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27/07/2025

Cafetines de Buenos Aires: el bar La Academia mudó sus juegos y sus fantasmas al local de un restaurante histórico

Fuente: telam

Fue inaugurado en 1930 sobre la avenida Callao. Este año cambió de dirección. Ahora ocupa el local que dejó libre el mítico Pippo sobre la calle Montevideo, en el centro porteño. La historia de los dueños ligados a la bailanta

>En anteriores relatos mencioné la cantidad de cafés y bares que abrieron en 1930. Todos muy próximos y aún en funciones: Los Galgos, Almacén Lavalle, La Giralda y La Academia. Hoy vengo por este último. Para contar su historia, dar cuenta de su reciente mudanza y, no voy a negarlo, saber de Borges.

Hoy La Academia se mudó a Montevideo 341, el lugar que hasta la pandemia ocupó el restaurante Pippo. La visité para charlar con Roberto López, su dueño. Roberto y Sebastián López son hijo y nieto respectivamente de Luis López, el gallego oriundo de Lugo que llegó a Buenos Aires en 1946 para emplearse en gastronomía y terminó adquiriendo todos los puntitos del bar. Antes de la compra, don Luis fue dueño de Karim y Gong. También tuvo dos bailantas y fue uno de los primeros que confió en Rodrigo y le dio la oportunidad de cantar con su movida cuartetera.

La familia López viene de una tradición de largas jornadas de trabajo de sol a sol, más todas sus noches. Le pregunté a Roberto los motivos de la mudanza. La respuesta tuvo sus ramificaciones. En primer lugar, porque se venció el contrato de alquiler y los propietarios del local de Callao le exigieron, a su cliente de cincuenta años de relación, un aumento desconsiderado. También es cierto que la afluencia de público a La Academia de Callao había decaído mucho y, como consecuencia, era un riesgo muy alto comprometerse a cumplir con las nuevas condiciones contractuales.

Esta baja en la recaudación que venía sucediendo fue motivo de estudio y análisis por parte de Roberto durante años. Lo primero que observó fue la transformación de Callao. Notó el cambio sufrido en una arteria que pasó de ser una elegante avenida de paseo pedestre a una vía de tránsito vehicular, ruidosa y humanamente intolerable. Luego sucedieron otros hechos que impactaron negativamente en el bar. Dos cierres significativos. El primero el de la sede de la Fundación Banco Patricios y, a continuación, el cese de funciones del Hotel Bauen.

Pero fue otro hecho fortuito lo que ayudó a Roberto a tomar una decisión. Una tarde, a la salida de la oficina de su abogado, cuando comenzaba a hacer el duelo familiar por tener que cerrar el negocio de su padre, caminaba por la calle Montevideo y se topó con el cartel de alquiler del local donde había funcionado Pippo. “La Academia no cierra, se muda”, pensó aliviado.

Hoy el Bar La Academia, a diferencia del primitivo local, luce todo su patrimonio en dos plantas. Y prepara una tercera, el sótano, que tendrá una cava y será destinada a eventos o reuniones privadas. El salón mantiene el piso con forma de damero. Los López, además, trasladaron sus pertenencias a la nueva sede de Montevideo: mesas, sillas, billares y pool. El ping pong y los dardos ahora están en el primer piso. Lo que no pudieron subir al camión de mudanza fue la barra original porque era de las viejas, de las que tienen la heladera abajo, y corría riesgo de desarmarse para siempre. Sin embargo, se ocuparon de hacer una nueva lo más parecida posible a la anterior. Otros objetos que se llevaron de Callao son los históricos cristales dibujados de las ventanas. Ahora lucen exhibidos en el salón de Montevideo como obras de arte.

Conocí a Borges en La Academia de Callao. Fue gracias a mi amiga Adriana Giraldes, a poco de partir hacia una nueva vida en Europa. Adri le alquiló a Borges, su departamento sobre la calle Carlos Calvo, en Constitución. “Tenés que conocerlo en persona”, me insistió en el abrazo que nos dimos en Ezeiza antes de su partida. “Es un académico de ley”, agregó.

Un buen día le hice caso a mi amiga y me presenté ante Borges en La Academia. Al final del encuentro me deslizó por la mesa su tarjeta personal. Un cartón delicado, sobrio y escueto como el talante de su propietario. Decía: Borges. Y debajo, con un tamaño de tipografía más pequeño: Letras. En verdad, Borges no está formado en Letras. Así, con mayúscula. Sin embargo su indiscutible saber era reconocido en toda La Academia, su despacho. Tampoco el nombre real es Borges. Su apellido es Serrano. Pero a partir de 1996, cuando el tramo de la calle Serrano en Palermo mutó a Borges, comenzó a usar el seudónimo. O sea, mi amiga Adri le alquiló el departamento a Borges siendo ya un hombre adulto con total dominio de las letras. Quiero decir: entender garabatos escritos en los márgenes de libros usados, recetas médicas inentendibles o ganchos extraños que anotamos a las apuradas. Letras.

Le pregunté a Roberto por Borges, pero me dijo no conocerlo. Tampoco sabía de él Sebastián. Y yo tampoco tenía una foto para mostrarles. Ahora sé que la próxima vez que lo encuentre le pido una selfie juntos. Como hace poco más de un mes que reabrió La Academia, intuyo que Borges habrá estado desorientado, pero que no tardará en volver a ocupar su mesa de trabajo de siempre. Por las dudas, cada vez que visite el bar, llevaré conmigo el papel que una vez me escribió. Resulta que como viejo hombre de bares que es, le pedí su opinión sobre uno de mis libros. Y me lo pasó por escrito en una hoja del tamaño de un bloc y plegada, con delicadeza, para caber en un sobrecito forrado en su interior de papel azul. Eran proposiciones de dos o tres renglones de extensión. Escritas con birome. Todas iniciadas con un guión. Por supuesto que no entendí ni jota. Algún puñado de palabras y las preposiciones más obvias. Y cuando alcancé a comprender parte de una frase no pude con la metáfora. Volveré siempre a La Academia hasta reencontrarlo. Lo reitero, Borges es un genio. Nadie escribe como él.

Instagram: @cafecontado

Fuente: telam

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