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24/10/2025

“Fui tan fiel a los demás, que me traicioné a mí misma”

Fuente: telam

Hoy, a los sesenta años, miro la vida que tuve, y veo que siempre me esforcé por cumplir. Y a fuerza de cumplir con todos —con mi madre, con mi marido, con mis hijas—, no pude cumplir conmigo misma. Casi diría que me abandoné

>Veinticinco años resistiendo. Mejor dicho, resistiéndome. Sin ceder un milímetro, como si de ese modo fuera a cambiar la realidad.

En un viaje tuve un amor intenso, pero mi anhelo de ser libre pudo más y lo dejé. Tiempo después conseguí un buen trabajo en Chile y decidí quedarme un semestre. Allí conocí a Agustín, un compañero de trabajo. Era un tipo serio, sano, que no me deslumbró pero me atrajo. Irradiaba confianza. Mientras, la presión de mi madre no hacía más que crecer. Vino a visitarme a Chile unos días y quedó encantada con él. Seguramente lo veía como la herramienta adecuada para cumplir su objetivo.

Por otra parte, ¿podemos saber lo que queremos a los veinticinco años? Y aunque lo supiéramos, ¿tenemos idea de cuán larga y cambiante será la vida?

Nos casamos en Brasil y un año después surgió una gran oportunidad para Agustín en Santiago. Cumpliendo con lo que yo consideraba que era ser buena esposa, renuncié a mi trabajo en San Pablo y nos mudamos de vuelta a Chile. ¿Fue el error de mi vida?

La presión de mi familia no cedió después de la boda y la mía tampoco. Seguí adelante sin hacerme demasiadas preguntas, asumiendo que mis ganas de recorrer el mundo y ser libre eran más una fantasía que una posibilidad, y avanzamos en el siguiente objetivo de casi todas las parejas: tener un hijo. Tuvimos una beba hermosa y sin que yo fuera consciente, mi vida había dado un giro irreversible.

Cuando pude empezar a entender qué era todo eso que sentía, llevaba cinco años casada, sin trabajar, viviendo en un país que no era el mío y con dos hijas. Entonces me di cuenta de que no quería quedarme en Chile. La gente ahí es muy rigurosa, sufrida, estructurada. Casi diría que son lo opuesto de Brasil, donde en general somos alegres, descontracturados, conversadores. Para un chileno las doce son las doce; para un brasilero, son las doce y cuarto.

¿Qué podía hacer? Mi marido estaba feliz por vivir en su país, tener dos hijas adorables, una mujer brasilera y un buen trabajo. Yo, en cambio, me sentía atrapada en un matrimonio correcto y un país que no era ni se parecía al mío.

Llevo treinta años de casada con mi marido, viviendo en un lugar que no es el mío ni lo será nunca, y hace veinticinco sé que acá nunca voy a ser feliz. Siento que mi vida es una telaraña inmensa. A medida que pasa el tiempo estoy cada vez más enredada y atrapada en ella.

Meses atrás, al escuchar mi portuñol dificultoso, el ejecutivo de un banco me preguntó hacía cuánto que vivía en Chile. Claramente daba por sentado que era algo reciente. Cuando le contesté que llevaba treinta años en el país, levantó la vista del teclado y me miró desconcertado.

En el fondo de mi corazón, sé que nunca quise hablar bien castellano. Siempre anhelé volver a Brasil pero nunca hice nada por conseguirlo, y así, casi sin darme cuenta, se me fue la vida. Sin volver allá y sin estar realmente acá. Resistiéndome a quedarme y resistiéndome a irme. Treinta años viviendo en un “no lugar”.

—¿Y por qué no vuelve a su país? —me preguntó un día un médico después de escuchar mis lamentos.

—¿Y hasta cuándo piensa seguir hablando así?

Esa pregunta no tiene respuesta. Mi portuñol es un monumento al absurdo, pero tiene un sentido: me protege de sentirme chilena. O mejor dicho, de traicionar mis raíces, de renunciar a mi esencia. Mi lengua es el último bastión de mi resistencia.

Hoy, a los sesenta años, miro la vida que tuve, y veo que siempre me esforcé por cumplir. Y a fuerza de cumplir con todos —con mi madre, con mi marido, con mis hijas—, no pude cumplir conmigo misma. Fui tan fiel con los demás que me traicioné totalmente a mí misma. Casi diría que me abandoné. Y estoy enojada con todo, excepto con mis hijas. ¿O voy a culparlas también a ellas?

Sé que es más fácil responsabilizar a los otros que hacerme cargo de las decisiones que tomé, y sobre todo de las que no tomé. De tantas omisiones. ¿Podría haber elegido otra cosa? En teoría, sí. Pero si soy sincera, creo que en cada momento decidí lo mejor que pude con la historia y los condicionantes que tenía.

No sé cómo seguir, pero sé que para abrirme a lo que puede ofrecerme la vida, el primer paso es soltar esta resistencia impresionante que tengo y que durante veinticinco años alimenté con terquedad.

¿Podré dejar de resistirme a la realidad y aceptar la vida que tengo? ¿Podré empezar a vivir en paz o decidirme a cambiar lo que hace rato no funciona?

***

*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”.

Fuente: telam

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