Domingo 16 de Noviembre de 2025

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16/11/2025

Cuando Eva volvió: la repatriación de su cuerpo luego de años de profanación y ocultamiento en una tumba que siempre tuvo flores

Fuente: telam

El 22 de noviembre de 1955 el cadáver de “la abanderada de los humildes”, que se alojaba en el edificio de la CGT, fue secuestrado por un comando de la dictadura autodenominada “Revolución Libertadora”. Desde ese día, el cuerpo embalsamado inició un viaje truculento en el que fue dañado, vejado y enterrado con otra identidad. Un viaje que terminaría con su salida de Madrid, el 16 de noviembre de 1974, con la llegada a su tierra, horas después

>—La flaca se va. Se va a descansar.

—El cadáver de Eva Perón es absoluta y definitivamente incorruptible.

Quizás la aparición misteriosa, casi sobrenatural, de velas y flores “no me olvides”—se dice que eran de la planta Myosotis— en cada trayecto clandestino que hacía el cadáver después de robado, desconcertando y sumiendo a sus captores bajo un manto de paranoia y terror, sean la mejor síntesis de su esencia, la de Eva. Como si les advirtiera a sus vejadores que aún sin vida vencería. Que aún sin vida, ella era Eva Perón. Y tenía su propio séquito de descamisados cuidándola en cualquier plano. Que no le perdía el rastro. Que no soltaría su mano. Como ella no lo hizo.

La acompañaba su marido, sus hermanos: Elisa, Blanca, Erminda y Juan. También estaba el cirujano Ricardo Finochietto y el cardiólogo Alberto Taquini. Uno le sostenía la mandíbula, el otro le tomaba el pulso. Eran las 20:23 del 26 de julio de 1952 cuando supieron que Eva Perón había muerto. Y ahora era inmortal.

Eva, su cuerpo, estuvo listo al amanecer del 27. Cuando Ara se hizo a un lado, el peluquero Jorge Alcaraz, que llevaba 13 años encargándose de su pelo y le había prometido que lo haría después de muerta, la tiñó, le cortó, la peinó con su rodete que era símbolo y se guardó un mechón. La vistieron. La pusieron en un ataúd de cedro con un cristal que permitía ver su rostro, y la trasladaron al primer piso del Ministerio de Trabajo y Previsión, el mismo sitio donde ella recibía a quienes acudían en su ayuda. La velaron ahí hasta el 9 de agosto, cuando el adiós continuó por dos días más en el Congreso.

El Gobierno había anunciado dos días de suspensión de actividades, treinta de luto oficial. Ante la profusión de la masas que desbordaban calles y veredas, decretó que el velorio se extendería hasta el 11 de agosto: “hasta que el último ciudadano pueda ver los restos de la compañera Evita”.

El 11 de agosto el cuerpo de Eva fue conducido del Congreso a la CGT, donde se quedaría mientras se construía su mausoleo y mientras Ara continuaba trabajando para que durara toda la eternidad. Pero esto es Argentina. Planear toda la eternidad resultaba algo ambicioso.

Este totalitarismo emitió el Decreto 4161/56, con el que proscribió al partido justicialista volviéndolo ilegal: quedaba prohibido utilizar palabras como “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, el nombre de Perón, los símbolos o expresar en público simpatía o identificación con su ideología. Había castigos, sanciones severas y penas de prisión, para quienes infringieran esta norma con fuerza de ley. Así se inició un proceso de “desperonización” de la sociedad que duraría casi dos décadas.

—Eso había que destruirlo so pena de muerte, te fusilaban si no. Nosotros no dejamos que mi viejo lo rompiera. Él tenía una quinta en Rafael Calzada, en la zona sur (en aquella época era Villa Calzada). Hicimos un pozo. Mis abuelas y mi vieja habían sido dueñas del [café] Tortoni, entonces teníamos un montón de manteles y canastas, lo metimos todo ahí y lo enterramos durante treinta y pico de años. Para preservar lo histórico. Así se rescató la maqueta, que estaba en pedazos, y ahora está toda armadita de vuelta, y la máscara, intacta —contaba.

Mientras los artífices del golpe del 55 concentraban esfuerzos en borrar las huellas del peronismo bajo amenaza, los afiliados y seguidores de este partido que ya era un culto enterraban y escondían sus insignias y amores por sus líderes. Debajo de la superficie y entre las sombras comenzaba a crecer, como una enredadera imparable, la resistencia peronista.

“Mi problema no son los obreros. Mi problema es ‘eso’ que está en el segundo piso de la CGT”, cuenta en un artículo Felipe Pigna que se le escuchaba decir al subsecretario de Trabajo del gobierno golpista.

Finalmente, los líderes del régimen dictatorial ordenaron secuestrarla para darle “cristiana sepultura”: un entierro clandestino.

“Pero el ‘rey de la ciénaga’ [N. de la R: eso significa el apellido Moori Koenig] no era solo el jefe de aquel servicio de inteligencia” —sigue el historiador— “era un fanático antiperonista que sentía un particular odio por Evita. Ese odio se fue convirtiendo en una necrófila obsesión que lo llevó a desobedecer al propio presidente Aramburu y a someter el cuerpo a insólitos paseos por la ciudad de Buenos Aires en una furgoneta de florería. Intentó depositarlo en una unidad de la Marina y finalmente lo dejó en el altillo de la casa de su compañero y confidente, el mayor Arandía. A pesar del hermetismo de la operación, la resistencia peronista parecía seguir la pista del cadáver y por donde pasaba, a las pocas horas aparecían velas y flores” —este hecho, que sucedió alguna vez, es acentuado en la serie dando a entender que los descamisados no abandonarían a su abanderada, por más proscripción, clandestinidad y amenazas que pendieran sobre ellos.

Pigna cuenta que Moori Koenig quiso llevar el cuerpo a su casa, pero su esposa opuso un “no” rotundo. También que su atracción y manía por el cadáver transgredieron todos los límites.

Moori Koenig tuvo a Evita de pie, dentro de una caja de madera, en su despacho del SIE como quien tiene una cabeza de alce embalsamado en la pared. La tocaba, la vejaba y la mostraba a sus amigos como un cazador muestra una gran presa alcanzada tras una ardua persecución. Hasta que la presumió con María Luisa Bemberg —quien se convertiría en una gran cineasta— que horrorizada huyó a contarle lo que había visto a un amigo de su familia, el jefe de la Casa Militar y capitán de navío Francisco Manrique. Cuando esto llegó a oídos de Aramburu, Moori Koenig fue relevado de inmediato y trasladado a Comodoro Rivadavia. Su cargo fue ocupado por Héctor Cabanillas, quien propuso sacar al cuerpo del país. Así se empezó a organizar el “Operativo Traslado”.

Así se hizo: por medio de un operativo secreto coordinado entre la Iglesia y los dictadores, el cadáver fue sacado del país y enterrado en el Cementerio Mayor de Milán con un nombre falso. “María Maggi de Magistris” decía la tumba a la que Giuseppina Airoldi, conocida como la “Tía Pina” —una integrante de la orden de San Pablo a la que también pertenecía el capellán Francisco Rotger, amigo de Lanusse y cómplice del operativo— llevó flores durante los 14 años que el cuerpo estuvo allí.

El tiempo transcurrió. Hasta que en 1970, cuando en el país regía otra dictadura cívico-militar —autodenominada “Revolución Argentina”—, que había derrocado al presidente constitucional Arturo Illia mediante otro golpe de Estado en 1966, un grupo de jóvenes peronistas de extrema izquierda, nucleados en una organización guerrillera, secuestró a Pedro Aramburu y con ese acto se presentó en sociedad: formaban la agrupación política de lucha armada Montoneros. Y exigían el cuerpo de Evita de regreso. Sometieron al exdictador a un “juicio revolucionario” en el cual lo encontraron culpable de diversos crímenes, como la proscripción del peronismo, el secuestro del cadáver de la líder de los descamisados y los fusilamientos de José León Suárez. Y lo condenaron a muerte.

Así, la agrupación dio a conocer, mediante su “Comunicado Número 3”, el 31 de mayo de 1970, que el dictador se había adjudicado la responsabilidad “de la profanación del lugar donde descansaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos para quitarle al pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada”.

El secuestro y asesinato del exdictador generaron la caída de Onganía, al mando de una dictadura que, a diferencia de las anteriores, pretendía establecerse en el poder como un nuevo régimen permanente. En su lugar fue designado el general Roberto Marcelo Levingston, quien alteró esos objetivos y trató de volver a acercarse a los partidos políticos: proponía una salida electoral controlada por los militares, que el pueblo rechazó.

Con ese clima reinante Lanusse, que sabía perfectamente dónde estaba enterrada Eva, mandó a devolver el cuerpo a Perón. Cabanillas llevó a cabo el “Operativo Devolución”. Viajó a Italia, se presentó en el cementerio como Carlos Maggi, supuesto hermano de María Maggi y, el 1 de septiembre de 1971, exhumó el cuerpo de la abanderada de los humildes. Que viajó a Madrid y fue entregado a su viudo, en Puerta de Hierro, dos días después.

Había llamado a Pedro Ara para que revisara el cadáver. “La cabellera aparecía mojada y sucia. Las horquillas, herrumbradas, se quebraban entre nuestros dedos. Isabel comenzó a deshacer las trenzas de Eva para ventilar y secar sus cabellos y limpiarlos de herrumbre y tierra…”, escribió el médico en su diario.

Cuando Perón volvió al país, después de 17 años de destierro, el 17 de noviembre de 1972, no trajo a Eva. Tampoco cuando regresó de manera definitiva, en 1973.

María Estela Martínez de Perón puso a López Rega a cargo del “Operativo retorno”.

Eva volvió.

Mientras, en Palermo, dentro de una camioneta estacionada, aparecía el ataúd con el cuerpo de Aramburu, concretándose lo prometido por Montoneros. Un hecho que se difuminó en una ciudad bañada de lágrimas, bañada de arengas. Porque una vez más, como en el día de su despedida, un pueblo, que era marea humana, que era una horda sumida en gratitud, se reunió para darle la bienvenida, para volver a decirle adiós.

Fuente: telam

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