Jueves 24 de Abril de 2025

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24/04/2025

El adiós a un Papa bueno, humanísimo e integrador, y la oportunidad histórica que perdimos los argentinos

Fuente: telam

Francisco fue criticado políticamente desde todos los sectores. Sin embargo, recibió a todos en el Vaticano. Luego de su muerte, se duda acerca de que su ejemplo conciliatorio eche raíces entre la dirigencia del país que no visitó desde fue ungido Papa

>Somos incorregibles. Ahora que el mundo entero llora al papa Francisco, ahora que el mundo entero exalta sus virtudes, su humanismo, su espíritu de unidad, su decisión de abrir la Iglesia a todos entre tantas otras virtudes de su legado todavía inexplorado; ahora que el mundo empezó a extrañarlo, gran parte de la dirigencia política y gran parte de la sociedad argentina también se pliega a ese duelo no sin cierta hipocresía.

Por el contrario, Bergoglio primero y Francisco después fueron vistos ambos casi como una desgracia, como una piedra en el zapato, como un gran fastidio que el azar, la Providencia, el Espíritu Santo ponían en medio del camino tan trillado, cómodo y letal del enfrentamiento, el combate, la batalla en la que la sociedad está inmersa desde hace décadas.

A Francisco lo acusaron poco menos que de comunista, lo mismo hicieron entre 1958 y 1963 con el papa Juan XXIII, quienes quisieron ver el fantasma de Lenin en la profunda inclinación de Francisco por los pobres, los desamparados, los humildes, los solos, los abandonados, los descartados a quienes incluyó, un grito de alerta, en una “cultura del descarte”. Del otro lado, lo acusaron de ultra conservador quienes entienden nada de misericordia, quienes no conocían a Bergoglio, de quienes conocen nada del perdón y de las parábolas cristianas que hablan de ovejas y rebaños. Como síntesis abarcadora de los insultos que le dirigieron, lo acusaron incluso de ser un agente del Mal encarnado en la Iglesia de Pedro.

Resulta increíble que quienes claman hoy por el legado del Papa muerto, hayan sido incapaces de seguir el ejemplo de Francisco vivo.

Algunos reproches post mortem cuestionan, con la ligereza que otorga el oscurantismo y cierta barbarie ilustrada con levedad, que Francisco no haya visitado la Argentina y que no haya sido en verdad “El Gran Reformador” que vio su biógrafo, Austen Ivereigh. Francisco recibió una Iglesia moldeada por los casi veintisiete años de papado de San Juan Pablo II y los ocho de Benedicto XVI. Fueron tres décadas y media de cambios brutales en el mundo, de progresos tecnológicos, de insospechados avances médicos y científicos, de urgentes reclamos humanos por derechos negados y por nuevas formas de familia, por nuevas opciones de vida; fueron años de un febril fermento de ideas en los que la Iglesia se mantuvo acaso anclada a sus dogmas y de alguna manera desanduvo el lento camino trazado en los años 60, cuando los reveladores días del Concilio Vaticano II.

Tantas han sido las reformas lanzadas por el Papa muerto, tanto abrió Francisco la Iglesia al mundo, lo que implica extender las fronteras de la fe, que su tan aludido legado condiciona hoy a los cardenales que deben elegir a su sucesor, siempre con la ayuda del Espíritu Santo, como queda revelado en el film Cónclave.

En cuanto a su visita a la Argentina, y sin ser un experto en religión, Dios lo sabe, me animo a creer que Francisco siempre supo que no volvería al país. Creo que sacrificó a conciencia lo que más quería, el contacto con sus fieles que hubiese sido masivo y fervoroso, el volver a andar por las calles de Buenos Aires, tal vez volver a viajar en subte como en sus años de cura y obispo, para no quedar a merced de la grieta que todavía rige los agitados días de la vida política y social del país. Hubiese sido un pecado que Francisco, que lo perdonaba todo, no se hubiese perdonado.

El Domingo de Ramos se despidió de los médicos del Gemelli que le habían hecho recomendaciones que Francisco nunca siguió porque todavía quería dar más; el Jueves Santo visitó la cárcel de Regina Coeli y lavó los pies de doce detenidos ya no con el vigor de otras épocas, sino con un aliento flameante que no le cortó el humor: cuando le preguntaron cómo se sentía, contestó desde su silla de ruedas: “Me siento… sentado”. A las puertas de la cárcel, reflexionó: “Cuando visito un lugar como éste, siempre me pregunto: ¿Por qué ellos y no yo…?”.

El Domingo de Pascua hizo lo que todos vimos: bendijo al mundo, deseó “buona Pascua” con ese hilo débil de voz que apenas le dejaba hilvanar palabras y, después, giró por la Plaza de San Pedro en una especie de vuelta olímpica en la que fue vitoreado, aplaudido, despedido. Murió horas después.

¿Qué haremos en esta, su tierra, con el legado del papa Francisco? Está por verse. Nuestra historia reciente no nos augura nada bueno. Pero no hay que perder la fe.

Es verdad que somos incorregibles. Tal vez sea hora de empezar a corregirnos.

Fuente: telam

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