Domingo 5 de Octubre de 2025

Hoy es Domingo 5 de Octubre de 2025 y son las 14:40 ULTIMOS TITULOS:

05/10/2025

Occidente está perdido

Fuente: telam

La pérdida se ha convertido en una condición omnipresente de la vida en Europa y América

>Desde la Ilustración en adelante, el progreso funcionó como el credo secular de Occidente. Durante siglos, nuestras sociedades se definieron por la convicción de que el futuro debía eclipsar al presente, al igual que el presente superaba al pasado. Esa fe optimista no era meramente cultural o institucional, sino que lo abarcaba todo: todo iba a mejorar. En esta forma de pensar, no había lugar para la pérdida.

La pérdida más dramática es la medioambiental. El aumento de las temperaturas, los fenómenos meteorológicos extremos, la desaparición de hábitats y la ruina de regiones enteras están erosionando las condiciones de vida tanto de los seres humanos como de los no humanos. Aún más amenazante que el daño actual es la anticipación de la devastación futura, lo que se ha denominado acertadamente “dolor climático”. Es más, las propias estrategias de mitigación prometen pérdidas: un alejamiento del estilo de vida orientado al consumo del siglo XX, que en su día se celebró como el sello distintivo del progreso moderno.

Europa, por su parte, se ha convertido en un continente envejecido. La evolución demográfica ha dado lugar a un aumento constante de la proporción de la población que alcanza la edad de jubilación, mientras que la proporción de cohortes más jóvenes sigue disminuyendo. Junto con la pérdida de la sensación de optimismo, la vejez enfrenta a una gran parte de la población —y a sus familias— a experiencias viscerales de pérdida. Algunas zonas rurales, que sufren un fuerte descenso de la población, se han convertido en reductos de personas mayores.

Y luego están los retrocesos de la geopolítica. La expectativa posterior a la Guerra Fría de que la democracia liberal y la globalización avanzarían sin obstáculos se ha derrumbado. La guerra de Rusia en Ucrania, la asertividad autoritaria de China y el retroceso de las instituciones multilaterales son señales de la erosión de un orden liberal que antes se consideraba irreversible. Se avecina una sensación de reversión histórica: en lugar de una democratización continua, un retorno de la rivalidad y la violencia. Esto también se experimenta como una pérdida, no de bienes materiales, sino de confianza y seguridad.

La pérdida, por supuesto, no es nueva en la modernidad. Sin embargo, no encaja bien con el espíritu moderno, que asume el dinamismo y la mejora. La religión secular moderna del progreso tiende a excomulgar los sentimientos de pérdida. La ciencia, la tecnología y el capitalismo presuponen una innovación y un crecimiento constantes; la política liberal promete un bienestar cada vez mayor; la vida de la clase media se basa en las expectativas de un aumento del nivel de vida y una mayor realización personal. El ideal de la sociedad moderna es la libertad frente a la pérdida. Esta negación es la mentira fundamental de la modernidad occidental.

En este contexto, el auge del populismo de derecha tiene sentido. La política populista, ya sea en Europa o en América, apela a los temores del declive y promete la restauración: “Recuperar el control” o “Hacer que América vuelva a ser grande”. El populismo canaliza la ira por lo que ha desaparecido, pero solo ofrece ilusiones de recuperación. La pregunta crucial entonces es: ¿cómo lidiar con la pérdida? ¿Existe una alternativa tanto a la política populista como a la creencia ingenua en el progreso?

Una respuesta es la política de la resiliencia. Esta estrategia parte de la premisa de que, si bien no se pueden evitar los acontecimientos negativos, es posible lograr una protección relativa. El objetivo es fortalecer las sociedades para que sean menos vulnerables: fortificar los sistemas de salud, garantizar la seguridad mundial, estabilizar los mercados inmobiliarios y defender las instituciones de la propia democracia liberal. Una política de resiliencia acepta las pérdidas, pero trata de proteger a las sociedades de al menos algunas de ellas.

Una tercera estrategia se refiere a la relación entre ganadores y perdedores en las sociedades occidentales. Si las pérdidas económicas y ecológicas se acumulan principalmente entre ciertos grupos —los pobres, los menos educados, los periféricos— mientras que otros permanecen aislados, surgen problemas profundos. La redistribución tanto de las ganancias como de las pérdidas se convierte, por una cuestión de justicia, en algo necesario. Esto es, al menos en cierta medida, una tarea política.

Aun así, la resiliencia, la redefinición y la redistribución no pueden abolir por completo las pérdidas. La modernidad industrial y la sociedad homogénea de clase media de los años cincuenta y sesenta han desaparecido para siempre. No hay vuelta al mundo anterior al cambio climático, ni al orden unipolar de dominio occidental de los años noventa.

Para la democracia liberal, las implicaciones son decisivas. Si la política sigue prometiendo mejoras infinitas, alimentará la desilusión y reforzará los populismos que se nutren de las expectativas traicionadas. Pero si las democracias aprenden a articular una narrativa más ambivalente, que reconozca la pérdida, afronte la vulnerabilidad, redefina el progreso y persiga la resiliencia, paradójicamente podrán renovarse.

Afrontar la verdad con los ojos abiertos, aceptar la fragilidad e incorporar la pérdida en la imaginación democrática podría ser, de hecho, la condición previa para su vitalidad. Si alguna vez soñamos con abolir la pérdida, ahora debemos aprender a convivir con ella. Si lo logramos, supondría un paso hacia la madurez. Y eso podría convertirse en una forma más profunda de progreso.

© The New York Times 2025.

Fuente: telam

Compartir

Comentarios

Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!