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15/07/2025

Lo abandonaron en un hospital y no sabe cuándo nació ni quiénes fueron sus padres: a los 79 años aún busca su identidad

Fuente: telam

Miguel Urien creció entre hogares de menores y parroquias. Nadie lo adoptó, nunca encontró un pariente, pero no se rinde. “A veces veo que hay gente que se reencuentra con hermanos después de décadas. Me gustaría que me pasara lo mismo”, dice

>En el barrio porteño de Saavedra, a Miguel Urien lo conocen todos. Las tres cuadras que separan la confitería La Farola —“su segunda casa”, como la llama él— de la inmobiliaria donde pidió que nos cedieran una sala para hacer esta entrevista, están llenas de saludos: lo llaman por su nombre desde los mozos hasta el ferretero y algunos vecinos. “¿Cómo le va, Miguelito?”, “¿Qué dice?”. Él devuelve el saludo con una sonrisa o alzando la mano. Nunca frena el paso.

Aunque está por llegar a los 80, Miguel no sabe qué día nació. “Hay tres fechas posibles. Todo indica que fue en 1946, pero en los documentos oficiales hay diferencias. Tuve que ir a Tribunales para que me revisaran médicos legistas”, le cuenta a Infobae.

Miguel pasó su infancia y adolescencia entre hogares de menores y hospitales, debido a distintas afecciones: asma, celiaquía y hasta una cirugía para corregir el pie plano. Su relato, fragmentado y lleno de nombres, se compone de recuerdos que, por momentos, se superponen y, por momentos, se detienen en detalles minúsculos.

Segundo recuerdo. Tenía alrededor de 15 años y lo llevaron a un juzgado para determinar su edad. “Me hicieron desnudar y me revisaron todo el cuerpo. Yo temblaba”, dice. En ese momento le asignaron una fecha de nacimiento: 12 de marzo de 1946.

Tercer recuerdo. Vivió en varios hogares, pero el que más recuerda es el Hogar Martín Rodríguez, en Mercedes, provincia de Buenos Aires. “Ahí éramos como 800 chicos. ¿Y vos podés creer que el único que era raro era yo? La directora decía que vivía en una ‘agonía espiritual’: no me integraba, no estudiaba, ni hacía amigos. Me escapaba a la pinturería”. En ese lugar Miguel también fue abusado. “Nunca se descubrió esa porquería porque se hacía bien. Solo me acuerdo de que eran pibes un poco más grandes que yo. Me decían: ‘Si te dejás, te damos el postre’. Yo pensaba que eso era lo normal”, sigue.

Cuarto recuerdo. Uno de los pocos momentos luminosos en la vida de Miguel lo protagoniza Ismael Santos Medina, un empleado de la pinturería a la que se escapaba. El hombre se encariñó con él y comenzó a llevarlo a su casa los domingos. “Pasaba el día con su familia y, antes de que me devolviera al hogar, yo me despedía: ‘Chau, puertita querida, hasta la semana que viene’, le decía”. Miguel todavía se emociona al recordarlo. “Él me quiso de verdad”, asegura.

A partir de entonces, con el padre Carballo como intermediario, Miguel empezó a frecuentar casas de familia. “Me invitaban a pasar el día y a veces me dejaban quedarme a dormir. La pasaba como un rey, pero sabía que era una fantasía momentánea”, recuerda. Con los hermanos Caldarelli dormía en la misma habitación, “me tiraban un colchón en el piso”; con los Bóveda, en cambio, llegó a compartir fiestas importantes como Año Nuevo, el Día del Padre o el de la Madre. Aún hoy lo sigue haciendo.

Miguel tuvo muchos trabajos. Primero en una fábrica de escobillones, después en una curtiembre, donde la hermana Silvestre —siempre pendiente de su suerte— le consiguió un puesto. “¡Lo que sufrí ahí! Toda la gente era muy bruta. Yo salí demasiado delicado”, dice.

Un día, como parte de un evento con una delegación rusa, lo llevaron a una estancia en Zárate. Durante la visita, Miguel se enteró de que el dueño del lugar se apellidaba “Urien”, como él. Intrigado por la coincidencia, se presentó. El hombre, sorprendido, le preguntó: “¿Quién le puso ese apellido? ¿Sabe que tal vez no le corresponde?”. Miguel se encogió de hombros. “Habrá sido un juez”, respondió. El dueño prometió averiguar algo, pero nunca volvió a contactarse.

El 4 de diciembre de 1978, Miguel tuvo un accidente que casi le cuesta la vida. “Me aplastaron entre dos colectivos. Se me partió la pelvis, la caja torácica colapsó y sufrí varias fracturas”, cuenta. Pasó más de tres meses internado en el Hospital Británico. “Los médicos no podían creer que estuviera vivo.” Le dieron el alta en marzo de 1979, justo para lo que él cree que fue su cumpleaños número 33. De aquella época conserva un álbum con fotos de un festejo que le organizaron. “Me llevaron a un club con un montón de chicos, pero no conocía a nadie. Al día de hoy sigo sin saber quiénes eran”, resume.

Además de la hermana Silvestre y su tutora Ángela Ruiz (ambas fallecidas), Miguel destaca la figura de Monseñor Horacio Benites Astoul, a quien conoció cuando era párroco en La Redonda de Belgrano. “Él me salvó la vida”, asegura. Durante años, Benites Astoul fue su confidente, su guía espiritual, alguien que supo ver su dolor. “Me dijo: ‘Miguel, te pido un favor. No te quedes solo. Vení a verme. Vos sos una bomba de tiempo’”.

Hoy Miguel vive solo en una pieza alquilada en Saavedra. Se las arregla con lo que cobra de su jubilación y la ayuda de sus vecinos. Uno le conectó el cable, otro le regaló un anafe para que pueda cocinar. Anda a pie desde que le robaron la bicicleta. “Era lo único que me gustaba”, lamenta. A veces se siente acompañado, otras un poco más solo. “Cuando paso las fiestas con los Bóveda, por ejemplo, me cuesta integrarme. Pero le doy valor al cariño que me dan”, reconoce.

Su búsqueda nunca terminó. A lo largo de todos estos años, cada vez que se enteraba de alguna familia Urien, iba hasta la casa y se paraba en la puerta. Pero no se animaba a tocar el timbre. “Soy un hijo bastardo. Ese apellido no es común”, asegura.

Fotos/Maximiliano Luna.

Fuente: telam

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