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14/12/2025

Silvina Ocampo: esa hermana menor que rodeada de lo más prestigioso de la literatura del siglo XX escogió la libertad de las sombras

Fuente: telam

Era la más pequeña de las seis Ocampo. Creció entre lujos, idiomas y servidumbre. Fue hermana de Victoria, amiga de Borges, esposa de Bioy Casares. Y en esa vida de la cultura culta compartida con apellidos de prestigio, desde los segundos planos, se convirtió en una escritora fundamental. Su muerte, el 14 de diciembre de 1993, no la detuvo: hubo obras póstumas y un gran reconocimiento que ella no llegó a ver

>“Entré por el portón del jardín silencioso.

Pensé: ‘Antes que amanezca

Me esconderé en la sombra de este antiguo follaje

la llave del secreto que hace mi desventura’”.

***

Dónde.

Antes de que el Alzheimer desgastara las huellas de la menor de las Ocampo. Las enredara y las transformara en un eco entrecortado de ella misma. Antes de que pusiera su propio punto final, el 14 de diciembre de 1993, hubo 90 años de una Ocampo tan huidiza, exquisita, inclasificable.

“¡Cómo será mi sombra!

¿Qué es lo que soy?

uno de los cipreses,

Tal vez soy”.

Su nombre era Silvina Inocencia María Ocampo. Nació el 28 de julio de 1903, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Era la sexta hija, sería la última, de una de las familias más tradicionales y aristocráticas de la Argentina. Los Ocampo exhibían un apellido ilustre, al que honraban generación tras generación.

​Había más. Más familia, más parientes en las ramas que se bifurcaban y se distanciaban del centro de ese árbol opulento y lustroso que la rodeaba. Familiares con dobles apellidos que presumían títulos de “conquistador”, “director Supremo”, “caudillo”, en países en plena metamorfosis, procesos independentistas, nacimiento y revolución.

***

o el eco de las voces en el fondo de un pozo

Todo lo he recibido:

que se transforma en cualquier cosa,

en edificio, en pez, en piedra, en rosa.

como algunas personas cuando están entre gente.

Soy la mujer que más he detestado

con los decretos de un destino incierto”.

En la infancia de Silvina hubo muchas hermanas, hubo educación trilingüe —las Ocampo aprendieron a leer en inglés y en francés antes que en castellano—, hubo gran casa en la ciudad, mansión de veraneo en Beccar, campos en Pergamino, una estancia en Córdoba. Hubo electricidad y agua corriente. Hubo viajes a París. Hubo un ejército de empleados y sirvientes. En la infancia de Silvina hubo una profunda soledad.

Ellas tenían once y seis, pero la historia no es de amor. O tal vez sí. Un amor que se desgarra con la ausencia. La diabetes infantil arrasó el organismo de Clara. El dolor, el espíritu de Silvina.

La muerte de su hermana la lanzó hacia adentro de sí misma. A buscar la compañía de lo doméstico, lo bello de lo pequeño y cotidiano. A los cuartos de servicio donde pasaba horas participando de los quehaceres por puro placer.

La académica y autora estadounidense Patricia Nisbet Klingenberg, coincide: “[Silvina Ocampo]​ vivió una existencia solitaria, aliviada principalmente por la compañía de varios trabajadores domésticos (...). Este, entonces, es el lugar de donde surgen sus obras, de la memoria y la identificación con aquellos identificados como otros >***

en una forma, a veces horrorosa,

mi corazón entero arde en tu llama.

que el aire forma tu perfil de diosa

que nadie existirá si no te llama”.

Antes de escribir, Silvina pintó.

Probablemente, que su hermana mayor fundara la revista Sur, en 1931, y que publicara en ella a los escritores, filósofos e intelectuales más destacados de sus días —que serían los más destacados del siglo XX—, con los que tejió prestigiosas redes, influiría en ese cambio de rumbo. O quizás los versos, los cuentos y novelas siempre habían estado ahí, latiendo en ella.

Victoria era quien marcaba el pulso y exhibía su poder en los círculos intelectuales del siglo XX. Silvina, escogió —o quizás fue un modo de alejarse de los reflectores sobre la cabeza de su hermana— los segundos, terceros planos. O salirse del lente. El perfil bajo. La distancia y la introspección. Aquel lugar donde no alumbraba la luz.

“El más común de los lugares comunes sobre Silvina Ocampo es considerar que quedó a la sombra, oscurecida, empequeñecida por su hermana Victoria, su marido el escritor Adolfo Bioy Casares y el mejor amigo de su marido, Jorge Luis Borges. Que la opacaron. Pero es posible que la posición de Silvina haya sido más compleja. Quienes la admiran fervorosamente decretan que sin duda fue ella quien eligió ese segundo plano. Dicen que desde allí podía controlar mejor aquello que deseaba controlar. Que nunca le interesó la vida pública sino, más bien, tener una vida privada libre y lo menos escrutada posible. Que, en definitiva, ella inventó su misterio para no tener que dar explicaciones”, detalla Enriquez en La hermana menor.

En esos años —las biografías dicen que fue en 1932— comenzó su relación con Adolfo Bioy Casares, también hijo de la clase acomodada argentina, once años menor que ella. Al que por sobre los campos y riqueza que podría heredar de su familia le interesaba la literatura. Y las mujeres.

En Ricón Viejo pasaron cosas. Que los atravesarían. Que los acercarían a quienes ambos querían ser.

Cuando en 1940 Silvina y Bioy decidieron casarse, el autor de El Aleph fue uno de los testigos.

Desde el viaje de bodas alejado de lo tradicional, en el que planeaban recorrer el país en una casa rodante con amigos, que fracasó a pocos kilómetros de Buenos Aires —solo llegaron a visitar Rosario y Córdoba—, la relación se volvió compleja. Dejaron el campo y se mudaron a la ciudad de Buenos Aires, donde comenzaron otra larga etapa que incluyó colaboraciones —el trío Ocampo, Bioy y Borges escribió la Antología de la literatura fantástica (1940), la Antología poética argentina (1940) y, en 1946, el matrimonio publicó la novela policial Los que aman odian—; múltiples infidelidades de Bioy —entre las que destacan una con la escritora mexicana Elena Garro, quien era esposa de Octavio Paz—; presuntos romances de Silvina con otras mujeres —entre los que se menciona la profunda relación que sostuvo con la poeta Alejandra Pizarnik, con quien intercambiaba cartas y dedicatorias.

“Silvine, mi vida (en el sentido literal) —sigue— le escribí a Adolfito para que nuestra amistad no se duerma. Me atreví a rogarle que te bese (poco: 5 o 6 veces) de mi parte y creo que se dio cuenta de que te amo SIN FONDO. A él lo amo pero es distinto, vos sabés ¿no? Además lo admiro y es tan dulce y aristocrático y simple. Pero no es vos, mon cher amour. Te dejo: me muero de fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas en voz viva. Sylvette mon amour, pronto te escribiré.

Te beso como yo sé (...)”.

Pero quizás el hito mayor de esa vida en común entre Silvina y Bioy fue la adopción de su hija, Marta.

“De vuelta de un viaje a Europa, en 1954, los Bioy se mudaron al departamento en el que vivieron hasta la muerte, durante 45 años, en la calle Posadas 1650, también en Recoleta (...) Y, cuando se mudaron, ya no estaban solos. (...) durante ese viaje, habían adoptado a Marta, la única hija de los Bioy. No fue una adopción común. Silvina no podía tener hijos. No está claro si los deseaba, pero aparentemente Bioy quería ser padre. Por entonces, una de sus amantes, llamada María Teresa, aceptó ser la mamá de su hija y entregarla en adopción. La niña nació en Estados Unidos, pero los trámites de adopción se hicieron en Francia. Allá fueron a buscarla los Bioy (...)”. “En septiembre de 1954, Silvina le escribe a su hermana Angélica, desde Francia: ‘No encontramos niñera... Hace un siglo que no lavo mi ropa y muchos días que no me baño porque no hay tiempo —y hay un solo baño—. Estoy horrible y temo que mi organismo se haya acostumbrado. Tengo el pelo color ratón y áspero, la cara medio colorada, las manos paspadas, todo perfeccionado por mi fealdad habitual. El apuro en que vivo me enloquece. No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie. Es horrible’”.

***

donde de noche apoyas tus orejas

de tu sueño: dormida o desvelada

alguien que no trató de ser amada.

poder a veces ser lo que soy, nada”.

Desde el lugar que escogió por placer o por oposición al de su hermana mayor, con la que mantenía una relación distante, desde esos márgenes, vuelta sobre sí misma, Silvina escribió. Tomó su interior, sus pensamientos, su misterio, su oscuridad y sus enigmas y los transformó en poesía, en cuentos, en narrativa. En ficción, en ensayos. En antologías. Ofreciendo una vasta obra que sería reconocida como fundamental en la literatura argentina años después de su muerte. Aunque en su vida obtuvo algunos aplausos, algunos premios, como el Nacional de Poesía, en 1962, y el Municipal de Literatura, en 1954.

Quizás porque era inevitable compararla con su hermana, medirla con la misma vara que a su amigo o exigirle el mismo tipo de obras que a su marido. Quizás por esa odiosa costumbre de poner a competir, de funcionar siempre de manera maniquea escogiendo entre dos opciones, es que a lo largo de la mayor parte de su carrera la crítica argentina no le dio los laureles que póstumamente querría darle. Tuvo que posarse la sombra de la guadaña. La sombra en la que tantas veces se había reconfortado para ser ella. Una en la que poco a poco el Alzheimer comenzaba a perderla mientras, huidiza también de la enfermedad, seguía escribiendo, para que se pusiera atención en sus cuentos, en sus poemas, en los que se empezó a reconocer su talento entrada la década de 1980.

***

de los baños de mar, de las alturas,

Fuente: telam

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