24/10/2025
El recuerdo de Fernando, el perro que encontró nombre y refugio en Nochebuena, fue amado por una ciudad entera y hoy es leyenda
Fuente: telam
El mestizo blanco conquistó los corazones de los habitantes de Resistencia. No era de nadie y era de todos al mismo tiempo. Su rutina digna de un personaje urbano y la fama de su “oído musical”. Tuvo funerales con honores y le dedicaron dos monumentos en la ciudad
>Una extraña tormenta empañaba las celebraciones de la Nochebuena de 1951 en Resistencia, Chaco. La gente que se preparaba para festejar la Navidad con mesas en las veredas, en los patios y hasta en las calles, se apuró para poner todo bajo resguardo. Y entre las piernas mojadas, un perro de pelaje blanco y lanudo apareció. Nadie supo muy bien de dónde, pero él también buscaba refugio.
Esa fue la primera de más de una docena de navidades. Fernando, como llamaron al perro, se convirtió en una celebridad y era muy querido por toda una ciudad que lo adoptó como propio. Andaba feliz por bares, peñas, actos públicos, conciertos y reuniones políticas. Su historia dio vueltas al mundo cuando poco espacio tenían los diarios para los perros. Murió atropellado en mayo de 1963. Fue enterrado en el museo y en su honor se levantaron monumentos.
“Aunque fue de todos, nunca tuvo dueño”, dice Callejero, la conmovedora canción de Alberto Cortez que, aunque no fue escrita para él, bien le calza la letra a Fernando, como a tantos otros perros que andan por las calles en busca de refugio y una mano amiga. Y es que él comenzó su historia siendo simplemente un perro que vagabundeaba las calles. Aparecía en bares y cafés del centro, se dejaba ver en conciertos y exposiciones, se sentaba junto a músicos en tertulias culturales y, sin pedir nada, se ganaba la simpatía de todos.Aquella Nochebuena, entró al bar “Los Bancos” de Resistencia durante la tormenta, justo cuando el cantante Fernando Ortiz cantaba boleros. “Un mozo se me acercó y preguntó si el perro molestaba; le dije que no y seguí cantando”, recordaría años más tarde el artista santafesino, cuyo verdadero nombre era Luis Fernando Ortega. Al finalizar el show, Ortiz caminó hacia el Hotel Colón sin saber que el perro lo había seguido. A la mañana siguiente, lo encontró durmiendo debajo de su cama. “Lo bañé, le di de comer y nos hicimos muy amigos”, recordaba. Lo adoptó, le cedió su nombre y lo convirtió en su compañero habitual de conciertos, donde, aseguraba, había aprendido “hasta el buen gusto musical”.Cuando Fernando (el perro) apareció, Resistencia atravesaba una etapa de efervescencia artística y política. Las actividades culturales se multiplicaban en cafés, bares y espacios como El Fogón de los Arrieros, lugar emblemático donde músicos, escritores e intelectuales compartían noches de música, arte y debate. Y Fernando estaba siempre allí. No como la mascota de alguien, sino como un asistente más, que se movía con naturalidad entre todos. De andar curioso e inteligencia notable, se destacó por su personalidad singular y su astucia: sabía cruzar calles, elegir mesas y hasta reconocía errores musicales. Tal vez herencia de Ortiz o producto de tantas veladas junto a guitarras y pianos, lo cierto es que desarrolló un asombroso oído musical.
Su rutina diaria era digna de un personaje urbano entrañable. Dormía en la recepción del Hotel Colón, desayunaba café con leche y medialunas en el despacho del gerente del Banco Nación (aunque a veces prefería el Bar Sorocabana), visitaba la peluquería junto al Bar Japonés, y almorzaba en El Madrileño, donde tenía su mesa preferida. Por las tardes, descansaba bajo los árboles de la Plaza San Martín, huyendo del calor chaqueño. A veces dormía la siesta en la casa del doctor Reggiardo y por la noche cenaba en el Bar La Estrella.El humorista Luis Landriscina, que lo conoció bien, lo describió con afecto y admiración: “Fernando era un perro que era de todos y de nadie, pero fundamentalmente de todos. Todos lo cuidaban, pero él se cuidaba solo. Tenía destellos de inteligencia sobresalientes. Iba solo a vacunarse, hacía la fila. Si alguien hablaba mal de él en una mesa del Sorocabana, nunca más volvía a acercarse a esa persona. Eso me lo contaron muchos que lo conocieron y lo quisieron”.
Pero si algo lo distinguía, además de su carácter, era su relación con la música. Se decía que Fernando tenía un oído tan fino que podía detectar un error mejor que muchos críticos. En los conciertos, se sentaba cerca del piano o de la orquesta y seguía cada nota con atención. Si el intérprete era bueno, meneaba la cola en señal de aprobación. Pero si alguien desafinaba, gruñía, aullaba o se marchaba molesto. Su juicio era temido y respetado.Fernando era un referente, una figura que, con su sola presencia, podía alterar el ambiente de un concierto o sellar la calidad de una interpretación.
El 28 de mayo de 1963, Resistencia amaneció con una tristeza difícil de describir. Fernando fue encontrado agonizando frente al Banco Español, luego de ser atropellado por un auto en pleno centro de la ciudad. Los vecinos lo llevaron al veterinario, pero estaba tan herido y golpeado, que no sobrevivió. Su muerte conmovió a todos. La noticia llegó, incluso, a los diarios de Buenos Aires como la BBC de Londres y el New York Times, que alguna vez habían dedicado notas a su historia extraordinaria.Dicen que fue el entierro más concurrido que tuvo la ciudad. Sobre su tumba, una placa lo recuerda con una frase que no deja de conmover: “A Fernando, un perrito blanco que, errando por las calles de la ciudad, despertó en infinidad de corazones un hermoso sentimiento”.
Aunque allí descansa su cuerpo desde hace 63 años, su figura no quedó encerrada en el mármol ni en la nostalgia. Fernando sigue siendo parte del alma de la ciudad: en la esquina de la Casa de Gobierno provincial hay una escultura de bronce realizada por el escultor y amigo Víctor Marchese. El otro monumento, más íntimo, se encuentra en su tumba, en calle Brown.
Fuente: telam
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