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17/10/2025

Gabriel Rolón y el día en que un paciente le dijo “Nunca te pasa nada” mientras él estaba roto por dentro

Fuente: telam

El psicoanalista argentino presenta su nuevo libro: “La soledad”. Aquí, el prólogo, en exclusiva

>Después de sus Historias de diván, después de hablarnos del amor, del duelo, de la pasión, el psicoanalista argentino Gabriel Rolón se mete con un tema difícil y necesario: la soledad. En este ensayo, que acaba de salir a la venta, se apoya en el psicoanálisis pero también en la filosofía y en el arte. Y así, el autor analiza el aislamiento, desafía las convicciones generalizadas sobre la compañía y el bienestar e invita a considerar la soledad como un tránsito necesario, más que como una condición de la que hay que huir.

En el el prólogo, que aquí presentamos en exclusiva, cuenta un episodio personal que conmueve: la muerte de su padre. Y, un poco, revela lo que siente un psicoanalista cuando lo tocan las palabras de un paciente.

“Solo…

Enrique Santos Discépolo

18.15 h

Julián está en el diván.

–No sé por qué te estoy contando esto. ¿Cómo vas a entenderme si a vos nunca te pasa nada?

No respondo.

En ese instante experimentaba la más inmensa soledad. Una soledad que no conocía. Cuando muere alguien indispensable no alcanza el amor de los que quedan.

Mi padre no tenía derecho a morirse. En todo caso, era muy pronto para que ejerciera ese derecho. Tenía que quedarse. No debía darse por vencido. Era mi sostén, mi orgullo. Y yo lo necesitaba fuerte. Tanto, que no fui capaz de ver su debilidad ni sus temores. Me olvidé de su infancia solitaria en el orfanato. De sus noches desoladas sin hablar. De sus llantos tapados por el humo de los cigarrillos. De sus infartos. >El 27 de octubre de 1998, a las 10 de la mañana, tuve sesión con mi analista. Lloré mucho. Con un hilo de voz le dije: “Mi padre se muere hoy. No puede hablar, no me escucha, no se ríe… no está más. Y no puedo creer que ya no esté”.

No imaginaba la vida sin él.

Qué largo sin vos será el camino.

Yo tenía 37 años. ¿Cómo iba a hacer para vivir los años que quedaran sin él? No soportaba la soledad desprotegida de quien pierde su referente, la persona que puede ponernos una mano en el hombro, que nos frena, que nos estimula, que nos reprende, que nos abraza. Que nos ama a pesar de todo.

El médico dijo que ya no quedaba más por hacer.

Estaba equivocado. Había mucho por delante: una batalla dolorosa antes de ponerme de pie luego de una pérdida tan grande. El duelo apenas se dejaba intuir.

Cuando los muertos queridos nos abandonan parece que no le importamos a nadie.

Y aparecieron algunas imágenes.

–No me molesta tener un hijo que fracasó mucho. Pero no me gustaría tener un hijo que renuncie a sus sueños por temor al fracaso.

Lo vi cuidar a mi madre y a mi hermana. También lo vi envejecer antes de tiempo y enfermarse.

Imagínese entonces al que está en trance de morir como capturado en una trampa, rodeado por cientos de paredes crepitantes de calor, en el mismo momento en que toda una población, al teléfono o en los cafés, habla de letras de cambio, de conocimientos, de descuentos.

Y ahora lo veía ahí. En el silencio eterno. En esa soledad sin lugar para el amor y las palabras.

Y regresé a mi casa con una sensación rara.

Y como si algo en mi mente hubiera entendido que necesitaba alivio, apareció la música y me trajo otros versos, ahora de Alfredo Lepera:

el carnaval del mundo gozaba y se reía,

Aquel día aprendí que el destino siempre se burla.

Y me sentí solo.

El velorio duró toda la noche. Intenté contener la angustia de mi familia. Recién cuando todos se fueron me permití el dolor. Un dolor intenso, necesario para la despedida. Lloré junto al cajón. Vi en la cara de mi padre muerto que ya no había registro de mí. Y supe que estaba frente a la más hiriente de las soledades. El momento en que el otro del amor ya no nos reconoce. Ya no nos ama.

Sentí que no quería estar cuando cerraran el ataúd, que no iba a tolerar el instante en que me quedara para siempre solo de él.

Y entendí a Bécquer:

En algún momento todos pensamos acerca de la muerte, y tal vez la soledad sea la profecía que tanto angustia.

…a los muertos ya nadie los abraza.

Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, si no es esa otra caída en lo desconocido que es el morir. La vivencia de la muerte se transforma pronto en conciencia del morir. Los niños y los hombres primitivos no creen en la muerte; mejor dicho, no saben que la muerte existe, aunque ella trabaje secretamente en su interior. Su descubrimiento nunca es tardío para el hombre civilizado, pues todo nos avisa y previene que hemos de morir. Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la muerte. Más que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal.

Octavio Paz lo intuyó:

El miedo a la muerte es, antes que nada, miedo a la soledad.

Aquel día de octubre mi padre regresó a esa inexistencia en que ya nadie volvería a abrazarlo. Estaba solo para siempre.

Para evitar el vacío me negué a suspender el consultorio. O simplemente, negué. Y a la hora exacta en que cremaban a mi padre, atendía al primero de mis pacientes.

Me habitan todas las soledades. La soledad del analista, la del escritor, la del enamorado, la del hablante, la de quien sabe que va a morir. Estoy tan solo como cada uno de los humanos de este mundo. Tan solo como ustedes. En una soledad que aterra. Que a veces es refugio y a veces exilio.

Y aquí estamos. Otra vez.

Fuente: telam

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