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24/08/2025

A 40 años de la caída del clan Puccio: un arresto de película y cómo “Maguila” quedó libre sin cumplir su condena

Fuente: telam

La intimidad de las negociaciones. Los planes de los investigadores para hacerlos caer y la trama criminal que develó el último secuestro. ¿Cómo un hombre puede quedar libre de tanto estar prófugo?

>El primer contacto fue una voz que no quería conversar, sino anunciar:

Del otro lado de la línea, según los registros de llamadas recopilados por la Justicia, Oscar Prado no llegó a responder. Era la noche del 23 de julio de 1985. Prado tenía 36 años y hacía horas se preguntaba dónde estaría su madre y por qué no había llegado a la agencia de venta de autos que la familia administraba sobre la avenida Independencia, en el barrio porteño de Almagro.

Durante cuatro meses Arquímedes Puccio, un contador y exfuncionario de la Cancillería, quien Arquímedes y uno de sus hijos, Daniel —apodado Esa noche una voz interrumpió la secuencia.

—¡Prado!

Esa noche y las siguientes, a lo largo de un mes, se extenderían los llamados.

—Hola, ¿Oscar? —preguntó el 27 de julio, cuatro días después del secuestro, la voz. Era otra diferente a la de la primera llamada y a la que había sobresaltado a Bollini de Prado en la calle, pero para entonces los hijos de la mujer se habían acostumbrado a hablar con distintas voces masculinas que muchas veces se identificaban bajo un mismo nombre: Mario.

—Se cortó.

—Sí, se cortó.

—Sí, señor.

Los secuestradores pactaban horarios y teléfonos a los que llamarían. Era 1985, las conversaciones telefónicas se caían en forma abrupta. En una misma noche los llamados podían empezar en el departamento de la madre de los Prado, seguir en la casa de los hijos y pasar de la casa de los hijos a la concesionaria y de la concesionaria a un galpón familiar.

—No anda, señor, ese teléfono hace tres meses que no anda —respondió Oscar.

—¿No anda ese?

—Y, este es muy difícil, es un infierno —se quejó la voz.

En algunos contactos, la voz en el teléfono enviaba a los hermanos Prado a una dirección precisa, a buscar objetos en el frente de una casa abandonada. Ahí solían encontrar un cassette o un sobre de papel madera o un atado de cigarrillos que guardaba indicaciones.

Pero los Puccio y sus colaboradores ignoraban que la familia Prado había roto esa orden. La denuncia estaba hecha desde casi el inicio del secuestro.

—Yo no puedo reunir ese dinero, para colmo es sábado. Hoy fui a ver a dos o tres amigos. Llego a tener 41.000 dólares acá —presionó en una de las negociaciones posteriores Oscar.

—Sí, pero no es fácil. La gente no tiene plata. Yo escucho el casette de mi mamá...

—Y no sé, llame a la noche pero deme tiempo, lo único que le pido.

—Otra cosa señor, le pido por favor, ¿Mi mamá cómo está?

—Cuando yo escucho el casette… ¿Ella qué come? ¿Está comiendo bien?

¿Usted es lo mismo que con la otra persona?

—Entonces, cómo hago con la otra persona, ¿Quién es?

La Policía Federal trabajaba en forma conjunta con Entel, la empresa estatal de telecomunicación de la época. Juntos trazaron un mapa con cada llamada. La repetición reveló un patrón: los secuestradores usaban teléfonos públicos ubicados en el centro y sur de la Ciudad de Buenos Aires.

El teléfono público de una estación de servicio de las calles Gregorio de Laferrere y Mariano Acosta, en el barrio porteño de Parque Avellaneda, tenía tono. Y los Puccio lo usaron.

Cuando la llamada de los Puccio entró en la central telefónica, la radio policial transmitió la clave —“Tero en el aire”— y la dirección exacta de la estación de servicio.

Ahí parados, a pocos metros del teléfono público, estaban Arquímedes Puccio, su hijo Daniel y uno de los colaboradores de la banda, Guillermo Fernández Laborda.

Sea como fuere, los policías habían detenido a los secuestradores, pero la mujer seguía cautiva. Restaba saber dónde estaba y liberarla. Daniel, “Maguila”, habría sido el primero en confesar:

Para llegar a la casona de los Puccio, en Martín y Omar 544, en el centro histórico de San Isidro, un grupo de efectivos rodeó la manzana, entró a través del portón de la vivienda, bajó al sótano y retiró un armario que ocultaba una puerta. Del otro lado, estaba Bollini de Prado. Había sobrevivido sentada en una cama de sábanas manchadas, con un grillete en el tobillo que la encadenaba a una pared.

La noticia se esparció en la cuadra, en el barrio, en el Club Atlético de San Isidro (CASI), donde Alejandro jugaba al rugby, y en la Catedral que la familia visitaba cada domingo. Entre los vecinos, la única pregunta posible nacía de un error: “¿Asaltaron a los Puccio?”.

Un mes después de los arrestos, la jueza a cargo de la investigación, María Romilda Servini, hizo un pedido insólito aunque fundado en la sospecha de que detrás del caso existía una trama delictiva por descubrir.

El clan Puccio debutó el 22 de julio de 1982, con la captura del empresario Ricardo Manoukian. El joven de 24 años, hijo de los dueños de la cadena de supermercados Tanti, estuvo atado durante nueve días en la bañera de la casa de los Puccio hasta ser asesinado de tres tiros en la nuca. La familia había pagado su rescate. Alejandro fue el entregador. Eran amigos.

El empresario Emilio Naum, dueño de la firma de ropa y zapatos Mc Taylor, también tenía el destino marcado por el clan. El 22 de junio de 1984 paró su auto cuando vio que Puccio le hacía señas. Ya era un secuestrado más. Al darse cuenta, se resistió. Lo mataron de un tiro en el pecho.

En Argentina, un condenado a prisión puede esconderse. Esperar. Y, una vez cumplidos los años de cárcel que le impuso la Justicia, reaparecer, sin que nadie lo detenga. Eso hizo Daniel “Maguila” Puccio.

Daniel era el segundo hijo varón del matrimonio Puccio. Sus amigos, sus padres, sus hermanos lo apodaban “Maguila” por el gorila de un dibujo animado popular en los años 60. Antes del secuestro de la mujer, vivió en Australia y en Nueva Zelanda. Su padre le enviaba cartas en las que lo invitaba a volver, le hablaba de futuros negocios y le pedía que leyera entre líneas cuando le mencionaba esos negocios. Maguila no era tonto, conocía a su padre: sabía que lo que le proponía era ilegal.

En 1985 Maguila volvió al país y enseguida empezó a trabajar en el secuestro de la mujer. El 23 de agosto lo detuvieron en la estación de servicio.

En derecho penal, el tiempo es muy importante. Salvo excepciones, como los delitos de lesa humanidad y otros, el Estado tiene un límite temporal para investigar, juzgar y condenar un delito. Eso garantiza que existan plazos razonables y, si esos plazos no se cumplen, el delito o la pena prescriben.

En el Código Penal argentino hay dos tipos de prescripción. La de la acción penal y la de la pena. La diferencia es que una corre antes de que haya una condena y la otra, después. En el caso de Maguila lo que prescribió fue la pena.

El 29 de agosto de 2011, la Justicia declaró la extinción oficial de su pena. Dos años después, “Maguila” visitó los tribunales de Lavalle y, en un certificado, se llevó su boleto de libertad. Ya nadie podía detenerlo ni obligarlo a cumplir su pena.

¿Existe el derecho a salirse con la suya? Maguila es el ejemplo de un hombre que eludió el sistema para quedar impune.

Fuente: telam

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