Domingo 22 de Junio de 2025

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22/06/2025

Los muertos que vemos

Fuente: telam

La primera vez que estuve frente a alguien sin vida yo ya era grande. Desde ahí me tocó hacerlo varias veces, casi siempre con gente querida. ¿Es mejor ver o no ver?

>Al primer muerto que vi, lo vi trabajando. Yo era una adulta, periodista, me mandaron a cubrir el velorio del escritor Osvaldo Soriano. Entré desprevenida, no había pensado en que iba a ver un muerto. Era él -yo lo había entrevistado en el living de su casa de La Boca, con su gato dando vueltas alrededor- pero era otra cosa.

Desde entonces, vi varios muertos más, algunos muy queridos, sobre todo a los muy queridos. Vi a un músico con la vida tronchada en la ruta y vi el pavor de su hermano ante el cajón: “Loco, ¿qué hacés ahí?“.

Vi, demasiado temprano, a una amiga que vivía en el campo, muy cerca de la playa, a más de trescientos kilómetros de casa. Nos habían llamado a la noche tarde: “Vengan, falta poco” pero llovía mucho, el cansancio del día pesaba y la ruta... No. Salimos a las 5 de la mañana, llegamos tarde. Ahí estaba, con su vestido, en su cama. Fuimos cuatro o cinco amigas, nada más. Nos sentamos en la misma cama, le acaricié un pie, ya frío. Tomamos café, charlamos ahí, en su cuarto. La quisimos muerta como la habíamos querido viva. Unos días después llevamos sus cenizas al mar: prendimos, en los médanos, una fogata que insistió en apagarse, como una metáfora de la vida. No lo dijimos, pero seguro que todos estábamos pensando en eso. Al final, su mujer entró al agua con esa cajita que resume a un ser humano. Se mojó la ropa, las cenizas volaron y se le pegaron. La viuda se sumergió y se limpió de mi amiga. La dejó ir, la obligó a partir (separar, separar a los vivos de los muertos).

No quise ver a una profesora muy admirada. Estaba al final de un largo pasillo, me colé entre la multitud que había ido a constatar que la noticia era cierta, a tratar de creer que la que había estado siempre ya no estaba más. Cuando estuve cerca, entreví un color que no era el de ella, que no era el de nadie. Como si me hubieran dado un raquetazo, me empujé hacia atrás.

¿Por qué? Creo que porque ver un muerto -o ver A un muerto, si lo seguimos tratando como a una persona- nos pone frente a lo impensable: la propia muerte. Todos sabemos que todos nos vamos a morir, pero la propia muerte, la propia nada, no se puede pensar. Yo no puedo, por lo menos, siempre pienso en mi muerte, estoy pensando. Pienso, entonces existo.

Y ahí está, cómo no, el historiador Philippe Ariès, que supo decir que la muerte, y no el sexo, era el gran tabú de Occidente. Dice que desde los años 40 del siglo XX, aproximadamente, la muerte “se vuelve vergonzante y objeto de tabú”. Que a los enfermos se les esconde su gravedad no por compasión sino para evitarles a los sanos “la fealdad de la agonía y la mera irrupción de la muerte en plena felicidad de la vida”. Que por eso mismo se manda a la gente al hospital, a morir. Muchas veces, en soledad.

Por eso es una peripecia ver a un muerto, un acontecimiento.

Claro que la relación con los muertos no es parte de la esencia humana -aunque se podría pensar que sí- sino es una cuestión cultural y las culturas son distintas aquí y allá.

En Bali se envuelve al que acaba de morir en un paño blanco y se lo muestra antes de cremarlo. En el Tíbet la costumbre en “dar el alma a las aves”: se lo sube a una montaña y se lo ofrece a “los elementos” y... a los buitres. La idea es que el muerto no es más que un “contenedor”.

Algo me hace pensar que sí: las grandes procesiones que se producen cuando parte un personaje público. Más querido, más gente. Cierro los ojos y veo el funeral de Perón, el de José Saramago, con miles de lectores levantando al cielo sus libros, el del Papa Francisco, por supuesto. Ver, tratar de alcanzar alguna cosa que ya no está, acercarse incluso cuando el cajón está cerrado, como pasó con Maradona o la reina Isabel de Inglaterra.

Vi a otra amiga, también en su casa. Nos llamó el marido muy temprano. “Falleció”, dijo. Estaba muy enferma, tan enferma y tan sana que días antes había organizado una despedida de las amigas. Cuando llegamos, su cuerpo estaba en la cama ortopédica de la internación domiciliaria. Era periodista y habría una nota de despedida en el diario. Me ofrecí a hacerla. Fui a su escritorio, cerré la puerta, abrí su computadora y ahí mismo escribí su necrológica.

Los últimos dos muertos de los que voy a hablar fueron los más íntimos. Primero, mi mamá, hace algo más de siete años. Ya estaba internada, ya quedaba poco. Yo salí a hablar por teléfono a un pasillo, me demoré. En un momento salió del cuarto mi prima M. “Pato, te necesitan”, me dijo. Ahí estaba ella, como la había dejado, tomada de la mano de mi papá.

“Me mira demasiado fijo”, dijo papá. Quizás porque soy la hija mayor, se suponía que yo tenía que hacer algo, decir algo, no sé. Me acerqué y, como había aprendido en los campamentos de la adolescencia, le tomé el pulso a mamá. “Yo no siento nada”, dije. M. llamó a la enfermera pero estaba todo dicho. Con mi mano derecha, la hábil, la de escribir, le cerré los ojos. Nos quedamos un rato así, mirándola, porque luego no la íbamos a ver más. Nos quedamos mirándola como si se pudiera agarrar algo en esos últimos minutos, como si hubiera algo que birlarle al olvido y se definiera ahí.

El último, en marzo, fue mi papá, en el mismo hospital y en el mismo cementerio. Mi papá se enfermó de gripe A e, inesperadamente, se murió en unos días. En su cama y con asistencia para respirar, se durmió un lunes al mediodía y el martes a la tarde le empezaron a bajar todos los signos vitales a la vez. Se fue en minutos, con la cara de tranquilidad que tal vez no había tenido nunca o casi -era nervioso, ansioso, sanguíneo-, con el gesto suave. Cuando al otro día nos llamaron a reconocerlo, fuimos mi hermana, mi sobrina y yo. No había sufrido ese final y se notaba: estaba lindo. Y, en ese pozo de petróleo que es la pena de la muerte de alguien a quien se ama, esa cara fue un consuelo.

No me gusta la salida fácil de “la muerte es parte de la vida”, “es natural”, etc. La muerte es una de esas partes tremendas de la vida. Para quienes, como yo, creen que todo se puede arreglar, la muerte un cachetazo difícil de asimilar. Pero ya que de todos modos va a ocurrir, yo prefiero casi siempre prefiero verlo. No es universal, cada uno irá construyendo su relación con sus muertos. Cada uno hará lo que pueda.

Fuente: telam

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