa. La leyenda dice que sus hermanos, gente recta y de trabajo honesto en la administración de la riqueza familiar, tal vez impulsados por la madre armaron una estrategia para, de nuevo un barco, mandarlo al sur, a la Patagonia hostil, a que supiera qué era eso de ganarse la vida. Parravicini se unió a la tripulación de un buque pirata, o algo parecido, que se dedicaba al robo de pesqueros, a la caza de lobos marinos y al contrabando, nada que pudiera suponer un trabajo honesto.

Nadie le iba a quitarlo bailado, ni sus andanzas europeas cuando la fortuna empezó a flaquear: trabajó en Ámsterdam, Bruselas y Lisboa como tirador profesional, capaz de acertarle a una moneda a la distancia, como profesor de patinaje, aviador, domador, piloto de autos en Berlín, cantante en Champs Elysées y hasta en el legendario Olympia, siempre París, hasta que regresó a Buenos Aires en 1906, hecho ya un gandul de treinta años.

Para Parravicini, sentar cabeza fue montar su propio show de varieté, al decir de la época. Hoy podría llamarse unipersonal o stand up, en el mundo del espectáculo cambian los nombres pero la esencia es siempre la misma. Así que montó su show al que llamó “Concierto Varieté” en una sala de la que no queda ya ni la sombra, en la Avenida Rivadavia, entre Salta y Santiago del Estero, del lado sur, Libertad y Talcahuano del lado norte. Tuvo un éxito sensacional. Sería un tiro al aire, un irresponsable, pero tenía talento. No sólo era capaz de acertar a un blanco, de espaldas y sólo con la orientación de un espejo, sino que contaba historias con mucho humor y con bromas exactas si estaban dirigidas a la platea. Usaba el doble sentido, la ironía, la mordacidad, cierto cinismo del tipo que vio mucho mundo y está convencido de que nada puede ya sorprenderle. Para la época, ese desenfado y ese humor ejercían una especial fascinación en el público.

Junto con la fama de actor y de humorista, “Parra” ganó la fama de libertino que ayudó él mismo a cimentar con sus historias de conquistador y de hazañas sexuales que, se excusaba, eran casi irremediables dado sus ancestros y su lejanísimo vínculo genético con el Casanova de la leyenda. Sin embargo, se casó el 11 de enero de 1919 con Sara Piñeiro, apenas dos meses después de conocerla: vivió con ella hasta su muerte; y mantuvo un romance tormentoso y curtido que duró menos de tres años con la actriz Pepita Avellaneda. Fueron sus dos mujeres conocidas, aunque la leyenda sostiene que, un seductor nato, “Parra” amó a todas las mujeres que conoció en el escenario y con las que compartió cartel en teatro y en cine.

Entre 1906, año de su tardío ingreso al mundo del espectáculo, hasta 1940, Parravicini actuó, siempre como protagonista, en más de trescientas obras teatrales y lanzó su carrera cinematográfica, primero en el cine mudo y luego en el sonoro. Protagonizó en 1916 “Hasta después de muerta” y luego “Tierra argentina Dios te bendiga” y “Por mi bandera”, guiones de un nacionalismo casi escolar que eran acaso un símbolo de la época. En 1937 se consagró con “Melgarejo”, una película dirigida por Luis José Moglia Barth. Era una comedia en tres actos que Parravicini había estrenado en 1920, sin un texto preciso dada la inveterada tendencia a “morcillear” de su intérprete que, era además, el autor. Para el film, Parravicini fue guionista junto a Moglia Barth: es la historia de una estanciera muy rica, inducida al adulterio del que la salva su chofer, que descubre el plan de los delincuentes que intentaban convencer a la mujer para luego desplumarla.

Parravicini ganaba fortunas, cobraba diez mil pesos por mes cuando el promedio de los actores más exitosos cobraba mil quinientos; el público lo amaba, llenaba los teatros que mostraban sus fotos: una cara sonriente, un rasgo pronunciado de picardía, los ojos traviesos, una generosa diastema en el maxilar superior: un éxito. Tanto, que en 1926 se había presentado como candidato a concejal porteño en las elecciones municipales de ese año por el partido Gente de Teatro: lo eligieron con el seis por ciento de los votos. Hizo poco y nada desde su banca, salvo un homenaje que organizó en honor del Príncipe de Gales que visitó la Argentina antes de ser rey sin corona: reinó como Eduardo VIII pero abdicó antes de ser coronado.

En los años ‘30 llegaron sus otros grandes éxitos en cine con “Los muchachos de antes no usaban gomina”, del talentoso Manuel Romero, junto a, y de nuevo, Mecha Ortiz, Santiago Arrieta, Irma Córdoba, Hugo del Carril, Amalia Bernabé, Homero Cárpena, entre otros; y “Tres anclados en París”, también de Manuel Romero, junto a Tito Lusiardo, Irma Córdoba, Enrique Serrano y Hugo del Carril.

En 1935, en su momento de mayor esplendor, le diagnosticaron cáncer de pulmón. Lo soportó con entereza, pero estaba herido en lo más profundo: había encontrado en los escenarios y frente a las cámaras, una razón para vivir, una pasión. En 1938 dijo en un reportaje al diario Crítica que dirigía Natalio Botana: “Si empezara mi vida de nuevo, lo haría directamente con mi profesión de actor”. Sus últimas apariciones en cine fueron “La vida es un tango”, en 1939, dirigido por Manuel Romero y junto a Hugo del Carril, Sabina Olmos, Tito Lusiardo y Pablo Cumo, que era también su secretario personal; y Carnaval de antaño, en 1940, también de Manuel Romero junto a Sabina Olmos y Sofía Bozán.

Era posible pensar que un tipo como “Parra” no iba a admitir que alguien, por más alto que estuviese, bajara el telón de su vida; un improvisador, un maestro del “morcilleo”, un genio del repentismo no iba a quedar atado a los lazos de un Altísimo. Ni lo sueñen. El 24 de marzo de 1941, cuando el mal se hizo más grave, acorralado por los dolores y el desasosiego, susurró al oído de Pablo Cumo, su amigo y secretario: “Amigo, llegó el momento del pistolazo”.

Está sepultado en el cementerio de Olivos. Una estatua lo recuerda en la muy porteña Plaza Lavalle, frente a Tribunales.

Fuente: telam

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