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15/07/2025

Abrazó su identidad indígena, encontró pares para tejer comunidad y trabaja reivindicando la cultura de los pueblos originarios

Fuente: telam

Aunque su madre nunca le ocultó de dónde venía, toda la vida había intentado que dejara a un lado sus raíces indias y se asimilara a la cultura urbana, bonaerense, para que no fuera discriminada y pudiera progresar. Pero Adriana Gerez no pudo ignorar lo que latía bajo su piel y buscó sitios de pertenencia en los que se sintiera ella misma. Cuando los encontró no hubo vuelta atrás

>Adriana Gerez tiene 56 años, la piel castaña, las raíces en sus rasgos y las montañas de Tucumán en las pupilas. Basta evocarlas, recordar cada viaje en tren o colectivo en la infancia y en avión en la adultez hacia la tierra de su madre para que la voz vibre, se parta y se desvanezca tomada por la emoción. Para que sonrisa y llanto coexistan, incontenibles, en el impacto de la identidad recuperada que crece y la desborda. Identidad que es causa, manifiesto y bandera. Que es proyecto, comunidad y forma de vida.

Adriana se disculpa. Como si hubiese que disculparse por una emoción, como si verse conmovida por su identidad no fuese una escena que reconforta en medio de un contexto hosco.

—Toda la vida me atravesó la cuestión de lo identitario, la imagen, la piel marrón. Y siempre sentí que había alguna cosa ahí que no estaba contada, que no se veía.

—Yo en ese momento no tenía herramientas para decirle: “No”, porque hasta donde contaba podíamos reconstruir cuatro o cinco generaciones para atrás. Le dije: “Me parece que no venimos de ningún lado”.

Adriana estaba en sus 20 cuando comenzó a reunirse con personas que tocaban instrumentos autóctonos en la zona oeste en busca de un círculo de pertenencia; y en un contrafestejo del 12 de octubre, en el Congreso, se abstrajo por un momento y se vio rodeada de personas que le hicieron vibrar el hilito de la identidad, ese que toda su vida hasta ese momento se había tensado indicándole que algo más había.

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Su padre murió “muy pronto”; sus abuelos paternos, igual. Adriana se crió con su madre, nacida en Tucumán, y su hermana. Su abuelo, padre de su madre, era catamarqueño y llegó a Tucumán, como muchos habitantes de las provincias o poblados aledaños, con el furor del azúcar. “Se acercaban para el tiempo de la cosecha y muchos se iban quedando”, cuenta Adriana. Y la familia de su abuela, madre de su madre, era santiagueña con la misma historia: “Ellos fueron llegando también y en algún zafra se quedaron. Y ahí nació mi abuela. Pero sus hermanos más grandes habían nacido en Santiago”. Su madre no daba cuenta de las tierras de su árbol genealógico ni de su sangre diaguita; prefería “invisibilizar algunas cuestiones que traía de sus orígenes”. Intentaba lavar o al menos no hurgar en sus raíces indígenas porque creía que lo mejor para sus hijas era una identidad urbana, bonaerense.

Después de años de vivir en la capital porteña, “cuando los trabajadores tenían posibilidad de ascenso social y con un aguinaldo podían pagar el anticipo para un lote”, compró su porción de tierra en Merlo, de donde nunca más se fue.

—Ella nos mandó a una escuela religiosa pensando que hacía bien y bueno, ahí como que empezó la cuestión de la discriminación. No fueron crueles, pero de todas maneras me han gritado de todo en la calle por el aspecto, porque además yo nunca me blanqueé, nunca me asimilé, y porque nosotros tenemos cuerpos diferentes, no tenemos cuerpos hegemónicos. La mayoría de mis compañeras eran hijas o nietas de italianos, de españoles, entonces era otra imagen, y nosotras, las marrones, las que vivíamos fuera del centro del lugar donde yo me crié, que es el Parque San Martín, acá en Merlo, desencajábamos.

—Tiene que ver con eso, con asimilarte a la cultura hegemónica. Nosotros siempre bromeamos con esto: “Con esta cara no nos bajamos de ningún barco”, que es lo que han pretendido siempre: que no se note tanto, que si están que se blanqueen, que se asimilen, así no se nota la presencia.

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Estudió Trabajo Social orientado a Educación; descifró entre instrumentos autóctonos y contrafestejos que lo que latía adentro eran las raíces de sus abuelos que la constituían íntegramente y lejos de renegar de eso u ocultarlo, a lo que la empujaba su entorno, lo abrazó: su identidad la definió. Pero comenzó a hacer algo más con eso, a tejer comunidad y a trabajar en pos de visibilizar la cultura de los pueblos originarios hace menos de una década.

—Una vuelta me tocó acompañar la gestión municipal, estuve trabajando como directora del área de Niñez y ahí la conocí a Verónica Azpiroz Cleñan, que es una de las integrantes del Tejido [de Profesionales Indígenas en Argentina] y que es una de las más visibles porque hace muchos años que ella milita la cuestión indígena (ella es mapuche). En ese momento era el 2017, y ella me decía que quería armar algo pensando en el próximo censo que teníamos previsto que iba a ser en 2020: “Quiero armar algo pero tiene que ser colectivo”, me dijo.

—Fue ahí que empecé a participar en las reuniones que hacíamos en el INDEC y el Tejido nació así, nuestra punta de lanza fue el censo.

La causa madre o “punta de lanza”, como dice Adriana, lo que inició la organización, fue el objetivo de lograr modificaciones en el formulario del INDEC que se iba a utilizar para censar a la población argentina en 2020. Lo que exigían era “que se preguntara si las personas se reconocían indígenas y a qué pueblo pertenecían”. Algo que en el censo de 2010 se le había preguntado solo a una muestra representativa. Para el de 2020 pedían que esta fuera una pregunta para todas las personas.

Saben que son más, que eran más, pero que a lo largo de la historia muchas personas comenzaron a asimilarse o a negar sus orígenes a causa “del blanqueamiento que llevó adelante la educación en los siglos XIX y XX”, a partir de la premisa fundante de “civilización o barbarie” y todo lo que se desprendió de ella. De infundir a todo lo que se vinculaba con lo indígena, lo autóctono, lo indio, un manto de sordidez, como si fuese contrario al desarrollo del conocimiento, al movimiento iluminista, al progreso. Negando a quienes ya estaban en este suelo y lo conocían mejor que nadie, negando su cosmovisión y su conocimiento ancestral en medicina, por ejemplo, y todo el acervo cultural que traían.

Adriana cuenta que participa a veces de un taller de quichua que ofrecen “unas ñañas” (que significa hermana) en Merlo y en Moreno donde cuentan historias relacionadas al uso de la lengua en la infancia; y que allí muchos de los participantes son “recuperantes del habla” porque en sus casas lo escuchaban pero no tenían permitido hablarlo, incluso recibían castigos si lo hacían. “Porque la familia no quería que atravesaran la discriminación, el racismo estructural que ellos habían vivido, entonces para preservarlos les prohibían hablar en su lengua materna”.

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—En el trabajo que hago yo, desde el espacio en el que estoy ahora, lo que tratamos de hacer es visibilizar, dar a conocer. En Merlo, por lo pronto, según el censo somos 14.000 los que nos reconocemos indígenas o nos sabemos parte de algún pueblo, de una nación de las preexistentes. Y la pertenencia al Tejido, a la hora de realizar esta tarea, es como un escudo protector, como un fueguito que está prendido siempre, un grupo en el que nos contenemos, por más que estemos lejos, por más que no nos veamos casi nunca o que nos encontramos puntualmente por alguna cuestión.

Hay muchas formas de ser indígena que tienen que ver, sobre todo, con el territorio donde vive cada uno. Entonces se habla mucho de estas cuestiones, de todo lo que se nos niega, los derechos que no se nos reconocen. Y también de que los indios no están todos en las comunidades, que la mayoría estamos por afuera. Y visibilizar, dar a conocer, respetar, revalorizar. Son cuestiones que yo pretendo desde el lugar donde estoy, desde el primer día que llevo adelante mi trabajo.

—Lo que nosotros proponemos es el diálogo entre el conocimiento académico —porque todos hemos atravesado la academia— y el conocimiento ancestral. La idea es conjugar y potenciar las diferentes cosmovisiones, sin denigrar ninguna, aprovechar esto que traemos de los pueblos originarios, este legado que nos han transmitido y cambiar el concepto de la occidentalización del conocimiento, en cuanto a que la universidad es europeizante, eurocéntrica, blanqueadora. Hay muchas, muchas iniciativas, muchos esfuerzos por poner en valor lo que traemos de nuestros pueblos originarios.

Verónica Azpiroz Cleñan, con quien empezó a reunirse en 2017 para modificar el cuestionario del censo, cursa un doctorado vinculado a la medicina ancestral y busca “que el sistema de salud pueda reflejar las necesidades de un pueblo tan diferente, de tantos matices”. Busca que se recupere y se respeten los conocimientos que traen las personas de los pueblos originarios, en general los mayores que lo transmiten a los más jóvenes.

Adriana también cuenta sobre otros integrantes del Tejido, como Nicacio, “un wichi cordobés pero nativo del Chaco que alterna entre su comunidad en Sauzalito y la gran ciudad de Córdoba, donde es licenciado en Enfermería”. Como Aymara, que es abogada, de la que dice que “es bien urbana pero se crió de una forma muy ancestral porque su mamá y su papá sostenían el arraigo cultural a toda costa, hasta en la comida”. Aymara les contaba que cuando en la escuela los chicos se preguntaban “qué comiste al mediodía” y todos respondían “milanesas con puré”, ella quizás había comido chuño [N de la R: es la papa o algún otro tubérculo de altura deshidratado, un alimento central en la comida indígena] pero igualmente respondía: “Yo también comí milanesas”. Y como Lourdes, que es trabajadora social del sistema judicial en Tucumán y busca proteger a las familias indígenas a las que muchas veces les quieren quitar las tenencias de sus hijos porque argumentan “que los están criando mal porque no saben nada”.

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 —Ahora tengo el pelo corto, pero en ese momento me decía: “Mirá esas trenzas que te hacés”, como diciendo: “¡Ridícula, mujer grande!” —cuenta y se ríe—. Alguna cosa ella tiene por ahí, pero como que no está muy de acuerdo o no estaba muy de acuerdo con esto de que yo me reivindicara como indígena.

—Yo creo que he sembrado y que algo ha quedado ahí, que florecerá en algún momento. Porque este tipo de cuestiones, de discriminación que hemos ido sufriendo —algunas más, otras menos— también nos han fortalecido para ser parte de esto; porque en un mundo globalizado, donde la derecha avanza de manera tan cruel, pensar en sostener nuestra ancestralidad, nuestros orígenes, es también una postura de rebeldía, de cuidar la lucha de los abuelos, de las abuelas. Defender que ser indígena no tiene que ser motivo de deshonra. Porque es lo que somos. Y también así siento que honro a mis ancestros que se tuvieron que ir de las comunidades alguna vez. Sobre todo las mujeres. Mis abuelas, mis bisabuelas, a lo mejor habrán pensado alguna vez en ser mujeres que pudieran levantar la voz, decir las cosas que pensaban y no avergonzarse y no estar sojuzgadas por el patrón, por el marido, por el sistema patriarcal que las sometía en ese momento. Entonces para mí es razón de orgullo llevar esta cara, esta forma de ver y de vivir el mundo.

Fuente: telam

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