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07/10/2025

El día que el rosario “detuvo” la invasión otomana y la batalla que transformó la devoción católica en un símbolo universal

Fuente: telam

El 7 de octubre de 1571 ocurrieron una serie de eventos que desencadenaron en una devoción para los católicos y un cambio para occidente. Las circunstancias de la Batalla de Lepanto, el poder de la oración, la estrategia papal y el coraje de los marineros se entrelazan en una epopeya única

>El sol se hunde en el horizonte del Mediterráneo con un extraño color rojizo, como un presagio de sangre. En el Golfo de Patras, en el oeste de Grecia cerca de Lepanto, una flota cristiana –la Liga Santa, forjada por el papa Pío V– se enfrenta a la armada otomana, un leviatán de galeras turcas que amenaza con engullir Europa en las fauces del islam expansivo. Los cañones retumban, las flechas silban, y entre el humo y los gritos, marineros venecianos y españoles, genoveses y malteses, aferran en sus manos no solo sables, sino coronas de cuentas: rosarios.

Pasaron 454 años de aquel 7 de octubre de 1571. Y no es casualidad. El rosario, esa devoción mariana tejida con hilos de fe y combate espiritual, se erige como protagonista de esta epopeya. Pero su historia es un tapiz milenario, urdido por monjes, papas y santos, que trasciende el catolicismo para encontrarse con ecos en el komboskini ortodoxo, el mala budista y el tasbih islámico. En un mundo de divisiones, el rosario nos recuerda que la oración une lo invisible, detiene invasiones y teje paz en el alma. El origen de esta corona de rosas –“rosarium”, en latín, jardín de flores espirituales, no surge de la nada, como un decreto papal, sino de las profundidades del monacato primitivo, cuando el desierto egipcio era el laboratorio de la fe. En el siglo IV, los padres del desierto, como San Pacomio, luchaban por recitar los 150 salmos de David sin distraerse. Los iletrados, en cambio, sustituían cada salmo por un “Padre Nuestro”, contando las oraciones con guijarros o nudos en una cuerda. Era el proto-rosario: una herramienta humilde para la mente errante, un antídoto contra el tedio y el demonio.

Cada decena –diez “Aves”– medita un episodio de la vida de Cristo y María: la Anunciación, la Crucifixión, la Coronación. Domingo lo difunde como antídoto al racionalismo herético, y sus frailes, con hábitos blancos y escapularios negros, lo llevan a conventos, castillos y aldeas. Para 1410, el cartujo Domingo de Prusia añade los misterios meditativos, dividiendo el rosario en quince decenas. En 1569, Pío V, lo oficializa con la bula “Consueverunt Romani Pontifices”, fijando los quince misterios tradicionales. Juan Pablo II, en 2002, agregará los luminosos, elevándolo a veinte, pero el núcleo permanece: un ciclo de 53 “Aves”, cinco “Glorias” y credos que recorren el Evangelio como un río de gracia. Los dominicos, esos “perros de Dios” –así los llamó Domingo, por su apellido Guzmán, eco de “domini canes”–, son los guardianes eternos del Rosario.

En tiempos de secularismo, los dominicos lo defienden como “evangelio en miniatura”, un catecismo en cuentas que vence el ateísmo moderno como venció el albigense medieval. Pero el Rosario trasciende conventos y púlpitos; se forja en el fragor de la historia, como en Lepanto, donde se convierte en estandarte de salvación. Europa, en el siglo XVI, tiembla bajo la media luna otomana. Desde la caída de Constantinopla en 1453, el sultán Solimán el Magnífico y su sucesor Selim II sueñan con galeras que naveguen el Danubio hasta Viena y el Tíber hasta Roma. Los turcos, dueños del Mediterráneo oriental, esclavizan cristianos en Argel y Túnez, y su flota de 300 naves amenaza Italia y España. “Si caemos en Lepanto, caemos en Roma”, advierte el cardenal Granvelle. Pío V, elegido en 1566, ve el peligro como apocalipsis: el islam no es solo enemigo militar, sino espiritual, promotor del califato que niega la Trinidad. Dominico reformador –el papa de la Contrarreforma, autor del Catecismo Tridentino–, convoca la Liga Santa en 1570: Venecia, España, el Papado y órdenes menores como los caballeros de Malta. “Rogad el rosario por la victoria”, decreta en bulas y cartas. Confraternidades marianas, impulsadas por dominicos, multiplican procesiones: en Roma, 12.000 fieles rezan de rodillas; en Madrid, Felipe II manda misas continuas. El 7 de octubre, Juan de Austria, bastardo del rey y almirante de 24 años, comanda 208 galeras cristianas contra 251 otomanas. Los turcos, superiores en número y fanatismo yihadista, prometen harénes y botín. Pero los cristianos llevan el crucifijo en proa y el rosario en puño. Cervantes, futuro autor del Quijote, pierde el uso de la mano izquierda en la refriega, pero gana inmortalidad: >Pero en rosario tiene primos. En el Oriente cristiano, el komboskini griego o chotki ruso –“cuerda de nudos”– es el hermano ascético del rosario. Su historia hunde raíces en el desierto egipcio del siglo IV, con San Pacomio, padre del monacato cenobítico, o San Antonio el Grande, que ataba nudos en cuero para contar oraciones contra distracciones demoníacas. “Ora sin cesar”, manda San Pablo (1 Tes 5,17); el komboskini hace posible lo imposible. En el Monte Athos, monjes hesicastas –buscadores de la quietud divina– lo usan para la “Oración de Jesús”: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. 100, 300 o 500 nudos de lana negra, con cuentas rojas como sangre de mártires, separados por un crucifijo de madera. El nudo, en forma de cruz entretejida, simboliza la Trinidad y ahuyenta tentaciones: “un nudo por cada herejía vencida”, dice la tradición.

En este mosaico de cuentas –católicas, ortodoxas, budistas, islámicas–, el rosario emerge no como monopolio, sino como variante en un coro universal. Del desierto egipcio al Golfo Pérsico, de los Himalayas al Bósforo, la humanidad teje nudos para lo eterno. Lepanto, con su victoria rosariana, nos advierte: la oración no divide; une contra la oscuridad. Pío V y Catalina de Cardona, en sus visiones, vieron más que galeras: un mundo donde María, o Alá, o el Vacío, vela por los suyos. Hoy, en un siglo de guerras híbridas y ciber herejías, el rosario –o su eco– nos llama a rezar. No por conquistas, sino por paz. Que las cuentas giren, y el mundo se salve de la inhumanidad generada por el propio ser humano.

Fuente: telam

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