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26/07/2025

Necesitamos algo de silencio para volver a conversar

Fuente: telam

Cómo piensan algunos autores las diferentes formas del ruido tecnológico y la dependencia de las pantallas. Arte, fotografía, literatura y propuestas para hallar las claves que permitan retomar el intercambio y la charla

>Lo primero que veo son sus manos entrelazadas jugando por encima de la mesa. Mi visión es óptima: estoy de frente a ellos, a quienes veo de perfil por mi ubicación en el bar. La mano derecha de ella y la mano izquierda de él se acarician a un ritmo propio sobre el blanco del mantel. No conversan, solo se tocan. Tampoco se miran a los ojos sino que están, por separado, distraídos en sus respectivos universos virtuales gerenciados por algoritmos. Lejos de la piel amada, la mano libre de cada uno de ellos sostiene la carcasa fría del celular, esa prótesis embrujada que supimos conseguir.

Ya no conversamos ni nos comunicamos, solo encontramos ahí marketing, ventas, banalidad y violencia extrema en ideas y discursos. Fuimos expulsados y casi no posteamos porque las redes dejaron de ser un espacio en el que compartíamos el devenir cotidiano de la humanidad y se volvieron un mercado en el que para que tu palabra se escuche tenés que agitar ruido y rendir como provocador o pagar para ser miembro gold de la red o para que el algoritmo se decida a mostrar tu haiku del día o la foto del emprendimiento con el que te ganás la vida.

Así como en su momento retaceamos los cuerpos de la escena real atrapados por el magnetismo de las pantallas, todo indica que ahora asistimos a un llamado contagioso para el éxodo. Nos borramos de la conducción colectiva pero aún persiste una actividad: la del voyeur, el adicto, el que no puede dejar de perderse en lo irrelevante.

Seguí vos.

Hace algunos años, el fotógrafo estadounidense Eric Pickersgill arrancó un proyecto artístico y casi antropológico, una serie de imágenes que lograban mostrar un hábito, una adicción y también un cambio de era. Se trata de fotos de personas de diferentes edades, culturas y géneros que están juntas pero no se hablan porque están cada uno en lo suyo. Las manos parecen contener un celular, pero el dispositivo no está.

Así comenzó a trabajar en la serie “Removed” y aunque las fotos tienen algunos años, como te decía, siguen siendo igual de perturbadoras. El celular en este caso ya no como prótesis sino como miembro fantasma; las manos siguen adaptadas al scrolleo infinito y la atención, dispersa. Estar con otros ya no es intercambiar palabras o emociones sino apenas compartir un espacio físico.

El título de la nota en el diario El País no dejaba lugar a dudas del apocalipsis emocional en que nos movemos. Se trata de un textual del antropólogo francés, quien en entrevista con el diario de Madrid señalaba que “Las redes sociales reducen el placer de vivir”. Durante la charla, a propósito de sus libros Caminar la vida y ¿El fin de la conversación? (aún sin traducción al español), Le Breton habla de la gente que camina enganchada a su móvil como zombis y habla de un mundo actual excesivamente tecnológico, violento, en el que vivimos juntos pero en soledad. “Nunca en la historia los jóvenes han sufrido más problemas de ansiedad, depresión y suicidio. Las redes sociales no aumentan el placer de vivir, sino que lo reducen”, asegura.

“En realidad, cuando estás mirando la pantalla no estás en ninguna parte, te diluyes. Me gusta oponer conversación a comunicación: la primera es cara a cara, implica estar atento y mirarse a los ojos. Hay lugar para el silencio, la lentitud, la complicidad. La segunda es más dispersa y utilitaria. La pantalla supone una especie de burbuja: no hay una sensorialidad común”, dice.

En ¿El fin de la conversación? (en francés, La fin de la conversation ?), cuya bajada habla de “La palabra en una sociedad espectral”, Le Breton explica aquello de que con la llegada de los teléfonos inteligentes la conversación fue sustituida por la comunicación y dice que a diferencia de la charla, la comunicación es unilateral e individualista, y que al estar todo mediado por una pantalla la profundidad y el intercambio de ideas se convirtieron en tareas imposibles.

Le Breton habla de los ruidos que se interponen en la posible conversación y en la capacidad de concentración de las personas -habla incluso del creciente ruido ambiente en los espacios públicos- y también del modo en que hoy se privilegia la documentación y el registro de los eventos más que la propia experiencia de ellos.

Hace una semana, Orly Benzacar invitó a un grupo de personas del mundo de la cultura a la prestigiosa galería de arte que lleva el nombre de su madre (Ruth Benzacar) y que está cumpliendo 60 años de actividad. La intención era la de reproducir, de algún modo, una actividad que Ruth llevaba adelante en los primeros años de la galería: la tertulia. Una reunión de personas que no necesariamente tienen vínculos entre sí aunque comparten intereses y se reúnen para comer y beber algo y, sobre todo, para conversar animadamente en un escenario amable, bello.

Delia es color, mujeres pájaro, flores, marcos dorados, aunque también hay gotas de sangre y palabras que hablan de sufrimiento y heridas. Basualdo es dramatismo, oscuridad (hay una suerte de cueva inquietante que puede y debe visitarse para experimentar esas tinieblas con mínimos resquicios de luz) y seres sin carne, o más bien, el cruce entre imágenes sombrías y casi radiográficas de esqueletos, por un lado, y colgajos de una tela gomosa que reproducen el efecto de una piel que ya no está.

El contraste entre las obras es vibrante, intenso. La conversación que se dio esa noche (había escritores, artistas como Liliana Porter y Ana Tiscornia, activistas, curadores, chefs, cineastas, científicos y periodistas) fue rica y estimulante, aunque me fui con la sensación de que algo se percibía a media máquina.

Me gusta cómo piensa (y, sobre todo, cómo escribe) Kyle Chayka, experto en la cultura de internet de The New Yorker. Para Chayka, “la web de redes sociales tal como la conocíamos, un lugar donde consumíamos las publicaciones de nuestros semejantes y publicábamos a cambio, parece haber llegado a su fin”. Según explica el columnista, la explosión de la bizarreada y la presión para que todos nos desempeñemos como influencers dio como resultado que cada vez más gente se sienta intimidada ante el riesgo y la mayoría sean hoy consumidores pasivos.

Para Chayka, justamente lo que hacía interesantes a las redes era la presencia de los “normalitos” (no expertos, personas comunes). El columnista da por cerrada esa etapa y escribe que Internet hoy se siente más vacío, “como un pasillo resonante, incluso cuando está lleno de más contenido que nunca”. En el ocaso de ese espacio que vibró con la vida de millones de personas, advierte que allí “como detritos en una playa que una vez estuvo concurrida, solo habrá marketing corporativo seco, bazofia generada por IA y basura de estafadores sedientos que intentan monetizar una audiencia menguante de voyeurs”.

“Los paisajes abiertos hacen que escuchemos a mayor distancia y que tengamos una perspectiva diferente de primer plano y de fondo. Como no hay motores ni ruidos blancos, el sonido tiene una fidelidad distinta a la de la ciudad, pero el recién llegado tarda en ubicar cada elemento en su lugar.(...) Después de un tiempo, el propio hábitat se mete adentro tuyo y te ayuda a construir una forma de estar en el mundo acompasada con el clima y las circunstancias. El paisaje te moldea”.

Lo hace a través de una forma de crónica que cuenta lo que puede ser el regreso a la naturaleza y sus ciclos, a la convivencia entre especies, con mascotas inesperadas y bichos y alimañas de toda clase; una vida austera y en los confines de la vida social, con una casa que requiere esfuerzo para la construcción de comodidades básicas pero también ofrece el espacio ideal para visitas amigas, aquellas con quienes la conversación viene interrumpida por la modernidad tecnológica y por la ansiedad como enfermedad de la era.

“El oído evolucionó para que podamos escapar de las fieras o convertirnos en una”, advierte el narrador. La pesadilla toma la forma de una casa enfrente de la suya, que pertenece a gente que no vive allí y que la usa esporádicamente. La música puede ser maravillosa pero también convertirse en un escándalo. Sus dueños pasan a ser “los vecinos musicales”, los que llegan para romper el silencio, la paz, el sueño y también, a la manera de una plaga, para destruir con malicia el escenario imaginado.

En Cicuta para los oídos hay un asesino y es el ruido, que persigue al protagonista hasta su refugio de vida natural. Reflexivo, angustiado, con ansias criminales, el narrador pasa por todas las caras de la desesperación ante la interrupción del silencio: borda, piensa, siembra, alimenta animales y dibuja (hay dibujos hermosos en el libro).

Fuente: telam

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