07/05/2025
El futuro de la Iglesia, según Francisco: ideas para cuando finalice el cónclave

Fuente: telam
En su autobiografía, “Esperanza”, el papa argentino reflexionó sobre los desafíos y la misión del catolicismo en el contexto actual
>Este texto reflexiona sobre la naturaleza, misión y desafíos de la Iglesia católica en el contexto actual, aborda temas como persecución, secularización y el papel del papado. Se destaca que la Iglesia está enraizada en Cristo, su Resurrección y su promesa de estar presente hasta el fin de los tiempos, lo que asegurará su continuidad y relevancia.
Además, el papa Franciso llama a una Iglesia creativa, valiente y abierta al diálogo. Advierte contra la rigidez, que es presentada como una forma de herética inmovilidad, y subraya la necesidad de confiar en el Espíritu Santo como impulsor de renovación. Se reconoce el crecimiento de la Iglesia en regiones como Latinoamérica, Asia, África y Mongolia, donde los valores y culturas locales enriquecen su diversidad.El cristianismo contemporáneo es descrito como un “cristianismo de testimonio”, que requiere evangelizar a través de la acción más que de las palabras. La esperanza, presentada como una virtud activa y no como un optimismo ingenuo –al punto que así se llama este libro–, es fundamental para enfrentar los retos actuales. La ternura, entendida como amor en acción, escribe, es clave para luchar contra la indiferencia y construir un futuro inclusivo y solidario.La Iglesia siempre tiene futuro. Es curioso: arraiga sus raíces en el pasado, en Cristo vivo, vivo durante su época, en su Resurrección, y en el futuro, la promesa de que Cristo se quedará con nosotros hasta el fin de los siglos. Y en esa promesa se halla el futuro de la Iglesia.¿La perseguirán? Cuántas veces ya ha sido perseguida…La Iglesia seguirá adelante y, en su historia, no soy sino un paso.
El papado también madurará; espero que también madure mirando hacia atrás, que cada vez más desempeñe el papel del primer milenio.Sueño con un papado que sea cada vez más servicial y comunitario. Fue especialmente intensa, para mí, la experiencia de julio de 2018 en Bari, el encuentro ecuménico de oración para la paz en Oriente Próximo que tuve con veintidós patriarcas y jefes de las Iglesias y Comunidades cristianas orientales: católicos, ortodoxos, protestantes, todos juntos. Fue precioso.
Esto es el papado: servicio. El título papal que más me gusta es Servus servorum Dei, que se pone al servicio de todos y para todos. Cuando dos meses después de la elección me llegó el borrador del Anuario Pontificio, devolví la primera página, esa en la que figuran los títulos que se atribuyen al pontífice: Vicario de Jesucristo, Sucesor del príncipe de los Apóstoles, Soberano, Patriarca… Fuera todo: solo obispo de Roma. Todo lo demás lo pusimos en la segunda página. Me presenté así desde el primer día, sencillamente porque es la verdad. Los demás títulos son verdaderos, añadidos por distintas razones a lo largo de la historia por los teólogos, pero justamente porque el papa era y es el obispo de Roma.En el mundo contemporáneo se habla a menudo de secularización, pero, como pasa con la persecución, tampoco es la primera vez en la historia. Solo hay que fijarse en el reino de Francia, en los curas secularizados de la corte, en los Monsieur l’Abbé: el pastor de la Iglesia, el que huele a sus ovejas, no tiene nada que ver con eso. La Iglesia siempre ha pasado por momentos de secularización; incluso durante las primeras herejías, el arrianismo, por ejemplo, cuyos obispos cortesanos consideraban la política religiosa del emperador la norma suprema a seguir y, compinchados con los emperadores, perseguían a los obispos católicos que no eran arrianos. E incluso antes. Ha pasado muchas veces.Actualmente convivimos con elementos científicos, con descubrimientos que tienen que ver con el dominio sobre la vida y la muerte, pero el espíritu mundano, el secular, siempre ha existido. Por eso, en la oración de la Última Cena (Jn 17,11-19), Jesús le pide al Padre que no nos quite del mundo, sino que nos proteja para que no nos convirtamos en gente mundana. La mundanidad espiritual, la manera de vivir mundana que también la Iglesia ha conocido desde sus primeros tiempos —recuérdese la historia de Ananías y Safira en los Hechos de los Apóstoles (Hch 5, 1-11), el matrimonio de la primera cristiandad de Jerusalén que vendió los bienes de la comunidad y se quedó con parte de las ganancias— es la peor peste. Según el teólogo Henri de Lubac, es el peor mal en que puede incurrir la Iglesia, “la tentación más pérfida, la que resurge siempre, insidiosamente». La mundanidad espiritual, escribe en Meditación sobre la Iglesia, es “peor aún que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró cruelmente la Iglesia”, cuando la religión llevaba el escándalo al “santuario mismo y, representada por un papa indigno, ocultaba el rostro de Jesús bajo las piedras preciosas, los artificios y los oropeles”; peor aún que los papas concubinos, dice. Terrible. Es un peligro del que Jesús ya advertía, hasta el punto de que, en la oración que es acto fundacional de la Iglesia, le pidió al Padre que librara de él a sus discípulos.
Si hoy en día las nuevas generaciones declaran tener una relación difícil con la religión, antes de interrogarnos acerca de la secularización deberíamos cuestionarnos nuestro testimonio. Es el testimonio el que mueve los corazones. Ya lo dijo Ignacio de Antioquía, que bien sabía que “es mejor ser cristiano sin decirlo que proclamarlo sin serlo”, porque al final de la existencia no se nos exigirá que hayamos sido creyentes, sino creíbles.
La Iglesia debe crecer en creatividad, en comprensión de los retos de la contemporaneidad, abrirse al diálogo y no encerrarse en el miedo. Una Iglesia cerrada, asustada, es una Iglesia muerta. Hay que confiar en el Espíritu, que es el motor que guía a la Iglesia y que siempre se hace notar. Fijémonos en el relato del Pentecostés sobre los apóstoles, que armó un gran jaleo: “De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban” (Hch 2, 2), y todos empezaron a hablar idiomas hasta entonces desconocidos, y salieron. Salieron a la calle. Afuera todo el mundo. Fuera de nuestras zonas de confort. Porque solo esta apertura genera armonía. El Espíritu es el Paráclito, el que sostiene y acompaña en el camino, es un soplo de vida y no un gas paralizante. Un día, mientras predicaba ante doscientos niños, en San Miguel, uno de ellos lo confundió con la palabra “paralítico”, y me hizo gracia… Pero esa es precisamente la Iglesia que no debemos ser, una Iglesia estancada, paralizada. Nos corresponde, pues, discernir, comprender lo que la contemporaneidad nos pide, pero teniendo presente que la rigidez no es cristiana, porque niega el movimiento del Espíritu. La rigidez es sectaria. La rigidez es autorreferencial. La rigidez es una herejía cotidiana. Confunde a la Iglesia con una fortaleza, un castillo distante y soberbio que mira el mundo y la vida desde lo alto en lugar de habitar en ellos.Hay que salir de la rigidez, lo cual no significa caer en el relativismo, sino caminar hacia delante, apostar; y hay que huir de la tentación de controlar la fe, porque no se puede controlar al Señor Jesús, que no necesita cuidadores ni guardianes. El Espíritu es libertad. Y la libertad también es riesgo.
La Iglesia que camina será cada vez más universal, y su futuro y su fortaleza llegarán también de Latinoamérica, de Asia, de la India, de África, y eso ya puede apreciarse en la riqueza de las vocaciones. En Indonesia, en Singapur, en Nueva Guinea o en Timor Oriental, en septiembre de 2024 —una experiencia fabulosa, muy importante para mí, con infinidad de niños, de personas que lanzaban sus mantos al paso del vehículo papal a lo largo de los dieciséis kilómetros de trayecto hasta la nunciatura—, encontré asimismo una Iglesia que crece, con identidad propia, hija de una cultura fresca y a la vez profunda, que me ha conmovido. Existen inteligencias muy vivas; los africanos, por ejemplo, tienen una doble inteligencia, la deductiva y la intuitiva, y cuando ambas se encuentran es una maravilla. Incluso en Mongolia, mi viaje apostólico más “excéntrico”, en el sentido literal de la palabra (“fuera del centro”), y el primero de un pontífice a esa tierra de gran sabiduría donde una pequeña comunidad católica vive en un territorio inmenso, viví una peculiar experiencia de exquisito misticismo gracias a los valores de ese pueblo, que puede mejorarnos a todos sin caer en el proselitismo. Crecemos por atracción, no por proselitismo. Por lo demás, debemos ser conscientes de que hemos pasado de un cristianismo instalado en un marco social hospitalario a un cristianismo “de minoría”, o mejor, de testimonio. Y esto requiere la valentía de una conversión eclesial, no de una cobardía nostálgica.La Iglesia los necesita a todos, a cada hombre y a cada mujer; y todos nos necesitamos los unos a los otros.
Tenemos el deber de mantenernos alerta y conscientes y de vencer la tentación de la indiferencia.
Suele decirse que lo contrario del amor es el odio, y es cierto, pero mucha gente no odia con consciencia. Lo contrario más cotidiano al amor de Dios, a la compasión de Dios y a la misericordia de Dios es la indiferencia.
La indiferencia puede matar. El amor no tolera la indiferencia.
Hoy más que nunca todo está conectado y hoy más que nunca necesitamos sanar nuestras conexiones: el juicio negativo que llevo en el corazón contra mi hermano o mi hermana, la herida sin cicatrizar, la ofensa no perdonada, el prejuicio sordo, la desconfianza hostil o el rencor que solo me acarreará dolor son un trocito de guerra que llevo dentro, el rescoldo que hay que apagar para que el incendio no se declare y no deje más que cenizas a su paso. Necesitamos conciliar el crecimiento de las innovaciones científicas y tecnológicas con una equidad y una inclusión social cada vez mayores. A la vez que descubrimos nuevos planetas lejanos, debemos descubrir las necesidades del hermano y la hermana que orbitan a nuestro alrededor. Solo la educación en la fraternidad y en la solidaridad efectivas puede superar la “cultura del descarte”, que no solo afecta a la comida y los bienes, sino ante todo a las personas marginadas por sistemas tecnoeconómicos en los que, incluso sin darnos cuenta, ya no se prioriza al hombre, sino sus productos.
En la actualidad hay mucha gente que, por distintas razones, no cree que un futuro feliz sea posible. Tomarse en serio esos miedos no significa que sean insuperables. Podemos superarlos siempre y cuando no nos encerremos en nosotros mismos. Frente a la maldad y a la fealdad que nos reserva nuestro tiempo, la tentación es abandonar nuestro sueño de libertad. Nos escondemos en nuestras frágiles seguridades humanas, en nuestras reconfortantes rutinas, en nuestros miedos conocidos. Y, al final, renunciamos al viaje hacia la felicidad de la Tierra Prometida para volver a la esclavitud de Egipto. El miedo es el origen de la esclavitud, el origen de toda dictadura, porque su instrumentalización aumenta la indiferencia y la violencia. Es una jaula que nos excluye de la felicidad y nos roba el futuro.Para los cristianos el futuro tiene nombre, y ese nombre es esperanza.
Inquietos y alegres: así tenemos que ser nosotros, los cristianos.
¿La esperanza empieza cuando hay un “nosotros”? No, ya ha empezado con el “tú”. Cuando hay un “nosotros”, empieza la revolución.
La ternura no es más que eso: el amor que acerca y se materializa; es usar la vista para ver al otro, las orejas para escuchar al otro, para escuchar el grito de los pequeños, de los pobres, de quienes temen al futuro; y escuchar también el grito silencioso de nuestra casa en común, de la tierra contaminada y enferma. Y, después de ver y de escuchar, no se habla, se actúa.
Una vez, un joven universitario me preguntó: en la universidad tengo muchos amigos agnósticos o ateos, ¿qué debo decirles para que se conviertan en cristianos? Nada, le contesté. Lo último que debes hacer es hablar. Antes tienes que actuar, y al ver cómo vives y cómo gestionas tu vida, serán ellos quienes te pregunten: ¿por qué lo haces? Y entonces podrás hablar.Si alguien está absolutamente seguro de que ha encontrado a Dios, no me convence. Si alguien tiene la respuesta a todas las preguntas, esa es la prueba de que Dios no está con él. Significa que es un falso profeta, que instrumentaliza la religión, que la utiliza para sí mismo. Los grandes guías del pueblo de Dios, como Moisés, siempre han dejado espacio para la duda.
La ternura no es debilidad: es la verdadera fuerza.
Recorredla, luchad con ternura y coraje… Yo soy solo un paso.
Fuente: telam
Compartir
Comentarios
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!