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15/03/2025

Bailar y sentir la cumbia, de los palenques colombianos del siglo XVI a Santa Fe

Fuente: telam

En “¡Ay, amor!: un ensayo sobre la cumbia santafesina” (Gourmet Musical), Bárbara Pistoia propone un minucioso recorrido por el género que nos hace bailar para “salir al encuentro con el otro”

>Así como “la cumbia nace instrumental”, la cumbia santafesina retoma ese legado histórico de varios siglos atrás. Del Caribe colombiano al río Paraná. Bárbara Pistoia hace el recorrido —un recorrido largo, sinuoso, lleno de luces y sombras— en su nuevo libro: ¡Ay, amor!: un ensayo sobre la cumbia santafesina, editado por Gourmet Musical hace apenas unos meses. Pero para llegar a Santa Fe hay que empezar desde un principio lejano, impreciso, difuso.

“La historia de la cumbia se reconstruye siguiendo la huella colonizadora”, escribe Pistoia, nacida en Buenos Aires, hoy residente en Santa Fe, autora del libro Por qué escuchamos a Tupak Shakur y de una incontable cantidad de artículos que entrelazan arte y política. “Entre los siglos XVI y XVIII, en las sábanas del Caribe colombiano, se originaron los palenques, asentamientos formados por los que lograban escapar de la esclavitud, dando forma a lo que solía (y suele) mal llamarse comunidades ‘neo-africanas’”, explica. Investigadores como Leonardo D’Amico alumbran ese origen de la cumbia.

En el inicio, ¡Ay, amor! reconstruye aquella esencia que hoy, cubierta por toneladas de polvo y bytes, parece olvidarse. El baile es “la subversión por excelencia: manifestar con todo el ser y el poder de la unión con otros seres el no dominio del espíritu”. En ese sentido, “en el bailar cumbia el cuerpo se nos presenta como un eslabón que une carne, alma y mente con la tierra y el cielo, con la tierra y el cielo de uno, pero sobre todo del otro: bailar cumbia es siempre salir al encuentro del otro”.

A la Argentina la cumbia llega en forma de migración estudiantil. Tres colombianos, un peruano, un costarricense y un chileno, todos estudiantes de Medicina en la Universidad de La Plata, forman un grupo en 1955: Los Wawancó. Una década más tarde, con el surgimiento de La Charanga del Caribe, queda claro que “ya no hay vuelta atrás”. La cumbia está entre nosotros como “lenguaje” para “hacer encuentro y libertad” donde solo hay desarraigo y cuerpo explotado.

¿Cómo se desarrolla en Santa Fe? Pistoia marca varios momentos. El primero, cuando el pianista de la banda jazz Santa Alhoma, Hugo Zalazar, a principios de los sesenta, le toca trabajar en Centroamérica. “A la vuelta no trajo ni alfajores ni adornos que predicen el clima, trajo la maravillosa idea de sumar timbaleta, güiro y tumbadora, un posible, entre tantos, abecé sonoro del Caribe”, escribe la autora.

El año anterior se graba el primer disco de cumbia santafesina: el sello porteño Ariel se lo propone a Los Duendes luego de una presentación en el Centro Gallego. En esa etapa embrionaria están también Los Quijotes, Los Caminantes, Los Cartagenos, Los del Bohío, Grupo Siboney, Yuli y Los Girasoles. A partir de ese momento todo es explosión tropical y se sumarán, con el tiempo, Los del Fuego, Mario Luis, Dalila, Grupo Cali, Uriel Lozano y tanto más.

Entonces llega el cambio de década: “Si los setenta están marcados por la arquitectura musical, en los ochenta es la letra la que gana protagonismo (...) El repertorio ya no solo tenía que renovarse, sino que decir algo más y, sobre todo, algo propio”, escribe Pistoia.

La mirada pícara y piadosa, la media sonrisa, dos gotas de sudor y seis manos que se reparten vicios y placeres. El pelo largo, la camisa abierta, los pelos en pecho, la cruz dorada. La ilustración de Juan Fuji en la tapa de ¡Ay, amor! muestra un Leo Mattioli como santo pagano. Ineludible en esta historia el “León Santafesino”, el “Sandro de la cumbia”.

“Carismático, gracioso, con una pisada escénica de las que no suelen verse en la movida tropical, su destino de leyenda parece marcado desde el vamos y el lanzamiento solista es el ticket que se lo garantiza a velocidad de la luz”. A seis días de cumplir los treinta, el 7 de agosto de 2011, Leo Mattioli tuvo un paro cardiorrespiratorio. Estaba en el Hotel Gala de Necochea. Cuando llegó la ambulancia, ya había muerto.

¡Ay, amor! es un libro de critica y celebración. Crítica porque no teme en señalar que “casi ningún artista de cumbia argentina puede formular culturalmente lo que hace” o que en los noventa se inició un camino de “mucho pasito para acá y para allá y pelito mojado, pero nada de canto, casi nada músicos” o que hoy “la falta de formación y de cultura musical, más allá de los pegados del momento, es tan notoria como alarmante”.

Celebración porque agradece a los cultores del género, a los que avivaron el fuego, a los que pusieron el cuerpo, a los que no abandonan, a los que han apostado por “el sueño de salvar lo que amamos de su desintegración inevitable”. Curiosa época donde ambos términos nunca van unidos. Hoy se piensa solamente desde el segundo siguiendo el algoritmo de la comodidad mientras que el primero se usa solo para hamacarse entre sus peores facetas: de la indignación al cinismo.

Fuente: telam

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