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10/07/2025

Earl Warren, el juez que puso su firma en el encubrimiento del asesinato de Kennedy y se llevó sus secretos a la tumba

Fuente: telam

A más de medio siglo de su muerte, un recorrido por las luces y las sombras del hombre que supo conseguir su buena y su mala fama; que alcanzó hitos en su carrera judicial y política y que una vez retirado confirmó lo que parecía evidente: nunca se iba a conocer la verdad completa sobre el hecho que acabó con la vida del entonces presidente de los Estados Unidos

>Cuando el juez murió, hace ya cincuenta y un años, murieron con él los secretos de un crimen que ya es leyenda: el asesinato en Dallas del trigésimo quinto presidente de Estados Unidos, John Kennedy, el 22 de noviembre de 1963. A Kennedy le volaron la cabeza a balazos y las investigaciones posteriores dieron como resultado una hipótesis poco creíble: un único asesino, Lee Harvey Oswald, un mal tirador en sus tiempos en la Armada, había hecho los certeros disparos que acabaron con la vida del presidente.

Poco importó que una filmación amateur, la del sastre Abraham Zapruder, mostrara a las claras que el disparo fatal a Kennedy fue hecho desde el frente del Lincoln presidencial que transportaba al presidente por la calle Elm, frente a la Plaza Dealey. Menos de un año después, la Comisión Warren, que debió encargarse de ahondar en pruebas y en evidencias, insistió en que los balazos llegaron todos desde atrás del auto presidencial, desde una ventana del sexto piso del depósito de libros escolares de Texas, donde estaba apostado Oswald.

Warren tuvo fama muy bien ganada de gran juez. Pero también supo ganarse muy bien la mala fama que rodea al Informe Warren. En los años posteriores a su vida judicial —se retiró en 1969 como juez de la Corte— fue prudente, cauteloso y discreto para revelar poco y nada sobre el asesinato. Pero ratificó lo que parecía evidente: nunca se iba a conocer la verdad completa y, en segundo lugar, la revelación de la verdad, aún fragmentada, podía llegar a afectar la seguridad de la nación. Todo está escrito, publicado y nunca desmentido.

La muerte de Warren, el 9 de julio de 1974, pasó inadvertida en la Argentina, conmovida todavía por la muerte reciente, el 1 de julio, del general Juan Perón. En Estados Unidos recordaron su brillante carrera judicial y su rol fundamental como presidente de la comisión que investigó el asesinato de Kennedy. O que debió investigar el asesinato de Kennedy. También recordaron sus aspiraciones políticas que fueron intensas y que le ganaron un enemigo fervoroso y cruel: Richard Nixon, a quien Warren correspondió en enemistad con igual fervor.

Earl Warren había nacido en Los Angeles el 19 de marzo de 1891. Era hijo de un empleado de ferrocarril y quiso ser abogado desde antes de cursar la secundaria en el pueblo donde trabajaba su padre: Bakersfield. La vocación brotó de un trabajo voluntario como pinche en el juzgado penal del condado de Kern. Fue un alumno brillante de la Universidad de California en Berkeley, la universidad que, con los años, sería la cuna del movimiento hippie y del “flower power”, donde estudió Ciencias Políticas antes de ingresar en la facultad de Derecho. Se graduó en 1912 y se doctoró en 1914. En mayo de 1915 fue admitido en el Colegio de Abogados de California.

Entre 1920 y hasta que se retiró de la Justicia, casi medio siglo después, Warren trabajó en la función pública. Fue fiscal del condado de Alameda a la muerte de su titular y ganó las elecciones que lo consagraron en el cargo en 1926, 1930 y 1934. Se hizo famoso por combatir el crimen, aquellos eran los años de la Ley Seca, de la gran crisis económica provocada por el crash de 1929 y los del auge de la mafia, y mostraba un récord algo inusual: nunca un tribunal superior revocó sus dictámenes o cuestionó sus argumentos.

En 1942 avaló una cuestionada decisión del entonces presidente Franklin D. Roosevelt de encerrar en campos de concentración a los ciudadanos japoneses y a los americanos de ascendencia japonesa, luego del ataque a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y de la inmediata entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. La medida afectó a más de ciento veinte mil personas que vivían en la costa oeste de Estados Unidos y que fueron enviadas por tres años a unas barracas precarias y de condiciones lastimosas. Aquellos no eran los campos de concentración de Adolf Hitler, pero eran campos de concentración. La huella que dejó ese encierro forzado ensucia la historia de los derechos civiles de Estados Unidos y está reflejada en el Museo Nacional Japonés-Americano de Little Tokyo, en Los Angeles.

En 1944, el partido republicano le dio a Warren la posibilidad de ser candidato a presidente, honor que el juez tuvo a bien declinar con innegable astucia porque debía enfrentar a Roosevelt, que aparecía como invencible en las elecciones de ese año. El candidato republicano fue Thomas Dewey, otro hombre ligado a la Justicia que había sido gobernador de New York. Roosevelt ganó esas elecciones, asumió en 1945 y murió el 12 de abril, cuando la guerra estaba por terminar con el triunfo aliado.

Lo que sigue es el relato de esos días que hizo el escritor Anthony Summers, autor entre otras obras valiosas de un retrato de la compleja personalidad del entonces poderoso director del FBI, J. Edgar Hoover. Dice Summers en su libro The arrogance of power – The secret world of Richard Nixon (La arrogancia del poder – El mundo secreto de Richard Nixon): “Nixon había firmado un compromiso legalmente vinculante para apoyar al gobernador de California, Earl Warren, para la nominación presidencial. Sin embargo, se dedicó a enviar un capcioso cuestionario a veinticuatro mil californianos, cuyo costo, cerca de mil dólares, fue cargado ilegalmente al Gobierno, preguntando a quién preferían como candidato presidencial republicano”.

El aparente deseo democrático de Nixon escondía una trampa. Sigue Summers: “Las preguntas estaban redactadas de modo que se insinuaba que la candidatura de Warren estaba condenada al fracaso. En la convención de Chicago, Nixon y Murray Chotiner, conscientes del daño que provocaban a Warren, conspiraron afanosamente en favor de Eisenhower”.

En 1953, Eisenhower, con Nixon como vice, nombró a Warren como el décimo cuarto presidente de la Corte Suprema. Lo fue durante trece años, hasta que se jubiló en 1969, años que se conocen como los de “la corte Warren” por sus célebres sentencias, entre ellas, la que declaró inconstitucional la segregación racial, y por las que invocaron en numerosos casos el principio de “un hombre, un voto”, que contribuyeron a la igualdad de derechos cívicos en el sur de Estados Unidos.

Cuatro días después del asesinato de Kennedy, su sucesor, Lyndon Johnson, citó en la Casa Blanca al juez Warren. Le dijo que era una obligación nacional ponerse a la cabeza de una comisión investigadora del crimen. Johnson fue bastante dramático ante la renuencia del experimentado Warren en cargar con semejante responsabilidad. El presidente le dijo al juez que, si ciertos rumores que corrían esos días no eran desechados, Estados Unidos podría verse envuelto en “una guerra que costaría millones de vidas”. Los rumores a los que hacía referencia Johnson aludían a la posible participación en el asesinato de Kennedy de fuerzas de inteligencia cubanas o de la Unión Soviética. Era un disparate: la posibilidad de que Cuba o la URSS hubieran tomado parte del complot contra Kennedy fue más bien una de las tantas pistas falsas que se instalaron horas después del asesinato para dificultar, enturbiar y desviar las eventuales investigaciones. Diez meses más tarde, cuando la Comisión Warren dio su informe, una de sus conclusiones decía que “ningún gobierno extranjero había jugado rol alguno” en el asesinato de Kennedy.

El de Dulles era un nombramiento extraño: había sido cesado por Kennedy en 1961, luego de la fracasada invasión mercenaria a Cuba, una operación de la CIA preparada durante el gobierno de Eisenhower que Kennedy decidió cumplir reservándose la decisión de cancelarla cuando juzgara necesario. Si lo que con los años surgió como una de las tantas teorías sobre el asesinato de Kennedy que apuntó a un crimen de Estado en el que tuvo participación la CIA, el nombramiento de Dulles en la Comisión Warren sonaba demasiado similar a la parábola del zorro a quien le encargan que custodie el gallinero.

La Comisión Warren entregó su informe final al presidente Johnson en septiembre de 1964. Su principal conclusión afirmaba, lo afirma aún hoy, que Lee Harvey Oswald actuó solo y que fue la única persona que disparó contra Kennedy el mediodía del 22 de noviembre de 1963 en la Plaza Dealey de Dallas, Texas.

Dice Summers: “Irónicamente, fue el presidente Johnson (…) quien dejó caer la indirecta oficial más contundente que permitía entrever que Oswald era más de lo que pretendía ser. En 1969, en un reportaje para la cadena de televisión CBS, Johnson dijo: ‘No creo que ellos (la Comisión Warren), ni yo, ni nadie más estemos completamente seguros de todo lo que puede haber motivado a Oswald, o a otros que podrían haber estado involucrados. Pero Oswald era un tipo misterioso y tenía conexiones que merecían ser investigadas’. Eso fue un eufemismo —comenta Summers en su libro— pero el expresidente sintió que había dicho demasiado. Pidió a la CBS que ocultara esa parte de la entrevista por motivos de “seguridad nacional”. La CBS accedió y suprimió los comentarios de Johnson hasta 1975”.

Para entonces Johnson había muerto —en enero de 1973— y el juez Warren también —en julio de 1974—. El enigma Kennedy siguió siendo un enigma. Summers dice en su libro que esas dos palabras dichas por Johnson a la CBS en 1969, “seguridad nacional”, habían sido las mismas que el juez Warren le había dicho a él en 1964. Summers le había preguntado a Warren si la documentación de la comisión que había presidido y que había investigado el asesinato de Kennedy sería pública alguna vez. Warren le dijo: “Sí, alguna vez llegará el momento. Pero no será durante tu vida. No me refiero a nada en particular, pero podría haber algunos aspectos relacionados con la seguridad nacional. Esto se preservaría, pero no se hará público”. El juez Warren usó la expresión: “Not in your lifetime”, que es el título que Summers eligió para su libro, editado en 1980.

Calder especula en su libro JFK vs CIA: “En algún momento, al principio del proceso, se expuso toda la verdad ante Earl Warren. Sugiero que representantes de la CIA y del Ejército se reunieron en privado con el presidente del Tribunal Supremo. Se le explicó que la CIA efectivamente asesinó al presidente Kennedy, con el pleno respaldo y participación del Ejército. Se le explicó que JFK era considerado una amenaza para la seguridad nacional. Si el presidente del Tribunal Supremo ocultaba el asesinato, la democracia continuaría como lo había hecho durante el último siglo y medio. Si, por el contrario, se revelaba la conspiración, el Ejército estaba listo para suspender la constitución y dar un golpe de Estado”.

Pese al anuncio hecho hace poco por el presidente Donald Trump sobre la liberación de toda la documentación relacionada con la muerte de Kennedy, hay evidencias de hace seis décadas que todavía siguen en calidad de secreta; otras, fueron destruidas en 1973 por orden del entonces director de la CIA, Richard Helms.

Después de la muerte de Warren, que se marchó a la tumba con sus secretos, salió a la luz que al exjuez se le había negado la admisión en el Hospital Naval de Bethesda, que por tradición vela por la salud de los ciudadanos más importantes de Estados Unidos. Arthur Goldberg, un jurista que fue asociado a la Corte Suprema cuando la presidió Warren, dijo que era probable que la negativa a admitirlo en el hospital naval se haya debido “a la inacción de Nixon”. Warren precisaba una autorización de la Casa Blanca para ser atendido en Bethesda.

Fuente: telam

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