Miércoles 7 de Mayo de 2025

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07/05/2025

Un descenso a los abismos de la Cuba actual

Fuente: telam

En el libro “Cubanías, luchas por la libertad en la isla”, publicado por la ONG sueca Civil Rights Defender, la autora describe la vida en La Habana, que refleja un constante esfuerzo por sobrevivir en medio de edificaciones en ruinas y carencias múltiples

>“¿Tú ves ese edificio? Tiene como tres apartamentos vacíos >Mientras se seca el sudor con un trozo de una vieja toalla, Paula le describe la barriada a su sobrino de 22 años, Jean Carlos, recién llegado de un pequeño pueblo de Guantánamo: “Todo está muy malo en esta zona, el que no se ha ido es porque no puede”. La voz de la mujer apenas se escucha entre el pregón de un vendedor que ofrece bolsas con papas, las primeras del año que llegan al mercado informal, y el traqueteo de los taxis colectivos que ruedan por la Calzada del Cerro que da paso, justo ahí, a la calle Monte.

El sol pica en la piel porque abril ya adelanta el verano duro que se aproxima y tanto tía como sobrino se protegen dentro de los portales mientras enfilan en dirección al Capitolio. Los veranos son los momentos más tensos del año en Cuba. Los dirigentes del Partido Comunista les temen a los meses de julio y agosto como el diablo a la cruz. La gente común sabe que en esas semanas los cortes eléctricos se disparan, las largas colas para comprar comida se vuelven más tortuosas debido al calor y la agresividad social alcanza cotas altísimas.

Al paso de ambos, la mujer saluda a vecinos y conocidos. Ramón, sentado en la puerta de su casa, tiene delante de sí una mesa enclenque donde vende desde pegamento instantáneo hasta tornillos. Las frases que intercambian son las mismas desde hace años “¿Cómo va la cosa?”, pregunta el hombre. “Ahí, en la lucha”, responde ella. “La pelea”, “la lucha”, “lo mismo” y “esto” son palabras para definir la difícil cotidianidad de la isla.

“Hoy pasó la fiana por la mañana, pero me dio tiempo a recoger”, le cuenta Ramón a Paula con una breve sonrisa de victoria esbozada en la cara. La policía también tiene sus numerosos términos en el vasto vocabulario informal de un pueblo acostumbrado al clandestinaje lingüístico y a la metáfora para evadir los castigos y a los delatores. Si de la seguridad del Estado se trata, el catálogo de vocablos es también amplio, inmenso.

El Armagedón, La Trituradora, Los Inquietos Muchachos, Los Quebrantahuesos y otros calificativos advierten a los cubanos de que se acerca la policía política. “El tanque no tiene tapa”, “Hay pitirre en el alambre” o “Tocan las trompetas” son las voces de alarma para cuando hay informantes cerca o segurosos vestidos de civil. Ramón sabe bien cómo actúan porque durante su juventud fue uno de ellos y ahora los detecta desde lejos, los identifica por el corte de pelo o por esa incomodidad que se les ve al llevar puesta una ropa que no es de su estilo: actúan raro aunque vistan un jean desgastado y roto en las rodillas, una camiseta con letras en inglés y una gorra ladeada con el símbolo del equipo de los Yankees de Nueva York.

“Primero pusieron a un par de muchachos jóvenes en la esquina, haciéndose pasar por gente que estaba esperando un carro, pero la pinta era evidente, detrás venía el operativo”, le cuenta a Paula y su sobrino la razia policial de unas horas antes. Jubilado con una mísera pensión, el hombre se percató de que, si dejaba la mercancía frente a su puerta, iba a terminar con una multa y la confiscación de los productos, en el mejor de los casos. “Nada más que me metí para dentro de la casa sentí las sirenas de la policía y cargaron con todos los merolicos”.

Mientras las tiendas de las mipymes (micro, pequeñas y medianas empresas) se abastecen de productos importados a través de los conglomerados estatales, el vendedor de escalera o portal se nutre de las mulas cubanas que viajan lo mismo a Panamá que a Haití para adquirir pacotilla barata y, muchas veces, efímera. También hacen largas colas en los comercios estatales donde compran por cantidades y después venden al menudeo. La propaganda oficial los culpa de la inflación y los clientes los tildan de especuladores, pero la mayoría de las esponjas de fregar en las cocinas cubanas provienen de sus mantas y de sus mesas precarias.

Paula asiente mientras escucha la larga diatriba del jubilado. En una pausa del largo discurso, la mujer logra evadirse por el portal y seguir su camino con el sobrino pisándole los talones, como un extraño discípulo que asimila las lecciones con voracidad, unas clases indispensables para abrirse paso en la dura jungla de La Habana. “No pases por ahí que ese techo se está cayendo”, le avisa la tía.

Jean Carlos mira hacia arriba. Las viejas vigas de madera se curvan hacia el suelo y las manchas de humedad marcan las esquinas. “Tú lo ves así, pero ahí viven varias familias, un día de estos ese edificio se derrumba y ellos caen en medio de la calle”, sentencia Paula. “Cuando llueva, ni se te ocurra pasar por dentro de ningún portal de estos que aquí todo está pegado con saliva, es un milagro que no haya una desgracia cada día”.

El permiso de migración humanitario del Gobierno de Joe Biden, que entró en vigor en enero de 2023, favoreció hasta marzo pasado a 86.000 cubanos. Tras su implementación, en la isla se ha desatado una carrera contrarreloj para buscar algún pariente o amigo residente en Estados Unidos que rellene los formularios y cumpla con los requisitos que exige el proceso. La palabra parole se ha vuelto tan popular que ya hay mascotas, cafeterías y negocios privados bautizados con ella.

“¿Tú has visto esto? A esto le dicen almuerzo”, lamenta la anciana y muestra una sopa aguada y una porción pequeña de arroz que atesora en el pozuelo.

Luisa es una de los 76.175 cubanos inscritos en el SAF que asisten a 445 comedores de este tipo a lo largo de toda la isla. Un servicio que es la diana de las críticas por la mala calidad en la elaboración de los alimentos, que carecen muchas veces de especias, aceite o grasas. El deterioro de sus ofertas no solo se debe al pobre abastecimiento estatal, sino también al saqueo de productos que llevan a cabo los propios empleados.

Paula reprime una mueca de asco tras mirar el interior del envase y le pide a Luisa que pase luego por su casa. “A ver qué puedo darte, porque tú sabes que yo también estoy apretada”, resume. Se aleja del comedor a tiempo para llegar hasta la esquina donde ve una fila a las afueras del banco. “Déjame ver si puedo sacar algo de dinero porque te quiero invitar aunque sea a un refresco, mijo”, le dice a Jean Carlos.

Sin embargo, el cajero automático a las afueras de la sucursal bancaria no tiene efectivo, un problema cada vez más grave que se extiende por todo el país. “Para extraer hay que pasar por el mostrador y nada más que se puede sacar hasta 5.000 pesos”, le aclara un joven que aguarda en el portal. “La cola camina muy despacio porque nada más hay una empleada”, remacha.

Jean Carlos ya tiene sed y la tía le compra, por 150 pesos, un refresco de naranja importado de México. “Tómatelo despacio que eso que acabo de pagar es lo que gana un ingeniero en un día de trabajo”, calcula la mujer, que guarda el resto del dinero recibido y enfila con paso redoblado por los portales con pisos que aún muestran en el granito los nombres de los comercios que una vez insuflaron de vida comercial la calle Monte.

El joven apenas escucha la cháchara de Paula. Llegado de un pequeño pueblo, los ruidos de la ciudad y el constante ir y venir de personas lo mantienen hipnotizado.

La Habana que discurre ante su mirada es solo un fantasma de aquella ciudad sensual y efervescente donde nacieron los padres de Paula, sus tíos abuelos. Pero, a pesar de la estática milagrosa en que se mantienen algunos inmuebles, de las calles llenas de huecos y las pilas de inmundicias que parecen querer tragarse la urbe, algo de aquella Babilonia del Caribe queda para impresionar a quien la ve por primera vez. Jean Carlos no siente el asombro del turista que, mientras toma fotos y mira hacia arriba para no perderse ningún detalle arquitectónico, termina metiendo el pie en una alcantarilla sin tapa o resbalando con los residuos de un orinal que alguien vació desde un balcón. No, la perplejidad del joven es diferente. Como si de tanto escuchar hablar de “La Placa”, como se le dice entre los campesinos a La Habana, la conociera de antemano y la reencontrara ahora. Como si supiera donde está cada cosa.

“Mijo, qué bueno que saliste de aquel campo, ahí no hay futuro. Aquí te va a ir mejor, pero tienes que cuidarte, porque la Policía la tiene cogida con la gente joven como tú y hasta que no tengas la dirección de mi casa en el carné de identidad te pueden detener por estar ilegal en La Habana”, le explica la mujer al joven, que se queda mirando una grieta que baja por una columna a las afueras de una panadería del mercado racionado.

Para el sobrino de esta habanera desempleada y escéptica, el traslado a La Habana ha sido como si se le abrieran “las puertas del cielo”. Salir de una de las provincias más pobres de Cuba demanda muchos recursos para el largo camino y para el alquiler de algún espacio en la capital, donde los precios de una habitación pequeña ronda los 10.000 pesos mensuales en un país donde el salario promedio apenas alcanza los 4.000, un poco más de 10 dólares según la tasa de cambio informal.

“Es una estafa y todo el mundo sabe que es una estafa, pero siempre que puedo le guardo algún pomo de colonia o de champú para sacarle un dinerito”, reconoce Paula. Crecida en una sociedad donde la adulteración de mercancías es parte del juego por la sobrevivencia, la mujer ha sido lo mismo timada que timadora. “Ya uno no sabe ni lo que es auténtico, hasta lo que viene cerrado y sellado puede estar bautizado”, advierte.

Con los brazos extendidos, decenas de personas se ubican en las aceras de la populosa avenida por la que caminan tía y sobrino. De vez en cuando, un viejo Chevrolet o un desaliñado Ford de principios del siglo XX frena ante el potencial pasajero. En algunas de esas ocasiones, el cliente se sube y el auto enrumba hacia el Parque de la Fraternidad; en otras, se escucha una discusión y el vehículo parte tras la decisión del viajero: “No te voy a pagar cien pesos por ese tramo”.

“Todo lo que puedas hacer a pie, mejor así, porque si les pagas a los boteros te vas a quedar más pelado que una mazorca de maíz sin grano”, ejemplifica Paula. “Aquí uno no se mueve si no es para resolver algo: yo hace años que no voy a visitar a mis primas de La Víbora ni a la tía abuela que me queda en Santiago de las Vegas. Yo solo me muevo alrededor de mi barrio, porque si no se me va el dinero en almendrones”.

Rodeada toda su existencia de gente con miedo, Paula aprendió bien temprano que para hablar de política en Cuba primero había que encender a todo volumen el radio y no mencionar nunca los nombres de Fidel o Raúl Castro. Su padre, un convencido militante del Partido Comunista que se sumó a cuanta tarea oficial le asignaron, murió desilusionado y en la pobreza. “Por poco se tiene que comer la medallas de héroe del trabajo, porque fue lo único que le quedó”, lamenta la hija.

Con más de un millar de presos políticos, Cuba es la gran cárcel de inconformes y disidentes de este hemisferio. Pero no solo en un calabozo se purga la condena por estar en contra del Gobierno. Para los críticos, el régimen guarda también el fusilamiento de su reputación en los medios oficiales, la prohibición de salida del país conocida como “regulación”, la expulsión de su empleo, los cercos policiales alrededor de sus viviendas y, en muchos casos, las amenazas para forzarlos al exilio.

No en balde, la mayoría de las familias cubanas les aconsejan a sus hijos evitar pronunciarse públicamente, llevar la máscara ideológica en público y tragarse los comentarios contra el modelo político y económico impuesto hace 65 años en la isla.

Un informe de la Agencia de Aduanas y Patrulla Fronteriza de Estados Unido, difundido por la Agencia española EFE, reporta que casi 425.000 migrantes cubanos llegaron a Estados Unidos en los años fiscales 2022 y 2023; la cifra alcanza niveles alarmantes si se suman los que desempolvaron un antepasado español y lograron hacerse con la ciudadanía de esa nación europea a través de la llamada popularmente Ley de Nietos. Otros tomaron rumbo hacia el sur latinoamericano o hacia cualquier otra parte del planeta. La cuestión no es llegar a un lugar específico, sino escapar del sitio que los vio nacer.

En noviembre de 2019, tras una reparación que duró más de cuatro años, el enorme local que ocupa toda una manzana reabrió sus puertas. Inaugurado en 1920 con el nombre de Mercado General de Abasto y Consumo Único o Mercado Único de La Habana, el imponente comercio ha experimentado tiempos luminosos y épocas oscuras. De sus salones vibrantes cargados de frutas y vegetales se pasó, tras la arremetida contra el sector privado en los años sesenta, a un espacio desabastecido y con una limitada oferta.

“Aquí se vendía cuando yo era niña lo que no se encontraba en ninguna parte de La Habana”, detalla Paula, más para decírselo a ella misma que para contarle a su sobrino. “Guanábanas, anones, unas piñas dulces como el almíbar y hasta caimito o níspero que yo nunca había probado hasta que mi abuela me los compró en este mercado”.

En los bajos del Mercado de Cuatro Caminos, algunos locales siguen vendiendo en pesos cubanos, pero para comprar en ellos hay que esperar que sea el turno que identifica a cada núcleo familiar y “no es lo que tú quieras, es lo que haya”, le aclara Luisa a Jean Carlos.

El joven no se asombra. En el pueblo guantanamero de donde viene, el suministro es aún peor y las posibilidades de encontrar alimentos en el mercado informal son mucho más limitadas. La Habana pobre y deteriorada que se abre ante sus ojos es todavía una ciudad donde la gente “tiene más búsqueda” que en los municipios adonde ya ni el ferrocarril llega. “Tía, acuérdate que yo vengo del culo del mundo”, le recuerda el joven.

Cicerone versada en los vericuetos de la ciudad, Paula le señala a Jean Carlos lo que viene. “Ahí hay una piquera de almendrones, salen para diferentes partes de la ciudad, pero, eso sí, agárrate el bolsillo porque cada día son más caros”. La silueta de los viejos vehículos empieza también a perfilarse, parqueados a la sombra de los árboles y con el conductor cerca voceando la ruta.

Paula suaviza el rostro y le dice bromeando a su sobrino: “¡Guajiro, quién te iba a decir que te ibas ahacer la foto frente al Capitolio de La Habana!”. Ambos cruzan la calle y pasan a pocos metros del esqueleto de un edificio sin fachada al que se le ve el interior. Es el hotel Saratoga. El inmueble explotó el 6 de mayo de 2022 debido a una fuga de gas y el incidente se saldó con 47 personas fallecidas y varias edificaciones cercanas afectadas.

A pocos metros del Saratoga, la cúpula del Capitolio brilla intensamente bajo el sol. Los reflejos vienen de una cubierta de pan de oro donada por Rusia tras las obras de restauración del imponente edificio. Desde hace algunos años, La Habana y Moscú han estrechado sus lazos y el petróleo enviado por Vladímir Putin ha logrado aliviar los apuros del régimen castrista ante los recortes del suministro venezolano.

Pero el punto más candente ha sido la participación de mercenarios cubanos en la invasión rusa a Ucrania, un tema que llegó incluso a las páginas del diario estadounidense The New York Times. En las últimas semanas han sido varios los testimonios de familias en la isla que han visto partir a sus jóvenes hijos hacia un conflicto bélico que la prensa oficial, bajo el control del Partido Comunista, se aferra en nombrar como “operación militar especial”, siguiendo el guion del Kremlin.

La Cancillería cubana ha guardado silencio ante las denuncias y evidencias. En lugar de dar explicaciones, La Habana ha seguido apretando el abrazo con Moscú. Es raro el mes en que no aterrice en la isla algún enviado de Putin, un asesor económico ruso, un militar que visita los cuarteles de las Fuerzas Armadas cubanas o algún otro dirigente con un extenso historial represivo y varias sanciones de Occidente a sus espaldas.

El inmueble, que fue construido para albergar a los representantes del electorado cubano, está rodeado permanentemente de un operativo que evita acercarse a sus muros, pasear por entre sus setos exteriores y admirar de cerca los detalles de la arquitectura. Como una metáfora de los tiempos que se viven en la isla, la casa del pueblo también ha sido tomada por las fuerzas de la paranoia y la exclusión.

Un turista que merodea por el lugar les hace el favor de sostener el teléfono para capturar el momento en que ambos sonríen con los escalones a las espaldas. Atrás y a ambos lados del encuadre se ven dos estatuas, la virtud y el trabajo, custodias de la entrada de un recinto carente ya de importancia política, un lugar vacío de poder.

La tarde se nubla y el oro de la cúpula ya no se ve tan obscenamente brillante. Paula decide regresar y dejar para otro día el recorrido por el casco histórico, la visita a la Catedral de La Habana y el disfrute de la brisa marina frente a la entrada de la bahía. “¡Vamos para la casa que aquí todo es carísimo, son precios para turistas y tú y yo somos cubiches!”, sentencia. Regresan al Parque de la Fraternidad y la llovizna los alcanza. “Te salvaste porque está lloviendo y no me quiero mojar”, reconoce Paula. “Nos vamos en almendrón, pero si no fuera por el agua volvíamos caminando por la calle Monte y por la Calzada del Cerro”, dice en un tono casi amenazante.

*La autora es filóloga, periodista y fundadora del medio de comunicación 14ymedio.

Fuente: telam

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