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21/04/2025

Exclusivo: habla la hija de Cesario Cardozo, el general asesinado por una bomba colocada por Montoneros debajo de su cama

Fuente: telam

En junio se cumplen 49 años del crimen del militar que era jefe de la Policía Federal en 1976, durante la última dictadura. María Graciela revela cómo fue la relación con la compañera que la traicionó y los detalles que recuerda del día del atentado. El miedo, la desconfianza, el insomnio, los porqués sin respuesta y la indiferencia del Estado

>La noche del jueves 17 de junio de 1976 todo era alegría en la casa de la familia Cardozo. Sentados en la cama del dormitorio de los padres, la familia en pleno planeaba un viaje. Ya habían cenado y debatían con entusiasmo la idea de María Graciela, 20 años, de ir a algún lugar en enero. Pasada la medianoche se fueron a descansar y dejaron libre la cama donde el jefe de la familia se hincaba a rezar antes de dormir.

Luego de 49 años de silencio, de no querer hablar con el periodismo porque sentía que reviviendo esa trágica madrugada del 18 su papá no volvería a la vida, María Graciela Cardozo Rivas rompió un silencio que había estado amordazado por la culpa, el remordimiento, y también por el perdón.

A sus 69 años, se castiga y repite que fue un tanto responsable de lo que ocurrió. Fue traicionada por quien consideraba una amiga, quien colocó la bomba que provocó la muerte de su papá.

Ahora sintió que era el momento de que se conociera la verdadera historia sobre el atentado, que excede el relato del trágico hecho, porque significa bucear en su otra vida, que comenzó la madrugada de la explosión.

Lo que sigue es lo que Chela -así la llaman en la familia y amigos desde hace años- se guardó por 49 años.

El 31 de marzo de 1976 el general de brigada Cesario Ángel Cardozo había sido nombrado jefe de la Policía Federal. Venía de ser delegado ante el Ministerio del Interior por la Junta Militar que había derrocado a Isabel Perón el 24 de marzo. Nacido en Hurlingham, llevaba el nombre del padre, y Ángel era por su mamá Ángela. Para ellos, hijo único, era “Cesarito”. Tenía 50 años, cumplidos el 27 de febrero.

Para Chela era todo. Lo recuerda como una persona muy buena, que le había enseñado muchos valores y con quien se abría, como no lo hacía con su mamá.

Paciente e introvertido, compartía con su hija la pasión por la música. Solían grabar temas de la radio en cassettes que luego pasaban en el auto, o mientras Cardozo permanecía en su casa, haciendo lo que más le gustaba: arreglar algo descompuesto, pegar azulejos o pintar.

Entre 1973 y 1974 fue agregado militar en Chile y toda la familia vivió en la capital de ese país, donde Chela cursó el último año de la secundaria en el Colegio Argentino. De esa época le quedaron muchas amigas y confiesa que allí fue feliz por última vez.

Luego en enero de 1975 regresaron al país. En diciembre, Cardozo fue ascendido a general de brigada y nombrado comandante de la III Brigada de Infantería en Curuzú Cuatiá.

Chela nació el 19 de diciembre de 1955, tenía una vida típica de adolescente y cuando terminó sus estudios, ingresó al profesorado en el Normal 10 para ser maestra. La elección fue más por mandato paterno. Ella había conocido a alguien en Chile y el padre, previendo que se casaría y se iría a vivir a aquel país, le aconsejó que estudiara una carrera y que tuviera un título, porque nadie sabía lo que la vida podía deparar. En el fondo, ella admite que Cardozo no quería que se casara y que se fuera lejos.

Chela tenía un círculo de amigas, donde algunas también eran hijas de militares, y no había relación con Ana María ni con el grupo en el que estaba ella. No compartían nada.

Se sumó al grupo, y estudiaban juntas. Siempre iban a la casa de alguna de ellas, pero raramente iban a la de Chela. Ana María siempre llevaba un canasto con un tejido porque, entendieron después, que a Chela también le gustaba tejer y buscaba tener cosas en común que las identificaran.

Ana María, que había nacido el 28 de febrero de 1956, residía en San Isidro con sus padres Abel Roberto González, médico cirujano en el Hospital de San Fernando y Ana María Corbiján, psicóloga. Tenía un hermano.

Lo que nadie sospechaba era que Ana María era militante montonera y que había advertido que estudiaba con la hija del general Cardozo. En la organización era “Anita” o “Lucía”. Militaba en la Unidad Básica “Ramón Cesaris”, de Béccar, y les daba apoyo escolar a niños del barrio obrero Monte Viejo, de San Isidro.

La valiosa información escaló en todos los niveles de montoneros y llegó a la cúpula. Se decidió llevar a cabo una operación que no se había hecho nunca hasta entonces: atentar contra un militar en su propio domicilio. Existía un antecedente reciente a un jefe de la Policía: el 1 de noviembre de 1974 Pero las cosas estuvieron por complicarse.

Fue cuando el general le confesó a su hija que Ana María era montonera. Al principio, Chela no lo creyó, le resultaba inverosímil esa posibilidad. El padre le aconsejó que no cambiase su actitud hacia ella, que siguiera comportándose de la misma manera. Cardozo puso sobre aviso a los padres de las otras dos chicas, también militares.

La chica justificó los días de ausencia, mientras estuvo detenida, con un viaje a Mar del Plata a visitar a su abuela. Hasta volvió con regalos para todas: alfajores y posavasos de esa ciudad.

Las juntadas en las casas disminuyeron. Chela, con el correr de los años, cree que Ana María se dio cuenta el cambio de actitud y que murmuraban a sus espaldas. Explica que a los 20 años era difícil simular, y cree que por eso los montoneros adelantaron la fecha del atentado.

Hacía tiempo que cuando Chela salía, una custodia la seguía, y no siempre se daba cuenta de ello. Con la revelación de la identidad de Ana María, la iban a buscar y la llevaban. El general temía sufrir un atentado, pero nunca en la casa. Por eso la custodia -que tenía estudiado hasta el grado de vulnerabilidad que ofrecían las ventanas del departamento- hacía respetar a rajatabla los protocolos de seguridad cuando transitaban en la vía pública, o cuando entraban o salían del domicilio, en Zabala 1762, 2 B del barrio de Belgrano.

Las chicas estaban en el comedor estudiando para un final que debían rendir al día siguiente. La mamá de Chela no estaba y su hermana permanecía en su habitación, enferma.

Lo que nunca pasó por su cabeza que, en realidad, Ana María había usado el aparato que estaba en el dormitorio de sus padres.

Eran 700 gramos de trotyl, que poseía un detonador eléctrico, con una pila. Poseía un doble mecanismo de relojería, consistente en un reloj pulsera que activaría la bomba cuando las agujas marcasen la una y media de la mañana, lo que descarta la versión de que el explosivo estalló por la presión del elástico cuando Cardozo se acostó.

Ana María dejó la bomba debajo de la cama y cuando estaba por irse, volvió sobre sus pasos y corrió el artefacto, orientándolo más hacia la cabecera.

Luego de la cena, la familia se reunió en la habitación de los padres. Pasada la medianoche todos fueron a dormir.

La mampostería caía, los vidrios se rompían, los cuadros se desprendían de las paredes. Había mucho humo y polvo. Tal fue el estruendo que creyó haber escuchado dos explosiones, pero en realidad había sido la onda expansiva, que rebotó en el techo y en las paredes.

Los custodios bajaron a la madre, que gritaba preguntando por Chela, creyendo lo peor. Cuando la vio, le confesó que el padre estaba muerto, que lo había tocado, y que ella se había salvado porque su cuerpo la había cubierto.

Chela no quería creer lo que su madre le decía, que no podía ser. A las tres mujeres la subieron a una ambulancia para que fueran atendidas en el Hospital Militar, pero cuando llegaron, Chela no quiso entrar. Se contactó con el mejor amigo de su papá, que era médico. Le rogó que subiera al departamento, que le dijera la verdad porque, de lo contrario, subiría ella. El hombre le confirmó que su padre había fallecido. Quedó petrificada. Le estaban diciendo que su padre había muerto, y no entendía por qué el mundo seguía rodando.

Las tres quedaron con daños acústicos, y peor la madre, que por meses perdió la audición y pasó algunas semanas internada.

La hija recuerda el rostro apacible del padre y sus manos, con las heridas visibles.

Chela contó que el general Reynaldo Bignone, muy amigo de su papá, fue quien lo despidió en el cementerio, que no recuerda si habló alguien más, pero sí que había mucha gente.

En la conferencia de prensa de Montoneros se comunicó que uno de los integrantes del pelotón de combate “Carlos Caride” del Ejército Montonero, había sido el responsable de la colocación de la bomba, y que se había elegido la fecha en la que se cumplían 21 años de los bombardeos de Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955.

Ella acarreaba un doble dolor. A la pérdida de un ser querido se sumaba el de la traición, lo que la llevó a perder la confianza en la gente. Cuestión que le cuesta superar hasta el día de hoy.

Sintió que su vida se había acabado. Sin casa, sin sus cosas, con su madre muerta en vida, que hasta había pedido que la matasen. Nunca volvió a ser la misma.

Con el seguro de vida de Cardozo, su viuda reacondicionó la casa. Reconocieron que nunca, ni del Estado ni del Ejército, los llamaron ni para darles las condolencias. Que la única vez que alguien se contactó fue cuando se cumplieron 30 años del atentado: fueron los compañeros de Cardozo que hicieron un homenaje, pero a título personal.

En marzo de 1977, una de sus amigas del profesorado le dijo que pusiera la televisión. Habían matado a Ana. El 4 de enero a media mañana cuando transitaba en un auto junto a Roberto “Beto” Santi por San Justo, se encontraron con un retén del Ejército, del que lograron escapar, luego de matar al soldado clase 1955 Guillermo Dimitri. Ana María quedó malherida. Un médico montonero recomendó llevarla a un hospital para salvarle la vida, pero ella no quiso, ya que caería en poder de las autoridades. Acompañada por Santi, falleció. A la mañana siguiente rociaron su cuerpo y la casa con combustible e incendiaron el lugar.

Uno de los compañeros del soldado Dimitri -que pertenecía a la Compañía de Comunicaciones 10- aseguró que había sido ella la que había disparado. La mamá del conscripto, Veneranda Zordan, solicitó ese mismo año una pensión, pero en 1980 el Ejército se la negó.

Chela descubrió que cuando se enteró de la muerte de Ana María, le dio pena, y entendió que la había perdonado. Confesó haber pasado por un intenso proceso que había empezado con un profundo odio, pero con el correr del tiempo tomó conciencia que eso le estaba arruinando la vida, que no lo quería ni para ella ni para sus hijos. Comprendió que, en el fondo, no la perdonaba a ella, sino a sí misma, y eso la ayudó mucho.

Extrañaba mucho Buenos Aires y sentía sola, y mientras pudo hacía viajes para estar con sus afectos. Cuando la familia se agrandó, se fue haciendo difícil. De todas formas, se consuela con que en Chile vive tranquila, porque nadie conoce su pasado trágico. Con las únicas personas que habló del hecho durante todos estos años fue con sus hijos.

No hace mucho tiempo que decidió hacer terapia, que antes debió ocuparse de su familia. Se ganó la vida trabajando como administrativa en una clínica y le alcanzó para criar a tres hijos, en los tiempos en que se había separado de su marido.

Chela conserva el reloj de su papá que se paró en el momento del atentado y un álbum con recortes de la época, pero confiesa que los mejores recuerdos los guarda “acá”, y se señala el corazón.

Estuvo en Buenos Aires en un viaje casi relámpago para asistir a la función de la obra No Matarás (del otro lado), que cuenta la historia de un militante montonero que recuerda el atentado a Cardozo, y donde sus familiares y compañeros de militancia lo acompañan en una noche “de locura y muerte”.

Diego considera que faltaba conocer la historia de los demenciales años setenta desde otra óptica, mostrando la cara cínica y manipuladora de los montoneros. Quiso la casualidad que diera con Chela y que se abriera a contar su historia. Es así que el atentado es el hilo conductor de la obra.

La obra, cuya idea es de Diego, la dirección de Osvaldo Peluffo y que toma como punto de partida las cartas de Oscar del Barco, se exhibe los sábados a las 20 horas en el Teatro El Ojo, Perón 2115.

Se consuela con los lindos recuerdos que atesora, buscó las canciones que escuchaba con su papá; se lamenta que en uno de esos cassettes, accidentalmente, había quedado grabada la voz de él, pero que el paso de los años lo terminó deteriorando, como la confianza y la esperanza de aquella chica adolescente que la traición y el sinsentido la dejó sin papá y le cambió la vida para siempre.

Fuente: telam

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