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20/06/2025

Lecturas para el fin de semana: cómo (no) ser buen padre

Fuente: telam

Cuatro libros donde la paternidad aparece para sostener o derribar la torre de expectativas que sostienen los hijos

>La vida es un racimo de expectativas. Todos estamos bordeando el abismo, tratando de equilibrar deseo y realidad. Pero si hay alguien que mira el mundo con los ojos genuinamente ilusionados, llenos de anhelo y esperanza, ese es un hijo. No hace falta ser padre para saberlo. Basta con mirar a cualquier niño frente a un río, un león, un helado. La pregunta de todo adulto medianamente responsable que tenga criaturas a cargo es cómo hacer para que esa torre de expectativas no se derrumbe.

Josefina Licitra caminaba por la playa cuando su padre, desde España, la llamó. Fue el invierno de 2016. Hacía dos años que no se veían. Él se había exiliado en los setenta y desde entonces formó una vida del otro lado del océano. Del otro lado del teléfono: “Feliz cumpleaños, hija”. Fue un intercambio breve, se despidieron. No volvieron a hablar por diez años. Hasta que un día, por medio de su abuela, Josefina Licitra se entera que viene de visita a Buenos Aires. De eso se trata Crac, de expectativas.

“Miro el teléfono cada tanto, pero no hay noticias. La espera es una forma de desangrarse”, escribe mientras relee las viejas que se enviaban. “Nadie llamó hasta el momento. ¿Quiénes habrán comido con mi padre? Cuando venía con frecuencia anual, se armaba un almuerzo en la parrilla Peña al que venían familiares que miraban a mi padre como si fuera el Guernica. Siempre vi con extrañeza eso que me parecía una puesta en escena. ¿Dónde estaba el error? ¿En los otros? ¿En mí?“, se pregunta.

Luego de varios libros de no ficción, la escritora se pone en el centro. Modas de la época, podría decirse, pero también la posibilidad de alumbrar el abismo a través de un vínculo que se quebró. ¿Por qué? Las pistas guían la lectura. Pero hay algo más: la sospecha de que la presencia fantasmagórica de un padre idealizado puede ser demasiado influyente. Tal es así que —lo dice en una entrevista con Pablo Díaz Marenghi en La Agenda— “hizo mucho para que yo terminara volcándome a la escritura como vocación y como oficio”.

En un anaquel de madera, entre facturas vencidas y polvo, mi abuelo guardaba una edición de Padre rico, padre pobre, el famoso bestseller de 1997 de Robert Kiyosaki y Sharon Lechter. Varias veces me pregunté qué buscaba en ese libro un hombre que ni el diario leía: obrero metalúrgico jubilado pero que aún seguía trabajando, hijo de un placero que murió cuando él era todavía joven. Páginas que no solo aluden a una educación financiera, también a un legado paternal. ¿Era un padre leyendo o un hijo?

“Qué les enseñan los ricos a sus hijos acerca del dinero, ¡que las clases media y pobre no!“, se lee en la estridente portada. La introducción está cargo de Lechter, donde cuenta, entre otras cosas, cómo conoció a Kiyosaki. Luego Kiyosaki inicia la historia, suponemos en diálogo con su coautora. Nacido en Hawaii, hombre de negocios, aclamado orador, levantó como nadie la bandera del neoliberalismo extremo y publicó su primer libro en 1993: Si quieres ser rico y feliz, no vayas a la escuela.

El éxito seguirá en subida. Y pese a sus dos libros junto a Donald Trump (Queremos que seas rico y El toque de Midas: por qué algunos emprendedores se vuelven ricos y la mayoría no), Padre rico, padre pobre se volvió legendario. El planteo es: dos padres con miradas diferentes del mundo y un niño que crece atormentado por el exitismo capitalista soñando con ser millonario. Es una coloquial guía de autoayuda que se puede volver divertida si uno se esfuerza en leerla como una novela frenética.

Es posible que una de las primeras imágenes que se le cruzaron por la cabeza a Franz Kafka después de comprometerse con Julie Wohryzeck haya sido la cara de su padre. Se conocieron en enero de 1919 y a los pocos meses le ofreció casamiento. Cuando Hermann Kafka se enteró, se enojó mucho. Quería otra cosa para su hijo: lo imaginaba en otro lugar, con otra mujer, en otra posición. Entonces Franz se puso a escribir. Eso era lo que hacía. Su forma de enfrentar los monstruos, en este caso su padre.

“Querido padre: Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo”, empieza. En otro fragmento dice: “Hubo también, por suerte, momentos de excepción, en particular cuando sufrías en silencio, y el amor y la bondad vencían con su intensidad los obstáculos y conmovían invariablemente. Sucedía raras veces, pero era maravilloso (...) En tales momentos, se echaba uno a llorar de felicidad, y hoy vuelvo a llorar mientras lo escribo”.

Entre el 10 y el 13 de noviembre de 1919 escribió unas 103 páginas manuscritas. Estuvo dos semanas reescribiéndola hasta que consideró que ya estaba lista. La envió a que la mecanografiaran: quedó en 45 páginas. Y se la dio a su madre. Le pidió que ella misma se la entregara. Pero no lo hizo. Hermann Kafka murió en 1931 sin haber leído lo que su hija tenía para decirle. Franz y Julie pospusieron la boda porque no encontraban departamento. Finalmente, a los pocos días de terminar la carta, se separaron.

El día en que Iván Noble iba a hacer un asado familiar para festejar sus cincuenta años, internan a su padre. La escena con que se abre El doctor Álvarez contra los All Blacks es la siguiente: está sentado en el inodoro boludeando con el celular cuando en la pantalla aparece una llamada de la casa de sus padres. La tragedia entra atropellando todo. Minutos después está subrayando la Avenida General Paz a 140 kilómetros por hora rumbo a Hospital Italiano, donde su padre “estaba vivo, pero malherido”.

“Ver a un padre inconsciente en una camilla —escribe el autor y músico argentino— es sentir que la vida tiene algo horrible para decirte, una trompada en el estómago de tu infancia que te deja ciego. Yo jamás había visto a mi viejo desmoronado, ni siquiera podía recordarlo enfermo. Él nunca había sido el clásico tótem intimidante del que habla el psicoanálisis, no era un tipo majestuoso ni avasallante (...) Pero en su carácter taciturno siempre hubo firmeza, era una persona erguida ante las desventuras >De pronto el libro muta y tenemos al autor hablándole al padre. La pérdida está asumida y aunque el dolor no se evapora, sí se abre una posibilidad de darle a una forma, de orientarlo hacia algún rincón de la casa. Mientras se pelea con el texto, se le acerca otra despedida, la de concluir el libro: “Hasta dónde escarbo, hasta cuándo rememoro, hasta cuál rincón de las vidas que tuviste voy de paseo para visitarte en la muerte”. La batalla de seguir siendo hijo, contra el derrumbe de la torre de expectativas.

Fuente: telam

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